La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

John Cheever, sueños rotos

Su mirada literaria insiste en retratar el día a día de la clase media norteamericana: gente corriente que vive en los aledaños de Nueva York

John Cheever Original caption: OSSINING, N.Y.: Author John Cheever's new novel, "Falconer," deals with the life of a college professor who is imprisoned for killing his brother and the professor's eventual escape to freedom. Cheever, shown here in his study, claims " a novel is put together like an eyeball. It usefulness determines an extremely complex structure...It seems to declare its own dimensions." January 1, 1977 Ossining, New York, USA

Encuadrado en las corrientes intelectuales del posmodernismo de la segunda mitad del siglo XX en los Estados Unidos, John Cheever comienza su carrera literaria con La forma en la que viven algunas personas (1943), su primer libro de relatos. Le sigue, en 1953, La radio enorme y otras narraciones en las que, fiel a su mirada, insiste en retratar el día a día de la clase media norteamericana: gente corriente que vive en los aledaños de Nueva York, entre los recuerdos del pasado, las dificultades que se han de ir sorteando y el sueño del éxito que no llega. La publicación de su primera novela, Crónica de los Wapshot en 1957 y la continuación de la saga familiar en El escándalo de los Wapshot (1964), definen qué modo de inventiva va a caracterizar su literatura en asuntos relacionados con el rito cotidiano, la soledad, la persecución de la victoria y las distintas formas de caer en la desposesión y la pérdida.

Moses y Coverly, los dos hijos de los Wapshot, representan, en este sentido, papeles contrapuestos aun coexistentes en el ser humano: la realidad habitual con sus miedos, frustraciones, desengaños…, y la incapacidad, en esencia, de determinar qué les hará felices o infelices en el futuro. Inmersos en un mundo de aspiraciones alimentadas por el perfeccionismo adictivo y el consumo, el trabajo como bálsamo de una futura felicidad se convierte, como la maldición que condenó a Sísifo a empujar eternamente una roca cuesta arriba, en una contrariedad. En uno y otro caso, la llegada a la meta obliga a la persecución consecutiva de nuevos fines por alcanzar lo que, para los dos personajes, supone vivir en un estado de fracaso cuasi permanente. «Nacemos entre dos estados de conciencia», interrumpe el narrador en uno de los últimos capítulos de la primera parte de El escándalo… al entender que, para combatir esta sensación de anticlímax, Coverly trata una y otra vez de reconstruir por la vía del análisis el sueño que ha guiado la cultura y la sociedad de América del Norte desde sus orígenes. «Nos pasamos la vida entre la oscuridad y la luz», insiste en averiguar, «y escalar las montañas de otro país, expresar nuestros pensamientos en otro idioma o admirar el color de un cielo distinto nos sumerge más profundamente en el misterio de nuestra condición».

La radio enorme, relato inicialmente publicado en el New Yorker del 17 de mayo de 1947, incluido, seis años más tarde, en La radio enorme y otras historias y en 55 historias del New Yorker, se incorporó más tarde en Las historias de John Cheever (1978), una compilación de trabajos y narraciones merecedora, en 1979, del Premio Pullitzer de Ficción. Algo parecido ocurre con El nadador, el grandioso relato de John Cheever que, publicado originariamente el 18 de julio de 1964 en la misma revista neoyorquina que el anterior, fue incluido por el escritor de Quincy, en El brigadier y las viudas del golf (1964) y en la referida compilación de relatos premiada por la Universidad de Columbia y el Consejo Asesor del Pullitzer un año después de ser publicada por Knopf Doubleday Publishing Group en Nueva York.

A través de algunos diales de la radio que Jim Westcott regala por sorpresa a Irene, su mujer, con el fin de continuar escuchando los preludios de Mozart y la música de Schubert junto a sus dos hijos en lo alto de un edificio de apartamentos recientemente construido en el este de Manhattan, se filtran toda clase de conversaciones de los vecinos. Disputas familiares entre padres e hijos, peleas entre cónyuges por las dificultades económicas, gritos, golpes y momentos de agobio con variantes de agresividad y conflicto entre los convivientes del inmueble se cuelan a modo de interferencias en el salón recién decorado de los Westcott. El cambio de una emisora a otra no arregla lo que, en un principio, parece un problema técnico o error de sintonización. En este ambiente de confusión, los Westcott reconocen la voz de la señorita Armstrong –la niñera de los Sweeney–, el clamor de los Fuller –los vecinos del 2E en mitad de una celebración o de una fiesta– y los gruñidos, quejas y lamentos de otros vecinos que hablan de manera extendida sobre el cáncer que sufre la señora Hutchinson, el lío que tiene una vecina con el portero, los problemas de corazón que padece la señora Melville o el maltrato que el señor Osborne inflige a su mujer. «La vida es tan terrible, tan sórdida y espantosa», concluye quien, en dicho relato, actúa como responsable del hogar, Irene, en La radio enorme. «Pero nosotros nunca hemos sido así, ¿verdad cariño? ¿Verdad que no? Me refiero a que siempre hemos sido buenos, decentes y cariñosos el uno con el otro, ¿no es cierto? Y tenemos dos niños, dos niños preciosos. Nuestra vida no es sórdida, ¿verdad cielo? ¿Verdad que no?», insiste en preguntar la joven Westcott desde la planta 12 de un edificio ubicado en la tierra de los ideales donde todo lo que parece perfectamente posible, incluso el éxito del sueño económico, es tan solo eso: un ideal. «Tenemos que empezar a hacer recortes en los gastos», responde Jim como si, de repente, se hubiera reencarnado en el enemigo de Apofis, Dios del Caos en el antiguo Egipto para, revestido de luz, aportar claridad en todo aquello que sea difícil de entender. «Hay que pensar en los niños. El dinero me preocupa mucho. No tengo ninguna seguridad en el futuro. No quiero ver todas mis energías, toda mi juventud, desperdiciada en abrigos de pieles, radios, fundas…»

Lo verdaderamente importante en la obra de John Cheever son las preguntas que quedan sin responder unas veces porque no hay explicación para ellas y, otras, porque, en su pobreza moral, Jim Westcott, como tantos otros protagonistas de lo que se ha dado en llamar Cheeverland, interpreta que no tienen sentido: «Por favor, Jim», ruega Irene. «Por favor. Pueden oírnos». «¿Quién puede oírnos?», responde Jim airado. «¡Estoy harto! Me asquean tus aprensiones. La radio no puede oírnos. Nadie puede oírnos. ¿Y qué si nos oyen? ¿A quién le importa?»

Imitando a Chéjov en la forma de imprimir realismo y naturalidad en el relato a través de este tipo de interacción entre los personajes y referirse a los acontecimientos dramáticos que suceden más allá de la escena, el protagonista de El nadador, Neddy Merryll, pretende igualmente el heroísmo, es decir, que todo fluya hacia el interior de su pecho y nada, absolutamente nada, limite su vida. «No le agradaban las bromas pesadas», revela abiertamente el narrador, «y no era tonto, pero sin duda era original y tenía una indefinida y modesta idea de sí mismo como una figura legendaria». La aportación de Neddy a la geografía moderna está en cruzar lo que él mismo llama «Lucinda», el nombre de su esposa, pero también un curso de agua imaginario que, según aparece dibujado en su imaginación, le llevará finalmente de piscina en piscina hasta Bullet Park, el barrio donde, años atrás, levantó su casa para vivir en ella con su mujer y sus dos hijas.

La llegada de Neddy al mencionado distrito, el lugar con mayor daño en la obra de John Cheever, refleja que el ensanche ha dejado de ser uno de los residenciales más exclusivos de Manhattan. Desde los últimos años de la presidencia de Roosevelt hasta los días que pusieron fin al mandato de Truman en los Estados Unidos, el sueño de casi cada uno de los norteamericanos de clase media era tener una casa con amplias habitaciones, un gran jardín, piscina para el verano y servicios exclusivos. Privacidad, seguridad, ubicación y ocio premium eran algunas de las prestaciones que intentaban contratar las familias que habían decidido instalarse en una de estas urbanizaciones.

En los últimos compases del relato, Ned llega, por fin, a su casa. La vivienda está vacía y abandonada, con proliferación de maleza, abundante polvo, ventanas en mal estado y reflejos de que algo no ha funcionado. Desde una focalización omnisciente, el narrador desvela que lo que fue en su día un experto empresario en el ámbito de la publicidad es ahora apenas un indigente que vive en la total bancarrota, sin casa ni familia, sumido en la confusión que ha caracterizado el trayecto de su vuelta a casa desde los límites del barrio hasta el sueño ab urbe condita de pertenencia grupal -el llamado country club- que ya no existe. No obstante, la travesía de Neddy Merryl plantea igualmente una de las aportaciones más importantes introducidas por Friedrich Hegel en la Fenomenología del espíritu sobre la evolución de las ideas al subrayar que cualquier ideal se enfrenta, de manera constante, a su antítesis, generando, como resultado de dicho conflicto, un tercero: la síntesis. El abombamiento de la fachada, las grietas, la falta de horizontalidad en los suelos, sobre todo, en aquellas partes en las que el jardín había cedido, suponen, entre otros rasgos, «la síntesis», es decir, el trazo de mayor verdad en el viaje espacio-tiempo que, de forma paralela, realiza el tenaz protagonista de El nadador.

Nacido el 27 de mayo de 1912, el presente trabajo es, en el cuadragésimo aniversario del fallecimiento de John Cheever el 18 de junio de 1982, un tributo a su memoria.

Compartir el artículo

stats