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Anne Bradstreet, la voz de la salvación

La autora de ‘La décima musa nacida tardíamente en América’, una de las figuras más importantes de las letras norteamericanas

Anne Bradstreet.

La opinión que tenemos de Anne Bradstreet es la de una mujer que ha pasado a la historia de la literatura como la primera poeta estadounidense. En su tiempo, solo era la señora Bradstreet, la esposa del gobernador Simon Bradstreet de la colonia de la Bahía de Massachusetts y la madre de ocho de sus hijos. Cuatro siglos después, la autora de La décima musa nacida tardíamente en América está considerada como una de las figuras más importantes de las letras norteamericanas. Nacida con el nombre de Anne Dudley en el distrito de Northampton, uno de los núcleos urbanos con más población fuera de la zona metropolitana de Londres, emigró a la edad de dieciocho años en compañía de su padre y de su esposo al Nuevo Mundo. A bordo del Arbella, el buque insignia de la Flota Winthrop, iba una nueva remesa de los llamados «peregrinos» de Inglaterra. La intención de muchos de aquellos viajeros no era en su conciencia formar parte de la leyenda épica y fundacional de los Estados Unidos, sino huir de la Iglesia de Inglaterra y arribar sanos y salvos en un punto de la costa oriental de América del Norte para unirse de este modo a los primeros colonos que, desde la botadura al agua del Mayflower en 1620, se fueron estableciendo en distintas regiones del noreste y litoral levantino de Massachusetts.

Naufragios, incendios, pantocazos con graves alteraciones en la estructura, fuertes vientos, olas monstruosas y cambios de rumbo por seguridad sugeridos por los oficiales de otros convoyes que cubrían idénticas rutas para disuadir los ataques de piratas y filibusteros entretenían a los intrépidos marineros que conectaban el puerto de Plymouth con Massachusetts Bay Colony durante el reinado de Carlos I de Inglaterra entre 1625 y 1649. Ante todos estos posibles eventos, había siempre un plan de actuación que daba comienzo con el ejemplo del capitán y finalizaba, en casos de peligro para la tripulación, con el despeje de la cubierta. La vida a bordo que de por sí era un duro castigo se equiparaba en cuestiones de espacio a estar en prisión. Para reducir dicho efecto y adentrarse en el mar era preferible escoger un Galeón de cuatro palos al ser éste un buque especialmente diseñado para unir el mundo y aguantar la bravura del Atlántico en un viaje que, en el caso del trayecto de Anne Bradstreet al continente americano, podía prolongarse hasta tres meses.

Una vez en tierra firme, fueran o no aquellas las regiones previamente acordadas por la Corona real británica para su ocupación, la evasión de los hombres puros hacia la Nueva Jerusalén –las Colonias Unidas de Nueva Inglaterra en 1650–, trajo consigo la muerte, el hambre y el frío; también la fundación del país según el Pacto del Mayflower, el festín del Día de Acción de Gracias en memoria de los indios wampanoags y el recuerdo de otros asentamientos ingleses, españoles y franceses que no tuvieron, en las tierras del norte, oportunidad alguna para prosperar bien fuera por la dureza del invierno norteamericano o, simplemente, porque ninguno de aquellos extraños sabía cazar o pescar.

Alejada de su tierra natal, con la vitalidad propia de una joven que acaba de alcanzar la mayoría de edad pero al otro lado del océano, la hija del que fuera posteriormente gobernador de la Compañía de la Bahía de Massachusetts comienza a reconstruir su vida en uno de los periodos más extraordinarios y complejos de su biografía. A diario se enfrentaba a la enfermedad, el sufrimiento y la muerte, a un nuevo código de valores con reglas que no había que obedecer si éstas iban en contra de los mandamientos de Dios. La enseñanza de la lectura como medio para entender la Biblia que los Bradstreet recitaban de memoria centraba su interés en todo aquello que pudiera ser útil para el individuo. A pesar de que el clima moral era claramente hostil a las artes porque, según los sermones de la época, distraían la atención hacia todo aquello que se consideraba útil, la lírica de la primera escritora de la Gran Migración canta a la construcción de los bienes utilitarios, al necesario trabajo de los carpinteros, a la importancia de la cultura evangélica, a la ciudad de Dios, al mejoramiento de las relaciones con los demás y a la vida reformada por la palabra de Dios en una comunidad en la que su innovación social llegó a tomarse como ejemplo para toda Europa.

«En la noche silenciosa en que fui a descansar», escribe con el corazón desolado apenas unos días después del terrible incendio que, el diez de julio de 1666, devastó completamente su hogar, «el dolor que venía no hube de mirar. Un ruido atronador me despertó», continúa intentando contrarrestar con palabras el daño que habita en su interior, «y gritos lastimeros de pavorosa voz. / Aquel temible sonido de fuego y fuego / que ningún hombre sepa fue mi deseo. / Y al levantarme, la luz miré. / Y a mi Dios con el corazón lloré / que me sostuviera en mi aflicción / y no me dejara sin socorro en el dolor».

La autora de Diálogo entre la Vieja y la Nueva Inglaterra era una mujer de carne y hueso. Tanto su padre como su esposo la animaron a estudiar historia, teología, filosofía, literatura e idiomas. En casi todos los hogares del noreste de los Estados Unidos, la Biblia era el único libro. No en el de la familia Bradstreet que, debido al interés de Anne por la poesía, superaban los ochocientos. En «Sobre el incendio de nuestra casa» la hablante no culpa a otros, mucho menos al azar, de su pena y su tortura. Tan solo quiere interpretar de forma real la situación, en este caso, acudiendo, por una parte, a la contención de sus emociones y, por otra, a la representación de su ética algo que, en dicha escritora, se manifiesta, en la mayor parte de los casos, con expresiones de gratitud y proximidad a Dios. «Luego comencé a reprender a mi corazón, y le decía: / ¿Acaso en la tierra tu riqueza residía? / Adiós, riqueza mía; adiós, acopio mío. / El mundo ya no me dejes amar; / mi esperanza y mi tesoro allá arriba están».

Las palabras en la poesía de Anne Bradstreet salen de su corazón. Son verbos de esperanza, seguridad y optimismo. Son promesas y declaraciones que surgen de la lectura de la Biblia. En «Sobre el incendio de nuestra casa», Dios nos corrige: «Bendije la gracia de Dios de dar y quitar», nos dice cómo vivir de una forma agradable a él: «dejó mis bienes en polvo incombusto», y cómo obrar de forma justa en todo momento: «porque era suyo, mío no». En este y otros poemas como A mi querido y amado esposo o Redención desde un ataque de abatimiento, el Señor enseña, alienta y da esperanza: «¿Puede el amor ser terrible, mi Señor? / ¿Y la ternura, ser severa?», se pregunta en el primero de ellos. «Por qué viviría si no es para alabarte?», cuestiona puntualmente en el segundo para, seguidamente, requerir: «Mi vida está oculta en ti. / Oh, Señor, no prolongues mis días / más allá de lo fecunda que pueda ser».

La palabra de Dios, asumida como una simiente incorruptible en la poesía de Anne Bradstreet, genera, a pesar de los golpes, el sacrificio y la dureza de la vida, calma, tranquilidad y sosiego. «Así que no temas, porque yo estoy contigo» escribe el profeta Isaías en el llamado Quinto Evangelio; «no te angusties, porque yo soy tu Dios. Te fortaleceré y te ayudaré con mi diestra victoriosa» (41:10). Atendiendo a la llamada de las Escrituras y al conjunto de libros sagrados que Anne Bradstreet entiende como alianza de Dios con los hombres, su poesía evoluciona de manera constante hacia un alto crecimiento espiritual. En dicho desarrollo distingue que no es solamente ella la que, solis ortus cardine, busca a Dios en clara aceptación de la voluntad puritana, sino Dios mismo el que busca al hombre y hace su alianza con él. «Solo los que confían en el Señor», insiste Isaías, «renovarán sus fuerzas, volarán como las águilas: correrán y no se fatigarán, caminarán y no se cansarán» (40:31).

Nacida el 20 de marzo de 1612, la autora de Meditaciones divinas y ocasionales fallece en Norte de Andover, Massachusetts, el 16 de septiembre de 1672. Su poesía no es tan solo intimista entendida ésta como la sola expresión de sentimientos y representación de asuntos de la vida íntima o familiar. Consciente de su formación, de las influencias que pudiera haber recibido de Edmund Spenser, Philip Sidney, Guillaume du Bartas…, y de la construcción religiosa de su alma, la realidad lírica de Anne Bradstreet es la de una mujer cuya percepción de la vida gira en torno a la esfera del yo. El fuego, la familia, los hijos, la casa, los libros…, todo tiene sentido si la aceptación de los hechos, según Descartes en la cuarta parte del Discurso del Método (1637), surge del conocimiento de las propias ideas. «Era absolutamente necesario que hubiese algún otro ser más perfecto de quien yo dependiese y de quien hubiese adquirido todo cuanto yo poseía», escribe el filósofo francés para referirse a la presencia de Dios como causa de su ser imperfecto, «pues si yo fuera solo o independiente de cualquier otro ser hubiera podido ser yo infinito, eterno, inmutable, omnisciente, omnipotente y, en fin, poseer todas las perfecciones que podía advertir en Dios».

La obra de Anne Bradstreet, extensa y ampliamente revisada en ediciones confeccionadas en Inglaterra y los Estados Unidos, permanece inédita, al menos de manera contrastada, en el mundo hispanoamericano. En el cuadringentésimo décimo aniversario de su nacimiento el 20 marzo de 1612 como se ha dicho, el presente trabajo es un tributo a su memoria.

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