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Desboscar el imperio

El libro contiene múltiples pasajes que informan del deseo de una pluma estilográfica de convertirse en pincel

Portada de una capítulo de ‘Cartas’ y en ‘El bosque’ de la artista Lena Peñate. La Provincia

Agustín Miranda escribe en sus Cartas de la Guinea: «La lucha contra el bosque es dura». El manuscrito que relata el viaje que emprende a la Guinea colonial en pleno estallido de la Guerra Civil española contiene múltiples pasajes que informan de una atención minuciosa a la palabra, del deseo de una pluma estilográfica de convertirse en pincel. Precisamente, esta habilidad es la que Miranda emplea para participar y avivar la «fantasía imperial», como la denomina Roberto Gil Hernández en el estudio que acompaña a la reedición de la obra. El escritor canario se ubica en la tradición de defensa del ideario expansionista español, por lo que su texto se encontraría en clara filiación con las Cartas de relación de Hernán Cortés o la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Díaz del Castillo. Ahora bien, se instala una sospecha: a pesar del alarde racista, machista, etnocentrista, colonialista de Cartas de la Guinea, la frase con la que arranco este artículo abre una fisura en el discurso imperial, desvelando contradicciones o, al menos, fallas en la pretendida consistencia de dicho pensamiento, esta vez, contextualizado en pleno siglo XX. Entonces, me pregunto: ¿cómo luchar contra el bosque?

Desboscar el imperio

El bosque, en la obra de Agustín Miranda, es el biotopo tropical, son los nativos, los negros, las espiritualidades no cristianas, las culturas africanas. El bosque, en definitiva, es el otro: «Para poner a su servicio las maravillosas fuerzas productivas del suelo, el bosque ha sido el primer enemigo contra el que el hombre blanco ha tenido que luchar». Para construir la metáfora, el autor acude a un elemento natural y así participa de la separación tajante entre ser humano y naturaleza, en la que se ha asentado la episteme colonial y que justifica, de una parte, las agresiones del primero hacia la segunda y, de otra, que ambas entidades se comprendan aisladas entre sí y no integradas. La dominación del paisaje y de la naturaleza queda instaurada. De manera que se legitima la conversión de esta última en materia de producción, su transformación en bien de consumo. La cruzada contra el bosque es bautizada por el escritor como «desboscar»: «Desbosca, hombre blanco, desbosca. El bosque es lo primitivo, lo salvaje, lo oscuro y tenebroso. Tú eres la civilización, la cultura, la luz». El Antropoceno revela la otra cara de este principio de dominación y es que, al demostrarse que el hombre es, por primera vez en la historia geológica, agente destructor de la vida en la Tierra, se declara con ello el fracaso de su empresa: ya no son tan inagotables los recursos, la expansión ansiada encuentra múltiples límites, se manifiesta la vulnerabilidad de las personas. A partir de estos postulados, la lectura que desde hoy se pueda emprender de la Guinea trazada por Miranda, se encuentra irremediablemente sujeta a debate y condicionada por las percepciones del lugar como algo más que territorio de extracción o como espacio a ocupar por una imaginada potencia superior.

Puntualiza el autor: «Por su belleza, su novedad y su carencia de historia, Santa Isabel [Malabo] es como una de estas negritas jóvenes, ataviadas a la europea, que los domingos alternan en los bancos de la iglesia con las europeas de la ciudad y que aquí llaman, con un eufemismo generoso, morenas». Este ejemplo de mimetismo colonial, tal cual lo define Homi Bhabha, revela varias atrocidades. Por un lado, expone uno de los pensamientos más recurrentes en la ideología colonial y es el sentido de terra nullius de aquello que no fuera europeo o, como expresa el propio Miranda, «aquí en la Colonia, en el principio era el bosque». Desde esta óptica, las comunidades guineanas son pueblos sin pasado, indignas de engrosar la Historia. Por otro lado, el discurso de la raza se asienta como un eje vertebrador de las jerarquías coloniales, tal como se aborda ampliamente en el estudio preparado para esta reedición de Cartas de la Guinea. Y, por último, se delata la asociación entre territorio y género, lo cual incluye que se traspasen de uno a otro idénticos parámetros de subordinación respecto al hombre. El escritor lo explica claramente: «Con la misma palabra designamos a nuestro Hernán Cortés y a nuestro Don Juan. Conquistadores ambos de mujeres o de tierras». El Nuevo Mundo era representado en términos femeninos, como dan sobrada cuenta las cartografías y descripciones textuales de las tierras conquistadas en parámetros de fisionomía femenina o aludiendo a su «virginidad». Idénticos parámetros se dirigen a perfilar el Nuevo Mundo africano.

Estas pretendidas distancias, asentadas en el discurso expansionista y etnocéntrico al que se aspira a participar son, paradójicamente, objeto de sospecha. A propósito de este posicionamiento frente a las comunidades nativas, indica Miranda: «Esa sonrisa irónica, incomprensiva, con que el blanco contempla los baleles es la que le ha impedido adentrarse hasta los entresijos del alma negra (...). Es todo un mundo junto al que hemos convivido largamente sin haber intentado siquiera comprenderlo». De modo que el sujeto de escritura participa, sí; defiende, sí; pero también denomina, desnudando con ello las flaquezas del imperio, tal como interpreto en esta apelación al miedo de quien está en la cúspide la jerarquía: «Es el terror de las culturas preagrícolas, de caña y esparto, de ciénaga y lodazal. Es el terror de las culturas hembras, matriarcales».

De manera que Cartas de la Guinea se desmarca ligeramente de los presupuestos de Cortés o de Díaz del Castillo, no porque deje de defender en el ideario imperial español, sino porque destapa, en su lenguaje, sus propias grietas. Las contradicciones y la ironía eventual dejan múltiples huecos en la retórica imperial del autor canario. ¿Qué discurso de defensa del deseo expansionista dejaría en evidencia sus oquedades? ¿Cómo luchar contra el bosque, si no es conservando cierta áurea mística o maravillosa o, al menos, superando su sentido más puramente objetual o extractivo, implacablemente desacralizado? Observar las fragilidades de este discurso no es sólo útil para leer a Miranda en el siglo XXI, sino también para ver las fisuras en quienes, en este mismo siglo, ven la fantasía imperial que defendía el escritor en espejo, entendiendo el velo que la envuelve como la única verdad posible y no como lo que es: una fantasía, la de luchar contra el bosque.

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