La Provincia - Diario de Las Palmas

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Amalgama

Las puertas de la percepción

Juan Ezequiel Morales

Fue a principios de este milenio que, con un amigo antropólogo, llegado de Tenerife, subimos a la cumbre a visitar al viejo Ezequiel, a los efectos de conocer cuándo habían desaparecido los guirres en Gran Canaria, y por qué. El episodio lo íbamos a cerrar, bajando por la carretera de Cazadores, con el encuentro, en Telde, con un perteneciente a un grupo de practicantes de brujería básica. Cuando íbamos cerca de la Caldera de los Marteles, le conté a mi amigo antropólogo cómo había llegado allí Judith.

Judith era el alias que un sabio escritor de historias de raptos, le había dado, para preservar la identidad, a una enfermera que trabajaba en un hospital cercano a mi entonces oficina. Yo, por la rumorología local, había podido contactar con ella y, en una cafetería cercana, cuyo dueño ya está muerto, me contó sus avatares. Una noche había terminado la guardia en su trabajo y salió rumbo a su casa, que estaba más al sur, a unos veinte minutos en coche, cerca de Telde. En la zona que conocemos por la de la potabilizadora, Judith perdió su recuerdo y, al despertar, se vio al borde de la Caldera de Los Marteles, a pique de caer por la ladera, y a varios kilómetros de distancia de su casa, en dirección a las cumbres. El reloj marcaba varias horas después de su salida del hospital en el que trabajaba. Ese tiempo perdido, evidentemente, además de encontrarse a tanta distancia de su casa, la asustó. Volvió, ya casi de amanecida, a su domicilio y buscando alguna solución, psicológica, psiquiátrica o de otro tipo, hasta que dio con un sanitario, técnico en hipnosis, que la resituó en la hora y el lugar de su íntima desaparición. En todo ese tiempo perdido se vio, en hipnosis, abordada por unos seres extraterrestriales que la raptaron y le hicieron algún tipo de implantación, y así siguió su historia, que no es la que voy a contar aquí, pero que es la que conté a mi amigo antropólogo.

Seguimos bajando por la carretera de Cazadores, rumbo a Telde, donde habíamos quedado con el enlace de aquel grupo de brujos soterrados, en la primera rotonda que encontramos cuando se acaba el trayecto, y he aquí que el coche, un vehículo de alta gama que yo conducía, se queda sin frenos. Se lo advertí a mi compañero, pero tampoco es que él hiciera aspavientos, acostumbrado como estaba a más aventuras exploratorias que las que yo, en aquellos tiempos, tenía. Puse la primera marcha y, como afortunadamente surgió un repecho, el coche se frenó, y pude maniobrar a un lado de la carretera, limpiando el sudor de mi frente provocado por el pavor de caer por uno de los abismos laterales de esa carretera. Llamé a la grúa, dejamos allí el vehículo y alquilé otro más abajo. Aun así, llegamos a tiempo al encuentro con el representante brujeril, que resultó ser uno de los líderes de una red que comenzaba en Santa Lucía, y seguía por Vecindario, Telde, y algún barrio de Las Palmas, incluido La Isleta (en este caso con un brujo transformista).

Las cuestiones de que hablamos llenaban el libro de campo de mi amigo antropólogo, pero son baladíes. Lo único que tengo que advertir es que comencé a sentirme raro, terminamos la reunión, y nos despedimos educadamente. Al llegar a mi casa tuve que ir inmediatamente al servicio, y allí estuve encerrado cuatro horas, hasta las tres de la madrugada, ante la extrañeza de mi compañera, hasta que pude desembarazarme de un problema físico que me encorvó sobre mí mismo hasta extremos dolorosísimos. Restablecido mi equilibrio, al día siguiente me volví a reunir con mi amigo el antropólogo, colgado de su libro de campo, lleno de información, a la que añadió este molesto evento. Entre otras cosas que hablamos, relativas a la brujería antigua canaria, conocedor él también de la cubana, me explicaba cómo, en la época de la conquista de Cuba por los españoles, las brujas canarias eran muy temidas y admiradas por sus habilidades, conforme a la tradición oral.

Es muy conocida, en términos de estudios de la percepción, la historia de los indígenas americanos que, al ver llegar a los españoles en sus barcos, no veían barcos sino algún tipo de nave mitológica, pues no cabía en sus conceptos perceptivos el hecho de que hubiera más allá del océano otros humanos como ellos. Por tanto, no veían los barcos, y es Tompkins, un autor que recoge varios eventos de esa época, quien advierte que, cuando Hernán Cortés llegó a México, en alguno de sus encuentros con los brujos de la sociedad mexica, éstos, llamados «nahualabrijes», a medida en que se acercaban a los conquistadores, iban cambiando de forma, convirtiéndose en animales y otros seres, lo que probablemente podemos señalar que es el mismo efecto de la invisibilidad de los barcos para los indígenas, ante el encuentro de personas sitas en contextos adaptativos a realidades distintas.

Al final quiero terminar con lo que me acaba de contar una amiga informante del sur de Gran Canaria, acerca de una señora de unos casi cien años que vive subiendo por Cercados de Espino, y que le contaba cómo, de muy pequeña, iba desde la presa de Soria a Artenara en busca de víveres, caminando, lo que, en todas las islas, era habitual, como hacía mi propia madre que, con apenas ocho años, atravesaba, en La Palma, desde la zona de Garafía y el Roque de los Muchachos a buscar víveres a Las Tricias, enfrentada a veces con vacas agresivas o rayos de tormenta en la soledad campestre y ante más de cuatro horas caminando sola. El trayecto de Soria a Artenara era casi del doble de tardanza, caminando, y en el mismo, la señora de ahora cerca de cien años pasaba por la casa de una anciana solitaria, a la que, como niña, saludaba efusivamente y con la cual se traía sus conversatorios. Al volver de Artenara, un día, se le hizo demasiado tarde, y estaba sobre aviso de que no debía dejar que le cayera la noche, por lo cual, al volver a pasar por el lugar de la señora solitaria no paró a conversar advirtiéndole de la prisa que tenía para llegar a su hogar antes del anochecer. Fue entonces que la mujer solitaria la miró fija y profundamente, sus ojos le hicieron perder el sentido a la señora de ahora casi cien años y se dio cuenta de que estaba ya en su casa, sin que hubiera transcurrido un tiempo lógico, lento y natural, un tiempo de reloj, como si hubiera atravesado varios kilómetros a través de una grieta donde perdió su capacidad perceptiva.

No sé por qué, pero sí que cuadra en mis sospechas, ligué el tiempo perdido de Judith con éste de la señora de ahora casi cien años.

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