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Por tantas ma-ma-ma-ma-ma

En los últimos años, una oleada de voces de mujeres narra por fin en primera persona lo que no se ve si no se nombra, pero que nos atraviesa a todos de distintas formas

Rigoberta Bandini, embarazada.

«Niñas que se aferran a ese himno / Y pienso que algo empieza a ir bien». Así comienza la primera versión de Ay Mamá, el grito feminista eurovisivo de Rigoberta Bandini, que rescató de su caja de hilos y agujas a mediados de semana bajo el nombre de Génesis. En sus dos primeras líneas ya germina el deseo de cambio desde la matriz, de descoser el tejido del sistema patriarcal y seguir tirando del ovillo de la libertad y el feminismo. Y entre ma-ma y ma-ma, su mismo grito se transformó en un himno universal dedicado a las mamás y, sobre todo, al cuerpo de las mujeres, desde su principio: «Tú que has sangrado tantos meses de tu vida / Perdóname antes de empezar / Soy engreída y lo sabes bien...». 

Como puntada final, este primer domingo de mayo, Día de la Madre, Bandini lanza el videoclip de Ay Mamá, dedicado a todas las ma-ma-ma-ma, pero todas, todas todas, como reza la consigna, porque en su repetición rompe silencios, olvidos y tabúes que aún envuelven la realidad de la maternidad en una aureola de mitificación romántica bajo la mirada androcentrista.

Sin embargo, en los últimos años, una oleada de voces de mujeres, espoleadas por el movimiento feminista internacional, narra por fin en primera persona lo que no se ve si no se nombra, pero que nos atraviesa a todos los seres humanos de distintas formas. Así lo manifestaba la poeta estadounidense Adrienne Rich en el ensayo Nacemos de mujer (1976): «Las mujeres han sido madres e hijas, pero han escrito muy poco sobre este tema; la vasta mayoría de imágenes visuales y literarias de la maternidad nos llega filtrada por la conciencia masculina individual y colectiva». 

Y es que también la literatura reivindica desde la honestidad, el hartazgo y el deseo germinal de cambio todos los rostros de la maternidad: madres de todas las edades y colores, madres y no madres comprometidas con la maternidad feminista, la herida de la pérdida gestacional y los duelos silenciosos, la libre elección del aborto, la realidad velada de la violencia obstétrica, la visibilización del embarazo, el parto, la lactancia, el horizonte de la conciliación. Y la culpa a todas horas, como madre, por no ser madre, por querer o no querer ser madre, la que no sabe ser madre o la que lo es a su pesar, las madres que ejercen a su vez de hijas, las madres relegadas a ciudadanas de segunda por ser madres, y las maternidades desobedientes con respecto a la maternidad establecida, que la reivindican como una responsabilidad colectiva y defienden, a un tiempo, su derecho a elegir cómo quieren vivir esta experiencia. 

Habitación propia compartida

Si bien toda lista es un fracaso, también puede sembrar la semilla de una canción mejor, que rime sus estrofas con el latido de lo real. A continuación se desglosa una relación literaria de títulos desordenados, como un cuarto propio compartido, para repensar las maternidades en este marco dominical, sin axiomas ni tabúes ni edulcorantes: en primera persona, desde el plural al singular. 

En 1962, un año antes de su suicidio, la poeta Sylvia Plath concibió un poema a tres voces alrededor del hecho de ser madre, pensado para ser leído en voz alta. Tres mujeres, editado en una bellísima edición bilingüe e ilustrada por Nórdica Libros, representa tres formas de vivir la maternidad: la mujer que centra su realización en ser madre; la que sufre por no poder serlo y la que lo es a su pesar. «I am a mountain now, among mountainy women. / The doctores move among us as if our bigness frightened the mind (Ahora soy una montaña entre mujeres montañosas. / Los médicos se mueven a nuestro alrededor como si temieran nuestra grandeza)», escribe su Tercera voz.

Medio siglo después, Paula Bonet, artista y escritora valenciana, arroja luz sobre la herida de una realidad sangrante que permanece entre tinieblas, que es la pérdida gestacional y la culpa, la vergüenza y el silencio colectivo que la constriñen. Tras sufrir dos abortos espontáneos, Roedores. Cuerpo de embarazada sin embrión es un volumen dividido como la autora: la mujer antes de sus embarazos y la que es ahora, después de sus pérdidas. El primero es un animalario ilustrado que pintó para la segunda hija que esperaba y que no llegó a nacer, que ve la luz de la mano de una segunda publicación con fragmentos del diario íntimo de Bonet, donde relata aquel año traumático. «Mi ratoncita estaba allí quieta, como una osa silenciosa en hibernación», escribió.

Pero este no es solo un campo de reflexión para la literatura, sino también de ocupación para la ciencia, que es por lo que Carme Valls, especializada en endocrinología y medicina con perspectiva de género, traza un minucioso recorrido histórico por los distintos recovecos de la salud de las mujeres en Mujeres invisibles para la medicina, donde reivindica el nacimiento de una medicina adaptada a las necesidades específicas de la mujer.

Asimismo, también la literatura nórdica visibiliza algunas cuestiones vinculadas a la maternidad y a un cambio generacional marcado por la consolidación de las mujeres en el mundo laboral, el alargamiento de la edad para planearse ser madres y las expectativas y presiones que pesan sobre las mujeres. La novela Adultos, de Marie Aubert, Premio de la Crítica Joven y nominado al Premio de los Libreros de Noruega, aborda estas aristas a partir de la historia de Ida, una arquitecta que vive su mejor momento profesional y se plantea la posibilidad de congelar sus óvulos, mientras su hermana persiste en el intento de ser madre. «A menudo tengo ganas de preguntarle si habría preferido acabar como yo, acabar, me digo, no debo decir acabar como si todo hubiera terminado ya, nada ha terminado tengo que decirme a mí misma que lo mejor está por venir, pero a veces creo que eso es lo que piensan de mí mamá, Stein, Marthe y Kristoffer», pondera la protagonista. 

A medio camino de este alambre se desarrollan Mamá desobediente, de Esther Vivas, o Quién quiere ser madre, de Silvia Nanclares, dos relatos autobiográficos que desgranan los hitos iniciáticos que atraviesa toda mujer cuyo deseo de embarazo se ve frustrado mes a mes: la urgencia biológica, la incertidumbre, el fantasma de la infertilidad, las reacciones de los seres queridos, el sexo mecánico, el desgaste de la pareja, los miedos y la reproducción asistida como horizonte. Y podría decirse que, años más arde, la escritora Nuria Labari mostró el anverso de esta vivencia en La mejor madre del mundo, que también blande la piqueta rompe-mitos basándose en su propia experiencia como madre primeriza y que, además, esgrime la culpabilidad inherente al proceso creativo. «Para escribir sobre maternidad parece imprescindible traicionarse a una misma o al hijo, puede que a los dos, como es mi caso», reflexiona.

En definitiva, la literatura en torno a las maternidades es cada más extensa y, además, de altísima calidad. Sus abordajes son infinitos, pues muchas novelas también cartografían los abismos de las relaciones maternofiliales, como las que novelan Tatiana Ţîbuleac en El verano que mi madre tuvo los ojos verdes, donde conjuga el resentimiento, la fragilidad, el amor y el perdón; o Vivian Gornick en Apegos feroces: «De esos momentos de desapego nace el relato que contamos de nuestras vidas (...). Sangre, gritos, cristales rotos a ambos lados de la puerta. Esa tardé pensé: Una de las dos va a morir a causa de este apego», escribe esta última.

Y culmina este listado de fracasos y semillas con La mala leche, de Henar Álvarez, una novela gráfica provocadora y costumbrista en torno al deseo sexual (sí, las madres también desean), los machismos encubiertos o el sentimiento de culpa por no ser ni la madre ni la esposa perfecta. Su título encierra un juego de palabras entre la lactancia materna y la expresión que hace referencia al mal carácter. No hace mucho, se utilizaba el calificativo freudiano de «histeria», como recuerda Valls. Pero se trata de la urgencia de tomar el espacio y narrar otros relatos: el nuestro. Para muestra, estos diez testimonios, porque, como canta la Bandín en otro de sus himnos, Perra, «nadie nos puede prohibir ladrar». 

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