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Pensar la muerte

El acto de morir se ha devaluado, hasta convertirse en un asunto banal y estrictamente privado en un tiempo donde ya nadie quiere se inmortal

No me alcanza la vida

para pensar la muerte

Luis Feria

La muerte por sida o por sobredosis, emblemas de finales del XX, exigía una épica corporal, un movimiento previo hacia el exterior, mientras que la muerte por ébola o covid, emblemas de los albores del XXI, ocurre por contagio pasivo. Representan la devaluación de la muerte, en concomitancia con la de la vida, marcando el paso de sujetos proyectivos a sujetos cóncavos –pacientes, justamente. Para ilustrarlo con una imagen digna de los amantes de la globalizacion: Se levanta el telón, y ¿qué se ve? 600 civiles muertos de golpe en el teatro de Mariúpol, y por quienes ya no doblarán las campanas de la iglesia de Todoque.

La muerte es ahora por implosión, y un asunto estrictamente privado. Se va por la vida portando el carricoche a todas partes, hasta que, de pronto –siempre pronto, se tenga la edad que se tenga-, el óxido, el accidente, la enfermedad o el cansancio nos lleva a dejarlo arrumbado para siempre en la cuneta. Así de zarrapastroso describe el narrador cubano Abilio Estévez el sentido de la muerte actual, en Los palacios distantes. Y en la misma onda transportista, esta vez ferroviaria, el poeta peruano E. A. Westphalen se la figura como un tren que, abruptamente, se detiene en la noche.

Como todos los ámbitos de la vida, wasapeados por un sinfín de cursores, la muerte se ha banalizado -por no formularlo también a la inversa-, y es ya un fenómeno inmanente, concreto e individualizado, en un tiempo en el que, como se ha dicho, ya nadie quiere ser inmortal, sino que nos conformamos con ser ‘inmoribles’.

En efecto, cuando los nichos semejan colmenas de apartamentos; los crematorios, uno de los pocos espacios no libres de humo permitidos y los antiguos coches fúnebres, meras furgonetas de reparto (y más aún con las lunáticas escenas de los entierros pandémicos, de aforos tan reducidos que no parecía caber ni el finado, y sepultureros aviados como astronautas), la muerte es ya el prosaísmo de un olvido.

Un rasgo prototípico, conforme ha avanzado la secularización social, es esa preeminencia individual, de los muertos mismos, a la hora de evocar la muerte, incardinada ya en el más acá: “Los muertos están fijos en su muerte / y no pueden morirse de otra muerte”, enarbola Octavio Paz. O «¿Cómo era morirse? / ¿como si nunca hubiéramos nacido?», se pregunta Luis Feria, desconsolado.

Más aún: «Ya no existe la muerte; sólo existe el muerto», afirma Francisco Umbral en Mortal y rosa, su libro más hondo, escrito, como es sabido, como duelo por la pronta muerte de su hijo, todavía niño. Es un notable cambio de rumbo respecto a la malvada personificación de la Parca, como en la estremecedora e inmarcesible imagen del poeta suicida Cesare Pavese: «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos». Y aun conservando esa personificación, un giro más radical aún emprende el narrador Fernando Vallejo en El don de la vida, otorgándole cualidades amistosas y benefactoras, como quien le da la mano a un antiguo contrincante. «Al final de cuentas la Muerte no es tan mala, es una buena mujer», dice el anciano narrador. «Consuela al triste, reivindica al pobre, cura al masturbador, duerme al insomne, pone a descansar al cansado... Practica obras de misericordia «inéditas», como dirían hoy los exquisitos». Su mensaje más cabal es que, en esas «vacaciones eternas», la muerte vendría siendo como dormir pero sin ápice de insomnio, y sin el engorro de tener que levantarse a orinar.

Lo relevante, no obstante, es que frente a la muerte exógena y sobrevenida del pasado, hoy prevalece una noción de muerte más o menos contingente, y, sobre todo, incorporada. Vallejo se la plantea como una piña desgranada por la vida, y a la que sólo le va quedando ya el carozo. Ya no es más un tajo cualitativo, sino que ocurre por el desgaste de la propia existencia, y lo que varía es sólo el grado de asunción del evento: uno puede estar feliz de que se le acabe la mazorca (»Va a dejar por fin el planeta de los simios gesticulantes, siéntase afortunado», le dice ahí la muerte a su interlocutor) o, sencillamente, aterrarse por abandonar la Tierra de un modo definitivo e inopinado. Porque «morir es reventar», asevera, sin ambages ni mortajas calientes, Jean Amèry en Vivir con el morir. Para él, no sólo “la muerte no existe: está vacía», sino que ni siquiera existe el muerto. Sólo existe el morir, y con una fugacidad trepidante, pues «un abismo separa la vitalidad del morir de la desolación de la muerte». Para el escritor austriaco, sólo existe el ‘muriente’ o el moribundo, que, ipso facto, deja también de existir. De ese modo, la muerte se vuelve irreconocible, e, incluso, impensable, conforme a la sentencia el filósofo Vladimir Jankélévitch: «Pensar la muerte es pensar lo impensable».

Concuerda con las tesis de Sartre, para quien la muerte es un absurdo, un azar negativo, una «casualidad», que permanece impensable mientras haya un soplo de existencia. Pero lejos del cierto poder de redención que éste le otorga (“La muerte no me causa miedo y me parece natural; tras haber sido cultural, vuelvo al fin a la naturaleza”, manifestó poco antes de morir), para Améry, «morirse» es un fraude sin paliativo, un homicidio impune, un «escándalo». Ni siquiera hay lugar para el duelo, pues: «Sólo existe ‘mi’ morir», subraya como la única certeza en torno a la muerte.

Es curioso que, partiendo de similares premisas en la consideración de la muerte como una barrera infranqueable, su coetáneo y también pensador centroeuropeo Elias Canetti llegue a planteamientos más vitalistas. Al igual que para el autor de Vivir con el morir, también para el autor de El libro de las muertos la muerte es un fraude, a todas luces, por lo que tiene de inopinado finiquito existencial. Sólo que Canetti le echa moral afirmando con todo el optimismo de su voluntad que «el objetivo serio y concreto, la meta declarada y explícita de mi vida es conseguir la inmortalidad para los hombres».

Para Amèry, la muerte “es el rechazo de toda dialéctica: la negación de la negación de la negación. El muerto no es un querido difunto, sino que, simplemente, no es». Frente a este vacío, Canetti se halla más próximo a la razón escéptica -no nihilista- del Borges que afirma: “La muerte es una vida vivida, mientras que la vida es una muerte que viene”.

La lúcida honradez de Canetti estriba en desmantelar sin remilgos la hipocresía sobre la condolencia altruista, tan arraigada en occidente, al detectar que «el momento de sobrevivir (al difunto) es el momento del poder. El espanto ante la visión de la muerte se disuelve en satisfacción, pues uno mismo no es el muerto todavía». Sólo en este sentido, Amèry ofrece un enfoque complementario sobre lo que podríamos denominar la sincerización de un nuevo egotismo, e incluso, egoísmo, ante la muerte, al reconocer que «el acontecimiento de mi morir me atañe más a mí que a cualquier otro y me atañe más que cualquier cosa. La muerte de los demás es triste, pero la muerte propia es un escándalo, un imposible».

La diferencia radical es que, mientras para Améry la muerte es un escollo insalvable, de resignación, para Canetti es incluso un acicate o un estímulo de rebeldía. «Por nada del mundo quisiera verme privado de mi sensibilidad frente al horror de la muerte. La actitud humana más apropiada es mantener despierta la esperanza de vencer del todo a la muerte y no resignarse jamás ante ella». Se trata de mantener, pese a todo, la antorcha encendida, conforme a la grave advertencia de Bataille de que si se banaliza del todo la muerte, se van con ella al garete el erotismo y la vida.

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