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Juan Gopar, una antropología de la orilla

La exposición ‘Fuerteventura. La isla como origen y destino’, es una

de las más importantes de las realizadas en Canarias en la última década

El artista Juan Gopar, con una de sus obras.

Es preciso decirlo de entrada y sin rodeos: a juicio de quien esto escribe, Fuerteventura. La isla como origen y destino, del pintor Juan Gopar, es una de las exposiciones más importantes de las realizadas en Canarias en los últimos diez años. Aclaro los términos del aserto: es importante, antes que nada, por su valía artística, pero también por todo lo que es capaz de formular en cuanto a la interpretación y la autocomprensión de las Islas en términos culturales, una realidad a la que hace una aportación de verdadera trascendencia. Dicho de otro modo: su mérito mayor es estrictamente plástico, y ningún otro contenido o aspecto tendría auténtica relevancia si no cumpliera ese requisito, pero a ello se añade el hecho de que tiene igualmente mucho que decirnos en cuanto a la significación de la insularidad canaria y los caracteres culturales y antropológicos que ésta encierra.

El límite temporal de los diez años, por otra parte, puede señalarlo otra exposición —punto de referencia inevitable— del propio Juan Gopar, la titulada Así era, así no era, celebrada en TEA Tenerife Espacio de las Artes justamente en 2011, en la que el artista lanzaroteño hizo un asombroso despliegue de los lenguajes que componen su mundo creador y los situó en un punto de máxima expresividad.

Su «meditación» plástica aparece comprometida con algunas corrientes más vivas del arte de nuestro tiempo

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Comisariada por Oliva María Rubio, la exposición actual, que puede verse en el Centro de Arte Juan Ismael (Puerto del Rosario) desde el pasado 10 de febrero, viene a constituir otra referencia ineludible. Es evidente, desde un punto de vista histórico, que los más significativos artistas de las Islas han incluido de manera particularmente acendrada una reflexión acerca de la morfología cultural de su tierra de origen. Se diría que el arte de las Islas —desde Néstor hasta Manrique, desde Domínguez hasta Millares, para hablar sólo de creadores desaparecidos— ha necesitado desarrollar en mayor o menor medida los signos de su territorio de procedencia como una manera de encontrar su lugar en el mundo y de inscribirse en el seno de una cultura, de su cultura.

Esa constante —casi una condición sine qua non— la vemos también en Juan Gopar, que desde hace años viene reflexionando plásticamente acerca de determinados valores y peculiaridades del espacio cultural y antropológico del archipiélago y enlazándolos con los lenguajes artísticos contemporáneos. Su «meditación» plástica aparece fuertemente comprometida con algunas de las corrientes más vivas del arte de nuestro tiempo, y gran parte de su alcance creador reside precisamente en el modo en que tal meditación es aplicada a un aquí y un ahora irrenunciables: los de la geografía humana, la geomorfología y la realidad sociocultural del archipiélago. Pocos artistas españoles actuales están tan interesados como Gopar en definir lo que podríamos llamar una física y una metafísica del acto creador en relación con el medio natural y humano. Y este es uno de los elementos más definitorios de su trabajo.

En el excelente texto introductorio del catálogo, Oliva María Rubio subraya los componentes esenciales de este empeño creador, desde el hecho de dar voz, en la obra, a los escombros, al naufragio como símbolo de la deriva de nuestra civilización, los desechos —que el artista convierte en todo un mundo objetual—, hasta la abolición de los límites entre pintura, escultura y arquitectura, pasando por un concepto de la materialidad de la obra como rara mixtura de maderas, conchas, plásticos triturados, pasta de celulosa y capas de pintura, configurando así un cúmulo de texturas lleno de sugerencias y alusiones de una riqueza insólita.

Gran parte, en efecto, de los materiales con los que trabaja Gopar proceden de los restos que el mar va arrojando en la orilla: «el artista —escribe la comisaria de la exposición— empieza a caminar por las playas salvajes del Caletón Blanco», en el norte de Lanzarote, «y se convierte en un paseante solitario que observa, reflexiona, experimenta, hace un reconocimiento del lugar» y «extrae de esos territorios que explora sus propias categorías estéticas y filosóficas». La descripción no puede ser más exacta, puesto que de verdaderas categorías filosóficas —y antropológicas, añadiríamos nosotros— se trata.

Dividida en varias secciones y series (objetos, planchas pintadas, construcciones o «cabañas», pinturas matéricas), la exposición ofrece un mundo plástico de llamativa originalidad, integrado por elementos heterogéneos pero, al mismo tiempo, claramente orientados a un fin común. Al llevar al ámbito de la creación pictórica tanto el mundo popular de las construcciones pobres como los restos que llegan a la orilla marina procedentes de la sociedad industrial, el pintor da testimonio de una realidad mundial marcada por los límites incontrolados de la industrialización, es decir, da cuenta de un problema universal, pero al mismo tiempo el espectador percibe de inmediato que está ante una lectura muy concreta y localizada de la cuestión: los efectos, en unas islas atlánticas, del paso de una sociedad preindustrial y una naturaleza virgen a una realidad natural y una sociedad marcadas por el desarrollo económico y los atentados contra el medioambiente. Lejos, sin embargo, de ser una pintura «social» o de denuncia, la obra de Gopar tiende a subrayar el dramatismo subyacente a esta situación y a tocar el fondo disruptivo y contradictorio de una sociedad y una cultura en crisis. No tiene nada de extraño el que esta «meditación» plástica esté fuertemente unida a la actividad desarrollada por el antropólogo y museólogo canario Fernando Estévez González (1953-2016).

Una parte de las obras de la muestra. Andrés Sánchez Robayna

Para éste, según se lee en un ensayo suyo oportunamente recogido en el catálogo de la exposición, «el turismo, como parte de la sociedad de consumo, reproduce la narrativa dominante de la modernidad basada en la idea de que el precio del progreso ha sido la pérdida de la autenticidad de los objetos y de las experiencias bajo la creciente mercantilización de todas las cosas». Crecimiento económico no significa progreso o prosperidad social ni respeto a los entornos naturales. Precisamente en la serie titulada «Souvenir pleistoceno», Gopar ofrece un conjunto de objetos que podrían ser considerados como souvenirs paradójicos o «antisouvenirs», restos de toda clase de bibelots, cordajes y plásticos arrojados por el mar a las orillas de la isla, memoria vergonzante de un territorio cada vez más expuesto a la devastación ambiental.

El partido iconológico o el fruto artístico que el artista sabe extraer de estos objetos actúa como memoria de una civilización suicida. No es la anécdota objetual lo que aquí importa, de hecho, sino su simbolización profunda en el plano espiritual y moral. Lo que hoy ve en la orilla el monje frente al mar en el célebre cuadro de Friedrich —aquí directamente aludido— es un mundo estragado.

En otra sugestiva serie, De la vida dañada. Suite intermareal, acompañada por un conjunto de bellos fragmentos en prosa del poeta Melchor López, el artista deja actuar el azar de unas manchas de color sobre unas planchas de madera en una suerte de lirismo sin yo, muy próximo al espíritu del zen, que siempre ha interesado a Gopar y que aquí se asocia, para Melchor López, a «un jardín marino, la resaca del color en el charco intermareal». Un conjunto más de piezas, «Palmas sobre la losa fría» —del que aquí se ofrece únicamente una pequeña selección—, explora el efecto residual del tiempo y los accidentes de todo tipo sobre tableros en los que más tarde se han depositado papeles encolados y, finalmente, se han eliminado capas, creando un raro efecto calidoscópico.

En La isla taller, por su parte, el artista presenta, sobre una gran pared blanca, veinticinco esculturas que pueden observarse en tres planos, según la planta del espacio expositivo en que el espectador se encuentre en cada momento, objetos relacionados con el ámbito marino al que el pintor está muy unido por tradición familiar y núcleo irrenunciable de su mundo plástico. No hay insularidad sin mar, y toda esta obra configura una mitografía marina en la que las ideas de orilla, viaje, naufragio, pecios y horizonte están en perpetua rotación.

No hay insularidad sin mar, y toda esta obra configura una mitografía marina en la que las ideas están en perpetua rotación

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Mención especial merecen las que el artista llama «cabañas», frágiles construcciones realizadas con maderas pobres que remiten a la arquitectura popular. Metáforas de la fragilidad, las cabañas de Gopar son todo un emblema de su obra. Recintos paradójicos: abiertos como están, no son habitables, pero por ellos cruzan con toda libertad los elementos que envuelven la vida natural: la luz, el aire. Con esas cabañas, metáforas asimismo de humildad y de transitoriedad, el artista celebra la realidad elemental que debe estar en la base de la vieja aspiración utópica a la «verdadera vida».

Es así como el trabajo artístico ha conseguido hacer una nueva y valiosa aportación a la cultura en la que se inscribe, interpretando una insularidad problemática y proporcionando a los conflictos naturales, culturales y sociales una respuesta creadora. Para Gopar, según él mismo ha dicho lúcidamente, «la arqueología de ayer es la basura de hoy, y la basura de hoy será la arqueología de mañana».

Esta antropología de la orilla, se diría, es la contribución más importante que desde las Islas hace Juan Gopar al panorama artístico español actual. Es esta su particular versión de los signos de su territorio de origen, aquellos con los que busca —y, a nuestro juicio, encuentra— su manera de inscribirse en el seno de su cultura.

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