Es grande, y parece fuerte Sergio Ramírez, pero miras a sus ojos melancólicos, graves, y te dan ganas de abrazarlo, de ofrecerle tu casa o la alegría. Ahora vive en Madrid, en una casa provisional que parece fija, porque el régimen de Daniel Ortega, del que fue vicepresidente en la Nicaragua de la revolución que depuso al dictador Somoza, se volvió hace años también una dictadura que ha enviado a las tinieblas del exilio a mucha gente como este escritor que tiene el estilo pausado de quien estuviera componiendo música además de juntar palabras. Otros compañeros de Sergio Ramírez viven igual ostracismo o incluso la cárcel, los han despojado de la casa.

Este símbolo mayor de sus vidas, pues el exilio es una herida que se parece a las heridas de sangre, es metáfora también en la literatura de este nicaragüense que hace diez años publicó, en su libro de cuentos Flores oscuras (Alfaguara), un relato que parece premonitorio de esta soledad a la que tanto a él como a su mujer, Tulita, los ha mandado el dictador Ortega. Ese cuento, No me vayan a haber dejado solo, que parte de un verso de César Vallejo, es un latigazo de emoción: un hombre vuelve a su casa y allí halla que ya nada de lo que fue suyo, ni la gente, está esperándolo. A partir de ese cuento surge esta entrevista. Sergio respondió siempre como si estuviera mirando al infinito. Este cinco de agosto, por cierto, cumple 80 años.

P. Después de su cuento No me vayan a haber dejado solo, ¿cuántas veces ha tenido ganas de contar su infancia?

R. Muchas veces. La memoria siempre tiende a alterar la realidad, pero a pesar de eso siempre es un ejercicio atractivo. Yo creo que el pueblo donde uno nació y donde vivió su infancia, uno lo rememora y también lo reinventa. Siempre está en la memoria. Y fíjate que ahora ya no recuerdo secuencias, sino fotos fijas. Lo que me queda son fotos fijas de mi infancia. Esa infancia que, con los años, se vuelve un país extranjero al que uno siempre quiere volver. Yo tuve una niñez muy doméstica. Mi padre era católico y mi madre evangélica y hubo un litigio por esa diferencia religiosa cuando iban a casarse. En esa época eso era algo importante: ¿un católico casándose con una protestante?, qué barbaridad. Pues bueno, mi padre y mi madre lo superaron y luego ninguno impuso sus creencias a sus hijos. Mi padre vivía haciendo bromas y mi madre era más seria. Y yo me movía en ese mundo, como un niño haciéndome partícipe de una y otra cosa.

P. ¿El niño que fue sigue llamándole?

R. Sí. Con una voz lejana, pero ahí está. Sigue llamándome. Me da paz, quietud. La infancia parece no tener dolor, ser feliz. No es así, pero eso nos parece y por eso nos gusta volver a ella.

P. ¿Qué colores tienen sus recuerdos?

R. Son blanco y negro. Y las imágenes en esos colores me han fascinado siempre, porque tienen más relieve. Son más nítidas. También tienen el color de la arena volcánica. Siempre me recuerdo caminando por la calle que lleva a mi casa, que desciende, y en la que uno puede ver por encima de los tejados un volcán. De hecho, casi puedo concebir que el volcán está en el patio de mi casa. Cuando yo era niño, ese volcán retumbaba a media noche y yo lo escuchaba sobrecogido. Es que vivir casi en la falda de un volcán es una experiencia inigualable

P. ¿Qué fue lo más feliz de su infancia?

R. Comer en familia. Nos distribuíamos en la mesa como si así quedara claro que uno tenía un lugar en la vida. Esa casa de Masatepe se la quedó mi hermana y luego murió y ahora es de mis sobrinas. Cuando iba a Masatepe siempre iba a almorzar a esa casa. Volví mientras pude, claro.

P. Y ahora que está lejos, ¿cómo vuelve?

R. La memoria no es cinética, sino de fotos fijas. Y ahora sólo recuerdo fragmentos, imágenes… Me veo caminando hacia mi casa, con el volcán detrás de casa. Aunque, fíjate que yo siempre recuerdo que me parecía que el volcán estaba en el patio de mi casa. Era una ilusión óptica, claro. Recuerdo la arquitectura de la casa, cómo la construyó mi padre…

Algunos compañeros fueron asesinados, tan jóvenes, en las primeras protestas contra Somoza [...] Enfrentarse con la muerte a los 17 años es una cosa muy trascendental. Porque a esa edad uno no está pensando en la muerte"

P. Luego ha tenido otras casas.

R. Sí. De Masatepe pasé a vivir a León, en un cuarto de estudiantes. Un cuarto infame, sin ventilación, con un calor de 35 grados, con un colchón lleno de polvo… Fue un cambio muy radical, de un pueblo a una gran ciudad. Salí y supe que yo ya no volvería. Iba a visitar a mis padres, claro. Pero una cosa es hacer visitas y otra cosa es vivir ahí. Realmente nunca volví porque después me fui a Costa Rica, luego me instalé en Managua y ya nunca regresé. Pero tengo grandes recuerdos de esa etapa. Viví ahí de los 16 a los 21. Salí de allí para casarme. Mis compañeros de ahí, pues… casi todos ya están muertos. Algunos fueron asesinados, tan jóvenes, en las primeras protestas contra Somoza. Lo que viví ahí me ha dejado una huella inolvidable. Enfrentarse con la muerte a los 17 años es una cosa muy trascendental. Porque a esa edad uno no está pensando en la muerte. A partir de entonces uno empieza a vivir con esos muertos a cuestas. Jamás he olvidado a esos compañeros asesinados aquella vez. Jamás he olvidado, tampoco, que pude haber sido yo el muerto.

P. ¿Y sus otras casas?

R. Cuando volví a Nicaragua, yo no tenía casa propia. En Costa Rica tampoco, y eso que no era difícil comprar una casa ahí. Será que yo quería volver a Nicaragua. Bueno, al volver estuve tres meses en un hotel y luego viví 10 años en la que fue la casa vicepresidencial. Le tomé afecto a esa casa, pero no fue algo definitivo. Tal vez a los árboles sí. Yo tengo un texto que se llama El chilamate, que es un árbol enorme y muy invasivo. Ese árbol estaba en esa casa y me sentía muy protegido por él. Un día pasé por esa casa, estaba abandonada y con las raíces del árbol por todas partes, como si con eso demostrara su rencor por haberlo abandonado.

Ramírez, el día de la entrevista en Madrid. CÉZARO DE LUCA

P. ¿Y ahora cuál es su casa?

R. Mi casa es la que está cerrada en Managua, donde viví menos de dos años. La hizo mi hija, muy hermosa, dos pisos… Pero lo que más me gustaba era mi biblioteca. Yo me encerraba a trabajar ahí muy a gusto, con mucha luz… Pero lo único que llegué a escribir ahí fue mi novela Tongolele no sabía bailar. Después tuve que salir de Nicaragua. Nunca antes había tenido una casa en propiedad y… mira ahora: vivo en el exilio. Intento soportar esta realidad, no es lo que quisiera pero sé que tengo que sacarle el mejor partido. Para mí es difícil vivir en un piso, porque yo he vivido siempre en campo abierto, rodeado por naturaleza, con un patio… Pero me levanto sin angustia. Me siento tranquilo en este país. A veces me preocupo más por mi mujer, porque para ella está siendo más difícil. No es que yo me haga el valiente, lo asumo y ya está.

P. Ese es el país que habita.

R. Sí. Pero me siento protegido en España. Libre también. Y eso es importante en esta etapa de mi vida.

P. Porque Nicaragua, en cambio, es lo contrario a la libertad.

R. Sí. Es una herida muy profunda. Sobre todo porque la situación empeora día tras día. Cierran la Academia de la Lengua, expulsan a las monjas de la Madre Teresa de Calcuta… Yo me siento impotente en la empresa de recuperar el país. Sólo puedo alzar mi voz, clamar contra el abismo.

El cambio en Colombia y en Chile me llena de esperanza. Ha llegado al poder una izquierda responsable. Nicaragua, en cambio, está totalmente al margen de algo así. Tiene un régimen retrógrado, de ideas obsoletas y delirantes"

P. Esa América a la que pertenece Nicaragua está llena de cambios. ¿Qué papel tiene su país en eso?

R. Uno muy marginal. A mí el cambio en Colombia y en Chile me llena de esperanza. Me parece que ha llegado al poder una izquierda responsable. Nicaragua, en cambio, está totalmente al margen de algo así. Tiene un régimen retrógrado, de ideas obsoletas y delirantes. Pero América Latina, en general, avanza hacia la consolidación de la democracia.

P. En Adiós muchachos, el libro que escribió tras dejar la política, no hay rencor. ¿Podría escribir ese libro hoy, con la misma tesitura?

R. Intentaría hacerlo con el mismo tono, pero en el marco de la nueva realidad. En ese libro le di el beneficio de la duda a Ortega. La improvisación de los primeros momentos era muy honesta, era querer resolver los problemas. Pero después la ideología va cayendo como una losa. Otra vez “primero la ideología, compañeros”. Eso lo encorseta todo y eso le va quitando amor a la gente. Al final, la ideología se estratificó y no pudo evolucionar y no pudo leer la realidad, porque sólo se leyó a sí misma. Y eso fue una gran tragedia. Entonces, ahora tal vez no podría escribir ese libro igual. Ahora la deriva dictatorial es brutal. Y en un nuevo libro no podría ignorar eso.

P. Ortega aparece en la historia como un compañero de pupitre, suyo y de otros tantos. ¿Por qué él ha reaccionado con odio hacia sus compañeros de lucha?

R. Entre nosotros había camaradería, bromas… No sé si amistad a fondo, porque un amigo es el que le cuenta sus penas al otro y yo nunca le conté mis penas a Daniel Ortega ni él me contó las suyas. Él tenía su vida y yo la mía. Yo vivía más horas en la casa de gobierno que en mi propia casa. Los niños estaban a cargo de mi mujer y yo estaba intentando cambiar al país. Yo creo que ahora sigue instalado en una vieja ideología, porque él cree que encarna todo eso. Porque piensa que él y sólo él tiene la razón y que, por eso, él es insustituible. Así, el poder no tiene límites.

P. Muchos de sus compañeros piensan lo mismo. Algunos han podido huir, otros han sido reprimidos en Nicaragua.

R. Tengo amigos muy queridos que están presos, sí. De muy distintas ideologías. De todos los colores políticos. Gente valiente que se quedó en su casa esperando a que fueran a detenerlos. Unos presos en la cárcel y otros presos en su casa o su ciudad, porque no pueden salir de Nicaragua. Yo creo que los mejores se fueron conmigo. Los mejores nos fuimos juntos y no se quedaron los mejores. De Ortega se alejaron Dora María Téllez, Hugo Torres, Luis Carrión… Todo el que tenía algo que aportar se fue. Por lo tanto yo siento que estoy en donde debo de estar.

Los primeros momentos después de la Revolución fueron felices. Me recuerdo metido en mi despacho, con gente muy humilde preguntando cómo organizarse. Yo mismo tomaba notas de lo que escuchaba, me fascinaba oírlos"

P. Pero en la Revolución, o inmediatamente después, ¿hubo ratos de felicidad?

R. Sí. Los primeros momentos después de la Revolución. Me recuerdo metido en mi despacho, como miembro de la Junta de Gobierno, con gente muy humilde preguntando cómo organizarse ahora que ya no estaban los somocistas. Yo mismo tomaba notas de lo que escuchaba, me fascinaba oírlos. Quizás por la ilusión que tenían. Después ya hubo alguien que tomaba notas por mí y me daba resúmenes. O sea: se perdió el contacto directo con la gente, algo que a mí me daba mucha felicidad.

P. ¿Y cuál fue el peor momento?

R. Pues… cuando mi hijo se fue al servicio militar, a un campamento de entrenamiento, y mi mujer iba todos los fines de semana a visitarlo. Llegó el momento en que le dijeron que ya no tenía que ir porque el pelotón iba a partir. Y en ese momento sentí miedo de que me lo fueran a matar en la lucha armada.

Sergio Ramírez, junto a Daniel Ortega en la época de la Revolución Sandinista. Archivo

P. En su cuento dice que su padre hacía de todo una fiesta.

R. Sí. Así es como yo lo recuerdo. Mi madre era muy rígida, nos imponía disciplina y veía a mi padre como un irresponsable. Él tenía mucho sentido del humor y era muy fiestero. Era presidente del Club de Leones y, si inauguraban un quiosco, por ejemplo, sacaba a mi madre a bailar delante de todos y… eso para mi madre era una angustia. A ella no le gustaba exhibirse en público. Mi padre se reía y ella se quedaba enojada.

P. Ahora usted es el padre.

R. Sí. Me siento muy orgulloso de serlo. Me siento muy orgulloso de mis hijos. Y de mis sobrinos también. Hace poco recibí la carta de un sobrino que está en Estados Unidos, que es pediatra. Es muy bonita porque recuerda cuando yo le corregí un discurso y le dije que lo leyera con aplomo. Y él hace ahora un análisis de la palabra aplomo para vivir la vida. Su vida, la mía, la de todos, ¿no?

P. La madre ahora es Tulita.

R. Sí. Es la que ha soportado todo el edificio familiar, incluso en las circunstancias más duras. Cuando me fui en el 78, la dejé sola con los hijos, sin nada… y salió adelante mientras yo hacía vida clandestina en Costa Rica.

P. ¿Cómo ha vencido la tentación de politizar su escritura?

R. Nunca me he sentido como un político. Siempre he visto todo como un escritor y siempre he creído en la literatura. Y la literatura no es un arma, no dispara. La literatura sirve para despertar una pasión crítica.

P. ¿Cómo eran los escritores con los que usted se encontró y lo adoptaron como hermano menor: Gabriel García Márquez, Tomás Eloy Martínez...?

R. Eran gente muy diversa. Quizá, de todos ellos, tuve más intimidad con Tomás Eloy. Nos contábamos nuestras penas. El accidente de su mujer, su cáncer… todo eso me contaba. Gabo era el padre literario y, al principio, me cohibía. Pero luego entendí sus mecanismos. De toda esa generación de escritores yo aprendí mucho.

P. Ahora la literatura hispanoamericana ya no es sólo el boom.R. El boom fue la llave que abrió una compuerta por la cual ha pasado mucha gente. Unos mejores que otros, pero ahora y desde hace tiempo hay un reverdecimiento constante de la literatura latinoamericana.