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La última voz de los ‘Orígenes’

Con Fina García Marruz, fallecida la semana pasada, se extingue la mítica generación de la letrada Habana previa a la Revolución castrista

Fina García Marruz ALEJANDRO ERNESTO

“Entonces [en mi pubertad] averigüé que, si contemplaba el conjunto de la bahía, el mar era el espacio, pero si me detenía en las aguas que llenaban los arrecifes de la costa, entonces el mar se volvía tiempo”, me dijo Fina García Marruz, en una entrevista de 1998, en la Residencia de Estudiantes de Madrid, cuando participaba en el ciclo Poeta en Residencia, en compañía de su marido, el también emblemático poeta Cintio Vitier. Imposible sintetizar de un modo más íntimo la percepción en el disloque espacio-temporal, que, a decir de Lezama Lima, rige el “sentimiento de lontananza” de los insulares, y que en su célebre Coloquio..., Juan Ramón Jiménez quiso hacer extensible a los habitantes de cualquier localidad costera. Ella fue de las más asiduas anfitrionas de Zenobia Camprubí y su marido, en su larga estancia habanera, y también de María Zambrano, quien, en La Cuba secreta, propinó esta definición insuperable: “La Isla es la patria prenatal”.

Fallecida la semana pasada, a los 99 años (mayor y más longeva que el propio Fidel Castro), era el último protagonista y testigo del letrado hervidero de La Habana del medio siglo, focalizado en la revista Orígenes (1944 – 1956), ese “taller renacentista”, en palabras de su promotor, Lezama Lima, y una de sus escasísimas voces femeninas en una selecta nómina de escritores (Eliseo Diego, Ángel Gaztelu, Octavio Smith, Gastón Baquero, el propio Vitier...).

“Aspiramos a conjurar lo banal y sucesivo con lo geométrico eterno, y lo literario nos era indisociable de la vida”, agregaba. No es de extrañar, por eso mismo, que la nostalgia intimista de su poesía, siempre al rescate de «las palabras que oí como el tesoro que se hunde», derivara de la invocación a su niñez -»Ahora que estamos solos / infancia mía, / hablemos... de lo que tú y yo, / por no tener ya nada, / sabemos»-, a la defensa y salvaguarda de esa aspiración de juventud originaria: “Sostengo las devastadas murallas, las ruinas silenciosas. / Soy lo que no habéis visto y lo que habéis olvidado», como se lee en su emblemático poema «Variaciones sobre el tiempo y el mar».

Nada que ver la actitud de los supervivientes de aquella “ciudad letrada” durante el nuevo Régimen, con la adscripción combativa de un origenista episódico como Roberto Fernández Retamar, fallecido en 2019, que muy pronto sería llamado a convertirse en el culto de cabecera de Fidel, con rocambolescos argumentarios, por ejemplo, de cómo José Martí y los libertadores mambises ya eran castristas desde la cuna, ¡en el siglo XIX! Ni, al otro extremo, con las igual de efusivas conversión y disidencia de Heberto Padilla, que, tras pasar un lustro como corresponsal de Prensa Latina en Moscú, se había erigido en un sismógrafo incómodo, denunciando el advenimiento de un “estalinismo tropical” en toda regla cuando nadie le hacía caso. Conminado a una grotesca palinodia pública (“la autohumillación de un incrédulo”, según Octavio Paz), su famoso Caso Padilla -del que se cumplió medio siglo en abril del año pasado- significó un masivo apartamiento del castrismo de destacados intelectuales de izquierda occidentales.

“La Historia es esa rata que cada noche sube la escalera”, había escrito en Fuera de juego (1968), un poemario que -aun con títulos tan suicidas como “Para escribir en el álbum de un tirano”- se hace con el prestigioso premio de la UNEAC, si bien inmediatamente le será revocado, tildado curiosamente de “antihistórico”.

Frente a las controversias de los poetas civiles, los origenistas habían partido de un ahistoricismo de orientación católica, que lo mismo les había servido para mantener una equidistancia tolerada para con la dictadura de Batista, en un momento álgido de la revista, que para ser -en algunos casos- lentamente asumidos por la de Fidel. Al igual que la homosexualidad, como es sabido, el catolicismo fue en origen reprobado por el ardor guerrero de los barbudos alfa, que no querían que nada ni nadie les eclipsara la primacía de la laicísima trinidad compuesta por Fidel, el Che y Martí. Pero mientras Lezama Lima, que aglutinaba ambos palos, no fue revalidado sino post-mortem, el ferviente, y más joven, matrimonio católico Vitier-García Marruz le daría a la Revolución una calidez eucarística y como de cristianismo de base, con una simbología, por demás, plenamente traducida a la imaginería afrocubana.

Por fortuna, eso no afectó a sus rigurosos versos esenciales, escorados hacia la geometría eterna de que hablaba Marruz, para quien el verdadero objeto de la poesía es la poesía misma. Desde los orígenes hasta el final, abogaban por la supremacía de la imagen atemporal y primigenia sobre el acontecimiento histórico, y la reminiscencia de raíz platónica sobre cualquier contingencia política.

Una poesía que aspira -explicaba Marruz en la entrevista de marras- a “romper lo causal, el encadenamiento de las nadas, por el acto libre que participa de lo absouto”, y que, con trazo sensitivo, sus versos pintan con un peculiar impresionismo, en busca de “las cosas no dañadas por el hombre”.

Como ha escrito ella misma sobre su poética, «coincido con Martí cuando dice que en todo poeta hay siempre un músico y un pintor. Pero yo agregaría que en todo poeta hay también, o sobre todo, un inquiridor de preguntas que no admiten respuestas, sino sólo atrapar, como hace con el paño de la hierba el rocío celeste».

Se trata de atisbar, en cada poema, según el ideario lezamiano, el conejo blanco con un lunar negro que corre sobre la nieve; y a sabiendas de que la verdadera poesía “es lo único que va hasta en auxilio de sus enemigos”.

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