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Fiel a sí mismo

Cátedra reedita las memorias de Juan Antonio Bardem en el año de su centenario con una exhaustiva revisión crítica a de Carlos F. Heredero

Luis Berlanga, Michelangelo Antonioni y Juan Antonio Bardem, de izquierda a derecha. | | La Provincia

La forja de Juan Antonio Bardem

El centenario de un cineasta de criterio inquebrantable, intelectual activo frente a un país roto, nos devuelve la edición de sus memorias, un viaje por sus películas

En el año de su centenario la figura de Juan Antonio Bardem (Madrid, 1922/Madrid, 2002) vuelve al primer plano de la actualidad tras la reciente aparición en las librerías españolas de la segunda edición de sus memorias (la primera, publicada por Ediciones B en 2002, meses antes de su deceso, fue presentada por el propio autor en el marco del II Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria), acompañada esta vez por un texto preliminar del historiador y crítico madrileño Carlos F. Heredero, que contribuye a ilustrar la trayectoria artística del cineasta desde sus titubeos iniciales como estudiante en el IIEC (Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas), antecedente de la E.O.C (Escuela Oficial de Cinematografía), hasta su declinante etapa intermedia, firmando títulos tan obtusos y desnortados como El último día de la guerra (1968), La corrupción de Chris Miller ( 1973), La Advertencia (Preduprezhénie, 1981), El poder del deseo (1974), Varietés (1971) o La isla misteriosa (1972), pasando naturalmente por su fase más encomiable, marcada por obras del rigor crítico y de la brillantez formal de Muerte de un ciclista (1955), Cómicos (1953), Calle Mayor (1956), La venganza (1957), Felices Pascuas (1954) o Esa pareja feliz (1951).

Precisamente fue esta última, codirigida por Luis García Berlanga y con un reparto encabezado por Fernando Fernán Gómez, Elvira Quintilla y José Luis Ozores, la producción que le abriría las puertas para su ingreso por todo lo alto en la industria nacional, firmando, más tarde, también junto a Berlanga, los guiones de ¡Bienvenido, Mr. Marshall! (1952) y Novio a la vista (1953), otro dos títulos de referencia que marcarían el cambio de tono que experimentaría la comedia tradicional española a partir de entonces, mucho más evidente en la obra posterior del cineasta valenciano que en la de Bardem, que entraría de lleno en otros registros, como el del realismo crítico que presidiría las impactantes imágenes de Muerte de un ciclista, Calle Mayor o Cómicos, sus primeros trabajos en solitario como director y, sin duda, tres de las grandes cumbres del cine español de todos los tiempos donde Bardem logra introducir con notable maestría, especialmente en las dos primeras, su ideario de matriz marxista, mostrando que en la España de los cincuenta, y pese a la incordiante omnipresencia de la censura franquista en su afán infatigable por ampliar cada vez más su perímetro de actuación frente a la libertad de expresión, podría cristalizar un cine de enorme calado social que ayudaría, además, a exportar la producción española más allá de las fronteras nacionales, como así sucedió tras ser galardonado, con Muerte de un ciclista, con el prestigioso Premio de la Crítica Internacional (FIPRESCI) en el Festival de Cannes y con la misma distinción en la Mostra de Venecia con Calle Mayor, así como la selección de Cómicos para la sección competitiva de Cannes en el año 1954 junto a filmes legendarios, como De aquí a la eternidad (From Here to Eternity,), de Fred Zinneman; Le grand jeu, de Robert Siodmak, Crónica de los jóvenes amantes (Cronache di poveri amanti), de Carlo Lizzani o La puerta del infierno (Jigoku-Mon) de Suke Kinugasa.

Una escena de ‘Muerte de un ciclista’ con Alberto Clotas y Lucia Bosé. | | LA PROVINCIA/DLP Claudio Utrera

Y aunque La venganza, su primera película en color, provista de un brillante reparto encabezado por Raf Vallone, Jorge Mistral, Carmen Sevilla y Manuel Alexandre, también pertenece rigurosamente a ese período, recibiendo de nuevo el Premio de la FIPRESCI en Cannes y la nominación al Oscar de Hollywood a la Mejor película de habla no inglesa, aún nos interrogamos muchos de los críticos que hoy peinamos canas por las extrañas razones que la han convertido en una película poco menos que maldita en la filmografía de este director cuando se trata, en realidad, de una de sus obras más intensas, sinceras y coherentes, así como de uno de los mejores retratos de la España rural que ha generado el cine español en toda su historia.

Fiel a su inquebrantable militancia comunista, Bardem afronta un drama en el que se revela continuamente la realidad social y política de un país cercado por el odio, el rencor, la división y la ausencia de cualquier signo de solidaridad, inspirada en un guion del propio Bardem y potenciada por la excelente fotografía de Mario Pacheco y por una planificación visual que nos traslada automáticamente al ámbito de los grandes popes de la cinematografía soviética.

La zigzagueante carrera profesional del cineasta, en la que, como hemos apuntado, se combinan trabajos artísticamente excelentes con títulos absolutamente prescindibles en el currículo de cualquier creador de su talla, volvió a dar un nuevo giro bien entrada la Transición política con dos películas que nos devolvieron la esperanza de reencontrarnos con la etapa más inspirada de este director: Siete días de enero (1978), una coproducción con Francia sobre los trágicos incidentes que provocaron la muerte de cuatro abogados laboralistas en un atentado perpetrado por varios pistoleros de la extrema derecha en enero de 1977, de cuyo enorme valor testimonial en vísperas de la legalización del PCE (Partido Comunista de España) revela el sólido compromiso político que siempre orientó la vida y la obra del director madrileño y El puente (1976), una comedia con tintes dramáticos sobre el papel de cierta clase obrera ante la nueva realidad que se abría camino en nuestro país durante los primeros años de la Transición.

Se trata de uno de los primeros y más polémicos filmes alumbrados durante lo inicios del posfranquismo. Y, a pesar de que en su día no disfrutó de la unanimidad de la crítica, se convirtió en un auténtico punto de inflexión en la irregular carrera de Bardem. Hay, sin duda, un antes y un después en su filmografía tras la realización de esta película. Es, en palabras de José Luis Guarner, “el primer filme completamente libre de Bardem en bastantes años”. Si admitimos semejante tesis es porque, a diferencia de la mayoría de sus trabajos, incluidos Muerte de un ciclista y La venganza, en El puente hay una manifiesta voluntad de abandonar el tan socorrido recurso al didactismo, tan propio en el entorno del realismo socialista, en aras de una interpretación más ajustada a los hechos de la nueva realidad que surgió en España tras la desaparición del dictador.

Fiel a sí mismo

Fiel a sí mismo Claudio Utrera

El recuerdo de esta película, embrión de un nuevo cine político de corto recorrido que incendiaría, durante algunos años, las pantallas nacionales con sus ardientes soflamas contra el régimen está indisolublemente asociado a la memoria de una etapa excepcionalmente delicada, sobre todo para quienes llevábamos décadas rumiando la idea de una rápida y profunda transformación democrática del país, tras un larguísimo período de privación de derechos y libertades que castró a varias generaciones de españoles.

De visión obligatoria si se pretende entender a fondo cómo actuaban determinados cineastas independientes atrapados todavía en las redes de la censura, El puente, Gran Premio del Festival de Moscú, mostró en su día cómo una comedia estigmatizada en parte por las inexpugnables barreras que imponía un mercado conservador poco propenso a cualquier aventura modernizadora, a pesar de tratarse de una película firmada por el autor de títulos tan respetados como Muerte de un ciclista o Nunca pasa nada (1963) y de estar inspirada en dos cuentos del escritor gallego Daniel Sueiro, paradigma literario del realismo crítico español que, junto al propio director, contribuyó también a la escritura del guion. Obviamente, semejantes reclamos no bastaban, en la España de los setenta, para obtener un buen respaldo en las taquillas, de ahí que Bardem dotara a su película de una estructura formal y narrativa muy cercana al perfil de la comedia popular que proliferaba entonces en el cine nacional.

Por eso, la película, cuya producción corrió a cargo de la joven y efímera compañía Arte 7, se distribuyó en todo el país al socaire de un subgénero popularmente conocido como el landismo en referencia al popular Alfredo Landa, su actor más prolífico y representativo, que venía aportando, desde hacía años, suculentos dividendos a las arcas de la industria y cuyas más notorias señas de identidad se inspiraban, esencialmente, en los estereotipos más rancios y casposos de la España desarrollista de la década de los setenta. Una imagen voluntariamente distorsionada de la realidad ante la que millones de españoles se mostraban visiblemente complacientes, a juzgar por las descomunales cifras de recaudación que generó ese cine durante más de una década a lo largo y lo ancho de nuestra geografía.

No fue casual por tanto que fuera el mismísimo Landa el actor elegido por Bardem para personificar a Juan, el mecánico atrabiliario, rudo, irascible e ingenuo que, durante el puente de la Ascensión, emprende un viaje iniciático a la ciudad de Torremolinos, convertida, por mor del imaginario popular, en un auténtico parque temático del sexo libre y consumar así sus más febriles fantasías eróticas. En el transcurso de su largo y sofocante viaje al “paraíso del placer” se va despojando paulatinamente de sus miedos y represiones mientras afronta la realidad de una sociedad más compleja y conflictiva de lo que su ingenua mentalidad de obrero desclasado le había permitido vislumbrar hasta entonces. Juan sufre una severa transformación, su vida cobra un nuevo sentido al tiempo que descubre emociones tan ajenas a su particular weltanschaunung como la solidaridad o el apego a otros sentimientos de dependencia hacia los demás.

Fiel a sí mismo Claudio Utrera

Como hombre provisto de un ideario político imperturbable, plenamente adherido al pensamiento marxista más ortodoxo, Bardem no dudó en utilizar esta historia, de aparentes tintes populistas, para desarrollar algunas de sus certezas acerca del rol subsidiario que desempeñaba la clase trabajadora en la España del “milagro económico” con unas cotas de libertad como nunca antes había disfrutado en su larga carrera profesional -conviene recordar que la censura del ancien régime se aboliría oficialmente sólo unos meses después del estreno del filme-. Fue, sin duda, la primera vez que pudo expresar con total libertad sus ideas acerca de la realidad política que vivía el país sin verse forzado por ello a utilizar los malabarismos metafóricos a los que tan proclives eran, por imperiosa necesidad en muchos casos, algunos de sus ilustres colegas, como, pongamos por caso, Carlos Saura, Manuel Gutiérrez Aragón o Francisco Regueiro.

Aprovechando el tirón popular de su actor principal y del género al que al menos formalmente se adscribe la película, Bardem logra filtrar con un realismo insólito un discurso que todos entendieron desde el momento en el que Juan comienza a tomar conciencia de un nuevo sistema de valores en contraposición al que había sostenido a lo largo de su rutinaria y quejumbrosa vida y la trama empieza a adquirir tonalidades algo más sombrías. Atribuible en gran medida a un guion excepcional, sobre todo teniendo en cuenta el tenor del cine que se producía en aquel entonces en nuestro país, esta sutil transformación, aprovechando los desvaríos y excesos de un subgénero de corte escapista constituye, posiblemente, el logro más estimable de Bardem en esta agridulce comedia costumbrista, un logro que la convierte, y de ahí su importancia histórica, en uno de los testimonios más reveladores del desconcertante paisaje social y político por el que discurría la España de los setenta.

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