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Cataño: recuerdos de una presentación

‘Aurora y exilio’, un coherente cuaderno de bitácora donde había ido apuntando el rumbo y los accidentes de su personal navegación

José Carlos Cataño.

En octubre de 2007 presentamos, en el salón de actos de la entonces CajaCanarias de Santa Cruz de Tenerife, la cuarta entrega de la Serie Ensayo de la colección La Caja Literaria, el libro de José Carlos Cataño: Aurora y exilio. Escritos (1980-2006).

En las series de narrativa y poesía, esta colección ya había llegado en 2007 a la novena y décima entregas, después de algunos años de andadura.

La selección de estas obras publicadas era responsabilidad de un comité asesor constituido por Carlos Pinto Grote, Elsa López, Juan José Delgado y quien escribe estas líneas.

Un comité asesor que leía, proponía, discutía y decidía con la máxima libertad.

No quiero omitir que en la publicación de ese libro de Cataño tuve algo que ver, pues hacía un par de años le había solicitado que nos enviara algún trabajo para figurar en un catálogo que deseábamos representativo de la escritura literaria de nuestras islas y de los géneros diversos de esa escritura.

Cataño reunió en Aurora y exilio, lo que él mismo llamó con mimada neutralidad «escritos», textos de distinto registro caligrafiados entre los años 1980-2006. Una suerte de libérrimos Cuadernos de Malte Laurids Brigge ‒un género que participaba de la ficción, la especulación ensayística y la biografía‒, de Rainer Maria Rilke, o, mejor, un coherente cuaderno de bitácora donde había ido apuntando el rumbo, la velocidad, las maniobras y demás accidentes de su particular navegación personal y estética.

Dice Cataño, en el prólogo a Aurora y exilio, que se trata de “textos especulativos” cuyos temas podrían haber traspasado los bloques rígidos en los que él los distribuye, y dice además que están concebidos como una escritura poética que no ha dejado de merodear, desde 1980, la “figura interiorizada de la insularidad”.

Los bloques en los que se agrupan los escritos de Aurora y exilio son: 1) Poesía y origen; 2) Textos pintados; y 3) Plano y ficción. Más un epílogo: «Sobrevolando el mar».

El libro de Cataño nos hace pensar, dudar; nos contagia de su desasosiego: el lenguaje como aproximación permanente a una empresa de discernimiento que nunca llega a consumarse.

El libro reúne «escritos» donde hay pintura, poesía y crítica en esas armoniosas proporciones

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Ese podía ser el motivo central de todos esos años de meditación crítica de José Carlos Cataño, lo mismo cuando se empeñaba en descifrar los enigmas de la escritura poética como cuando miraba hacia atrás sin ira para arreglar las cuentas con la insularidad de la que no sabía despojarse por mucho que lo intentara, lo mismo cuando enfrentaba el hecho creativo sin más que cuando se dedicaba con placer a inventariar las vecindades de la poesía y la pintura o ilustraba con palabras las aventuras plásticas de artistas como Leopoldo Emperador o Ramón Gaya.

La carátula de la esmeradísima página web del José Carlos Cataño de entonces era un viejo vapor, tal vez un vapor británico que cruzaba el Atlántico en un siglo XIX tan prometedor. Cataño había hecho del viaje por los países, por las religiones, por las culturas, por los géneros literarios, una indesmayable vocación. También en eso emulaba a Rilke, el autor que elige para el epígrafe de Aurora y exilio.

Lautréamont llegó a afirmar, ya en su tiempo, que los juicios sobre la poesía tenían más valor que la poesía misma, y Cataño insistía en ese empeño mediante un esmeradísimo empleo del lenguaje crítico: la necesidad de una crítica tan creativa como el objeto a criticar.

En uno de los textos de Aurora y exilio, «Poesía y origen», defiende que “todo recuerdo es ficción, mentira, fábula”. Borges había dejado dicho en 1945 que “hablar es metaforizar, es falsear”.

Decía también Cataño que “el drama de la poesía estriba en advertir la falla existente en la palabra y, por otra parte, en la necesidad de conjurarla conjugándose”. En «La muerte del espejo, el texto del otro» insistía en algo parecido: “El arte de crear, aquello que tiene por base la traslación de una idea a unos signos [Mallarmé no estaría de acuerdo con ese doble eje de idea/signo] ‒plásticos o lingüísticos; en última instancia, grafías‒, comporta un desdoblamiento si tenemos en cuenta la diferencia entre lo que fue pensado y lo que es expresado”. Y seguía insistiendo: “Lo que nombro siempre es otra cosa tras chocar la palabra contra lo que se encara”.

Travesía sin fin

Igual que para Cataño la escritura era siempre una travesía sin fin, la insularidad era una categoría sometida al libre e incesante movimiento de la ida y de la vuelta. Cataño padecía y reflexionaba sobre su melancolía geográfica como tantos otros autores isleños. En algunos casos ese extrañamiento ha sido elevado a patología. Pero no menos inoculadas por ese virus de los espacios de la infancia están las obras de autores tan distantes como el sir Vidia Naipaul de su isla de Trinidad natal, el Derek Walcott de Santa Lucía o el Guillermo Cabrera Infante de su La Habana para tantos difuntos, por no salirnos de las antiguas Indias Occidentales.

Escritores que nunca terminaban de marcharse de sus islas, Ulises siempre regresando a Ítaca, tan solo sea a través de su imaginación creadora, retornando a la luz que disfrutaron, al singular paso del tiempo que experimentaron o a la excesiva vecindad que, a lo peor, sufrieron.

Sócrates advirtió pronto la trascendencia de ciertos entornos particulares y decía: “yo tengo que estar en Atenas porque a mí los árboles de Atenas me enseñan cosas”. Lo mismo pudieron decirse para sus Lisboas y Alejandrías correspondientes dos seres tan universalizados como Fernando Pessoa o Constantino Kavafis en sus respectivos oficios poéticos. Dos autores que a Cataño le gustaba comparar con nuestros Alonso Quesada y Saulo Torón en cuanto a la profundidad de sus indagaciones literarias en contextos geográficos muy limitados.

En otro texto de Aurora y exilio, «La distancia como territorio» se cita a Nedim Gürsel: “A decir verdad, no vivo en una ciudad, ni en un país, habito en una lengua”.

Sí, pero esa lengua está a la fuerza contaminada de entorno. El mismo Cataño lo reconocía en «Algunas mínimas»: “El hecho de que con relación a mi isla de nacimiento y vida resida fuera de ella, no modifica el que mis poemas, y mis libros, traigan su eco, el fragmento y la orfandad de las Islas aventadas sobre el Atlántico”.

Sirviéndose de las tres épocas de la vida distinguidas por la poeta Marina Tsvetieva: la premonición del amor, la vivencia del amor y el recuerdo del amor, Cataño se las aplicaba en todo lo referente a su relación con la tierra donde nació

Reflexionaba sobre su melancolía geográfica, la insularidad siempre estaba sometida al movimiento de ida y vuelta

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En «La distancia como territorio», Cataño se refiere además a la cultura de sus islas de nacimiento y habla del “recelo impuesto pero también aceptado, hacia el continente africano”, por parte de los canarios, así como de nuestra permanente mirada a América y nuestra deuda con la cultura europea. Defiende la tesis de Eugenio Padorno de la existencia de un imaginario insular, de un territorio cultural propio, al margen de sumisiones ideológicas y estilísticas: “Nuestra escritura es insular; físicamente insular atlántica”. “La poesía canaria y la poesía española no son procesos idénticos, sino paralelos”, en palabras del mismo Padorno.

En esa proyección atlántica, permeable, el isleño, como mantenía, con tanta gracia como talento, Domingo Pérez Minik, es también un extranjero más, un ser dispuesto a dejarse contaminar en el diálogo con el otro.

Pero además de los asuntos tratados hasta aquí, en Aurora y exilio, hay bellos textos autónomos como la «Isla La Pintura», donde Cataño se refería a todas las islas imposibles y se acercaba al concepto de una isla ideal de La Pintura, construida a base de los atributos de la hermenéutica simbólica, los relatos de las maravillas del mundo y de las guías de las ubicuidades.

Las felices vecindades de poesía y pintura son analizadas, dentro de Aurora y exilio, en el texto «Plano y ficción», donde Cataño terminaba coincidiendo con Wallace Stevens en que los problemas de los poetas son los problemas de los pintores, y, a menudo, los poetas deben volverse hacia la literatura de los pintores para debatir sus propios problemas, y donde además concluía, con Leonardo da Vinci, que la pintura es una poesía que se ve sin oírla, y la poesía es una pintura que se oye y no se ve.

Para Cataño, la poesía, la pintura, la crítica, eran aventuras artísticas paralelas en las que los signos de sus lenguajes nunca llegaban a cerrar lo pretendido por sus hacedores.

Igual que hay seres humanos que se despiertan una irresistible curiosidad mutua, existen esas artes del conocimiento que se buscan entre sí para averiguar lo que en el fondo cada una de ellas es y no es.

En Aurora y exilio hay poesía, pintura y crítica en esas armoniosas proporciones. Una misma aventura del conocimiento advertida y celebrada, como ya dijimos, desde los primeros párrafos con los que Cataño iniciaba el prólogo de esa obra.

En las páginas de esta edición de Aurora y exilio está José Carlos Cataño en toda su dimensión creadora. Se trata de un libro del que no debiéramos prescindir nunca si queremos seguir de cerca lo que nuestro autor entregó a la belleza, a la inteligencia y a la hibridez de la escritura.

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