De adolescente me enfrenté a la Crónica de la nada hecha pedazos y Naranja. Desde entonces he seguido la obra de Juan Cruz enganchado a su forma de construir lenguaje, de jugar con las palabras, de empujarnos con ellas. Resuenan en sus páginas las enseñanzas del admirado Emilio Lledó cuando recordaba que las palabras liberan o encierran, que el lenguaje sostiene y transmite el mundo de las significaciones, que recoge la experiencia colectiva. Que somos colectividad y lo somos por medio de las palabras. Esta última novela se alza como un nuevo edificio en el que el rigor narrativo se conjuga con ese aspecto lúdico del idioma que Cruz nunca ha abandonado. La primera piedra, el sillar, de la obra de Juan Cruz siempre ha sido la memoria. Volver a ella, al pasado, a lo que fuimos, lo que hicimos, lo que nos hicieron. Textos hermosos como El Territorio de la Memoria o La Foto de los Suecos, son un buen ejemplo de ello. Pero no se trata de una recuperación de nuestro pasado, nostálgico, llorón. Es un análisis crítico de lo que fue y lo que fuimos, descarnado a veces, tierno en otras, pero siempre desde una postura que esquiva la añoranza, que hace a un lado lo de «cualquier tiempo pasado fue mejor». Se aleja, siempre, nuestro autor de aquellos que construyen un ayer que nunca fue sino la visión idílica que ellos tienen. Esos que dicen que antes tal lugar era un hermoso valle de plataneras o tomates e ignoran el esfuerzo diario de los explotados que levantaban y cuidaban esos plátanos y tomates, o que antes de eso era un campo virgen. Esos que olvidan el lado humano, social, de nuestro paisaje.

La reconstrucción del pasado por Juan Cruz es una construcción vívida, real, que se mezcla con los propios recuerdos del lector y que hace que de vez en cuando uno detenga la lectura y diga: Sí, nosotros vivimos cosas parecidas, semejantes, tan crueles unas, tristes o hermosas otras. Pocos autores tienen la facultad de parar al lector y obligarlo a pensar o a masticar una frase como Juan Cruz. Este dominio de la técnica narrativa y su herramienta, el lenguaje, permiten a nuestro escritor fabricar frases tan contundentes como «se llaman concertinas, como música de matar». Frase cruel en sí misma para señalar que la crueldad que usamos para mantener alejado al otro, al migrante, es la misma con la que se mantiene custodiada la propiedad privada, la misma con la que levantamos muros con cristales en lo alto para mantenernos aparte, separados, en nuestro reino de prosperidad, aislados de los vulnerables, los pobres, los otros. Olvidados de que un día fuimos eso mismo nosotros, separados de la propiedad, alejados, migrantes.

Se nos habla de un barrio que puede llamarse la Vera, o San Juan, o Los Riscos, un barrio donde todavía los niños podían jugar en la calle, donde ejercían violencia unos con otros, la violencia aprendida de los adultos, se marginaba al otro, al que no era como del común, cuando todos, de una forma u otra no somos nunca exactamente del común. Un barrio donde el miedo impuesto por los vencedores se describe con una sola frase que lo dice todo: «allí la cobardía era más fuerte que las malas noticias». Un barrio, un pueblo, una ciudad, una isla, donde el terror de los vencedores obliga a la mirada huidiza, a la humillación permanente, al secreto incomprendido y guardado de manera intuitiva, más por miedo que por convicción. Con esa frase entramos en aquella época en la que no se habla de los desaparecidos, los prisioneros, los apaleados de uno y otro sexo. Fantasmas nunca nombrados pero nunca olvidados en una extraña muestra de supervivencia de la memoria, y el lenguaje, siempre controlado por los de arriba, los poderosos, dejaba pocas palabras para los demás, excepto alguna como: «acojonado, una palabra que ya por entonces parecía nuestra». No hay mejor definición del miedo impuesto. Un lugar donde se separa a la gente porque «no es de los nuestros», entendiendo por tales a los que vencieron. Frase de mafiosos, que tiene reminiscencias de Scorsese. Mafiosos fueron los represores, en maneras y actuación. Y Cruz nos lo señala. Volvemos a la diferencia con el otro, al señalamiento con el dedo de Brassens, a la depuración, la persecución… todo lo que tarde o temprano será expuesto en la frase «limpiar lo que nos hicieron». Cinco palabras que resumen lo que algunos llaman memoria histórica y otros simple vindicación histórica de la democracia y de los que lucharon y sufrieron por ella en nuestro país.

Ese barrio donde hay un cine, se juega a la pelota, la televisión aún no es omnipresente, quedan lagartijas para ser cazadas y estanques señalados como peligro inminente. Un barrio de las islas que puede estar en cualquier isla y en el que se usan palabras canarias como tabobo, sin guango, o esa extraña acepción de cariante… palabras que tienen su correspondencia en otros barrios, otras islas, y en las que nos reconocemos. Igual que en ese cariñoso insulto nuestro que es «bobilín», vocablo que tiene la ambivalencia de la conmiseración y el desprecio. Diríase que los canarios insultamos con pena y a la fuerza. Porque no nos queda más remedio. Un barrio que sobrevive en la larga posguerra canaria, la que nos duró hasta la llegada de los primeros turistas, a las Canteras y al Puerto de la Cruz. Y en la que la pobreza era tanta que «entonces hasta la nada era un tesoro», forma sublime encontrada por el autor para describir la carencia perpetua de una sociedad en la que «en ese entonces no había sinónimos en el barrio». Construcciones del lenguaje con el que Cruz fabrica imágenes que visualizan más que cualquier descripción, más que cualquier fotografía en blanco y negro. Con este libro vuelve Juan Cruz a demostrar su amor por el idioma, su dominio de la técnica y su convicción de que las palabras, para decirlo como lo dijo el maestro Lledó, son el único puente de unión entre nosotros.