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Otra tradición

‘Tiempos de destrucción’, de Luis Martín-Santos, obliga a evocar su ‘Tiempos de silencio’ y su empeño por acabar con la España sagrada

Otra tradición

Regresar hoy a Tiempo de destrucción permite hacerse una idea más precisa de lo que buscaba su autor, porque retrotrae a unos momentos en los que leer y escribir novelas era una forma radical de enfrentarse al mundo, denunciando las convenciones que limitan la libertad y conducen al disimulo y la infelicidad. Quien se adentre en las páginas de Tiempo de destrucción, dejándose arrastrar por su prosa deslumbrante y envolvente, advertirá que, al igual que en el momento en que Martín-Santos la redacta, vivimos una época en la que las más exitosas fórmulas de salvación a los problemas que nos acosan son muchas veces caminos al infierno. Aunque eso sí, no empedrados con evidentes buenas intenciones, sino con la invocación interesada de las causas más altas y más nobles para dirimir asuntos en los que bastaría el respeto a la intimidad y las libertades democráticas. Poco importa que las cadenas de las que Martín-Santos proponía liberarse fueran las de la tradición moral y política del nacional catolicismo para que, como lectores, no entendamos que nuestras cadenas son otras, pero que, al igual que las que denuncia y combate Tiempo de destrucción, están trayendo de vuelta el cainismo a España.

Con Tiempo de destrucción Luis Martín-Santos perseveró en el empeño que inspiró Tiempo de silencio, como también buen número de artículos y ensayos recogidos en Apólogos, un volumen hoy difícil de encontrar: acabar con lo que llamó la España sagrada. Deliberadamente o no, pocas ideas han sido tan tergiversadas como ésta, a no ser la frase en la que, refiriéndose al Estado y no a los individuos, Manuel Azaña sostuvo que España había dejado de ser católica. Esta incomprensión en la que han acabado por encontrarse Azaña y Martín-Santos no obedece a la casualidad.

No promovía la dictadura del proletariado, sino un Estado de derecho, secular y democrático

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Ambos se propusieron prolongar en España una tradición que, frente a la que encarnaron la Inquisición, el absolutismo o la dictadura, cuestionaba que hubiera dos Españas y, por tanto, rechazaba cualquier programa que asociase la libertad y la democracia con la sacralización de una de ellas. Con la España franquista, por descontado. Pero tampoco con la España republicana a la que puso fin la Guerra civil ni, seguramente, con la que hoy se autodenomina constitucionalista, surgida como respuesta a los crímenes terroristas en el País Vasco y a la deriva autoritaria del independentismo en Cataluña. Para esta otra tradición, gobernar la única España que existe significaba, simplemente, no sacralizar ninguna España, es decir, ningún programa para gobernarla, sino establecer mediante pactos una forma de gobierno que no excluyera a nadie. En una época en la que la lucha contra la dictadura convalidaba, por reacción, cualquier programa desde la que se llevara a cabo, Martín-Santos recordaba que no bastaba estar contra Franco para tener razón. Los programas desde los que se ejercía la oposición también importaban, y el que él defendía no promovía la dictadura del proletariado, sino un Estado de derecho, secular y democrático.

Que una novela obligue a interrogarse sobre los programas que conducen a la tiranía por la vía de prometer la libertad parecería propio de otras épocas. Y, sin embargo, ahí estamos de nuevo, en un tiempo que, aunque no exija de los autores disconformes el silencio o la destrucción, sí pone de manifiesto que esa otra tradición que defendió Luis Martín-Santos está vigente. Y sigue siendo necesaria.

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