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Retrato del artista joven, no adolescente

Damià Alou entrega la cuarta traducción de la primera novela de James Joyce, midiéndose con la legendaria visión de Dámaso Alonso de 1926

Hasta 2012, los hispanohablantes leímos A Portrait of the Artist as a Young Man (1916) exclusivamente en la traducción que un joven Dámaso Alonso, bajo el seudónimo de Alfonso Donado, había dado a la imprenta en 1926. Ochenta y seis años después, Pablo Ingberg publicó en Losada una segunda versión, seguida en 2017 por una tercera, obra de Martín Schifino, en La Oficina de Artes y Ediciones. Pese a sus méritos, ninguna de estas dos traducciones ha adquirido el rango literario ganado, a lo largo de noventa y seis años de lecturas, por la del autor de Hijos de la ira. Debe de ser esta la razón por la cual la nueva edición del Portrait, a cargo de Damià Alou, ignora por completo la existencia de los trabajos de Ingberg y Schifino y opta por medirse directamente con el esfuerzo pionero de Dámaso. No cabe otra explicación, pues, aunque su edición sea crítica y la del poeta de la Generación del 27 no, a Alou no ha podido ocultársele que la de Ingberg –no conozco la de Schifino– arranca con una introducción y también incluye numerosas notas a pie de página.

La publicación de una nueva versión de la primera novela de James Joyce, una autobiografía encubierta con la que el escritor irlandés finiquita la novela del siglo XIX sin dejar de permanecer atado por un hilo a ella, siempre es motivo de júbilo para los joyceanos y los aficionados a la gran literatura, más aún en el año del centenario de la llegada al mundo de Ulises; pero, como la felicidad nunca puede ser completa, ha de lamentarse que la tarea de Alou haya quedado deslucida por el descuido o las prisas o –peor– por la torpeza. Y lo más sorprendente de todo es que los defectos que pueden imputársele a su trabajo no proceden, salvo contadísimas excepciones, de la traducción, pues el mallorquín sale con bien de ese empeño, sino de la labor de corrección del texto que se espera de una edición de estas características -en realidad de cualquier edición-, con largo prólogo introductorio y profusamente anotada.

Los errores que afean la edición de Alou empiezan ya en la bibliografía, donde, además de no citar las traducciones de Ingberg y Schifino, ni tampoco la de Francisco García Tortosa de Ulises –que sí se menciona en el apartado «Esta edición» de la introducción–, se insiste en llamar Alfonso Donato a Alfonso Donado; y alcanzan su punto crítico en el episodio de la cena de Nochebuena del primer capítulo del libro, que se convierte en «la de Nochevieja» en el segundo (pág. 175). En la tensa disputa política y religiosa que estalla entre los comensales (págs. 129 a 133), se atribuyen a Simon Dedalus, el padre de Stephen Dedalus, protagonista de la novela, réplicas que Joyce pone en boca de su madre, Mary. Y no una, sino seis veces, lo que, más que un descuido, es un yerro inexcusable. Las erratas continúan: preposiciones y artículos que faltan o que sobran, elecciones entre términos no resueltas («había sido estado muy feo»), frases cuyo sentido solo puede averiguarse con ayuda de la astucia («y el mundo estaban del universo», pág. 111) o que son simplemente incomprensibles («en laservado», pág. 354)… Sin embargo, a medida que la obra avanza los errores van escaseando, hasta casi desaparecer del todo mediada la narración.

Retrato del artista adolescente

Retrato del artista adolescente

Tampoco ayuda mucho a la lectura la decisión de Alou de mantener el uso de comas en vez de guiones, en el interior de los diálogos –para distinguir lo que se dice de quién lo dice–, tal como hace Joyce en el original inglés. Aunque sea de alabar el respeto del traductor a la fórmula empleada por su traducido, no está de más recordar que la norma en castellano es usar guiones. En inglés lo habitual es utilizar comillas, sin guion inicial para señalar la entrada; pero, dado que Joyce combina la raya de diálogo y las comas para especificar quién habla, quizá lo más conveniente hubiera sido ceñirse del todo al uso normativo en castellano, que es lo que Alonso hace en su versión de 1926.

De otro lado, y aunque no da sus razones en ninguna parte, Alou es el primer traductor del Portrait que no acata el título que Alonso dio a la novela hace casi un siglo: Retrato del artista adolescente. Un título imperfecto, desde luego, porque Joyce no escribió «adolescent», sino «young man», es decir, «joven»; pero también un título que el gran poeta que Alonso era (y es) supo verter en un perfecto endecasílabo (un heroico puro). Alou propone Retrato del joven artista, un eneasílabo que le hubiera quedado mejor calzado permutando las posiciones de «joven» y «artista» (Retrato del artista joven), con lo que, además, hubiera podido ser más fiel a la estructura del título original y a la idea que Joyce quiere trasladar: un retrato del artista en ciernes, «cuando» o «mientras» es joven o «en tanto» que es joven.

Con todo lo dicho hasta ahora, quizá se ha podido dar la impresión de que la brega de Alou resulta poco fructífera; todo lo contrario, lo es, y mucho, y toca el cielo en numerosos pasajes; y además hay que reconocer que su traducción actualiza, como él mismo dice que se propone hacer, la versión de Alonso, la única con la que -insisto- compara la suya. Esa actualización del texto del Retrato se aprecia –pongo por caso– en cierta crudeza de lenguaje en lo sexual que era más difícil hacer explícita en 1926, en plena dictadura de Primo de Rivera, que ahora en 2022. Aunque tampoco hay que descartar que fuera el propio Dámaso, hombre religioso y de familia –si bien no casado aún–, el que decidiera motu proprio aligerar esos contenidos. Doy un par de ejemplos. Así, cuando Joyce escribe «smugging» para describir la acción «vergonzante» que cinco alumnos cometen juntos en un lavabo del Colegio Clongowes Wood de los jesuitas y Alou traduce sin ambages: «Cascándosela» (pág. 144), mientras que Alonso se queda en un tímido «besuqueándose». Lo mismo ocurre en el capítulo quinto, el último y más complejo de la novela, cuando Stephen le pregunta a su condiscípulo Cranly por qué Moynihan, otro estudiante del Trinity College, le dispensa tantas atenciones y Cranly le responde: «¡Es un bujarrón!». Joyce escribe: «A sugar!», un término con connotaciones homosexuales, pero Dámaso prefiere no enterarse y decide que Moynihan es… «¡un mierda!».

En cuanto al vocabulario, que Alou cree necesario actualizar por la «profusión de exclamaciones y ciertas expresiones antiguas» en las que siente que incurre la versión de Alonso, hay para dar y tomar; pues, si bien el primero traduce «corridors» por «pasillos» (pág. 114) y el segundo por «tránsitos» –vocablo más técnico pero del todo pertinente cuando se está describiendo un convento o un seminario, como es el caso–, más adelante es Alou quien vierte «coverlet» como «tapamiento», palabra que el DRAE únicamente admite como sinónimo de «tapadura» («acción y efecto de tapar»). Alonso prefiere el más sencillo «cobertor», uno de los tres sentidos que el Collins Dictionary da para «coverlet».

La comparación entre una y otra versión no se agota con estos ejemplos, pero tampoco hacen falta más, porque es un hecho que la traducción de Alou nos permite leer el Retrato en un castellano más acorde con la lengua literaria que hoy se maneja en el mundo hispanohablante. Ese es uno de sus méritos. Pero no el único. Alou pone especial cuidado en trasladar con precisión las imágenes con las que Joyce esmalta su distanciada prosa narrativa, tan deudora de Flaubert. En esos momentos (las famosas epifanías), le gana más de una vez la partida a Dámaso, que traduce «prattled» por «crujían» y no por «parloteaban» (pág. 349) –como hace el mallorquín con mucho más acierto–, cuando Joyce quiere describir el ruido que producen los botines de unas jóvenes desplazándose por unas escaleras mojadas y, valiéndose de una metáfora, lo convierte en una extensión de su conversación intrascendente. Al fin y al cabo, la vigencia del Retrato estriba precisamente en su estructura fragmentaria y escénica, autogenerada por sus propias necesidades, rica en esos instantes de revelación («spots of time», los llamó Wordsworth) que terminan siendo decisivos para la formación del carácter de su protagonista: un alumno brillante que desdeña a sus profesores sin mostrarse abiertamente díscolo con ellos, y que va descubriendo su vocación de escritor y su condición de exiliado a medida que renuncia, una a una, a las tres grandes verdades heredadas de sus mayores: lengua vernácula, patria y religión.

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