La Provincia - Diario de Las Palmas

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Diarios del desamor y la salvación

‘Duérmete, cuerpo mordido’ es una recreación autobiográfica que se permite todas las licencias de la ficción para cohesionar una estética

Rafael-José Díaz.

En las paredes de todas las casas está escrita, con la indetectable por los sentidos tinta de la memoria, la crónica de la cotidianidad. Cada instante, en el lugar donde sucedió, se registra y ahí permanece, legible solo para los que allí fueron receptores de caricias y desaires, pasiones y desengaños, esperanzas y desesperos… Cada hogar es un libro de páginas blancas que comienza a componerse el primer día de habitación y que, jornada a jornada, aumenta su volumen con cada anotación. Techos hay que, por su abultada magnitud, equivalen a enciclopedias y suelos no faltan cuyas dimensiones apenas alcanzan las de un opúsculo. Tanto en unos como en otros, y en los de tamaño intermedio, lo que viene a quedar cuando llega el cierre por mudanza es una suerte de antología de los momentos, una compilación que formará parte del equipaje que se portará hasta la siguiente morada. En este florilegio, se asientan las vivencias significativas que, de un modo arbitrario, terminarán siendo objeto de una clasificación para que sea más fácil su remembranza. Así, cuando la etiqueta «infancia» llegue a la conversación, la memoria seleccionará de entre las páginas conservadas los instantes afines al lema; y lo mismo ocurre si se habla de empleo, o del fregadero, o de murmuraciones vecinales… o del desamor, por ejemplo, como sucede en esta hermosa y embelesadora obra de Rafael-José Díaz que me apetece proponerte: Duérmete, cuerpo mordido (Mercurio Editorial, 2022).

Poco más de dos décadas han hecho falta para dejar atrás las estancias de lo que fue un largo periplo que empujó al poeta a recalar y atracar en los embarcaderos donde tuvo que mercadear consigo mismo sobre la contradicción de los sentimientos; la asimilación y, a la vez, el rechazo; la introspección y, más libre, la exteriorización o formalización del discurso, la compartición… y así hasta llegar a la creación y, para el caso que nos ocupa, la recreación, el estadio en el que todo se muestra por fortuna depurado y, en consecuencia, con el nivel de precisión expresiva y emotiva que da la distancia. Puertos viscerales, emocionales y mentales, por este orden, se recogen en esta odisea del desamor en tres movimientos cuyo destino, en el fondo, solo podía ser la salvación a través de la mudanza; la consecución de esa anhelada calma tras la cruenta tormenta, de esa paz que da el sentir que las ligaduras de los demonios se han aflojado y que lo inevitable, en el fondo, era y es lo deseable para poder acceder a esa verdadera vida que, parafraseando al autor, «está siempre en otra parte» y no necesariamente lejos.

Doce años después, miramos atrás y vemos la tortuosa trayectoria de soledades impresa en las paredes de tres casas que, quizás, nunca se ganaron la consideración de hogares; tres espacios que, con el tiempo, transmutaron en una serie de mapas, crónicas y cavilaciones viajeras que, por sus desmedidas condiciones, jamás fue posible transcribir al detalle. De ahí esta selección de fragmentos, como los identifica el poeta; estos restos del naufragio pulidos con exquisitez –en buena medida gracias a la lejanía espacial y temporal– que, en la voluntad poética de Rafael-José y en las voces narrativas que asumen su portavocía, dan paso a un relato que conviene considerar ajeno a la verdad en sentido estricto, aunque el fundamento de su escritura pueda situarse en experiencias vitales contrastadas. Este mosaico de instantes agrupados bajo un acertadísimo título que apela al insomnio, a sueños y pesadillas, a falta de descanso, a imágenes que asaltan y trituran la paz –Duérmete, cuerpo mordido– no es una autobiografía, sino una recreación de naturaleza autobiográfica que se permite todas las licencias de la ficción para que el discurso cohesione el propósito estético que da sentido a su razón de ser.

La esencia de diario no viene determinada por la datación de las piezas, inexistente; sino por la expresión cronológica que acompaña a cada una de las tres partes («movimientos» las he denominado hace ya varios renglones) en las que se distribuyen los 183 textos que componen la obra: la primera, titulada De un cuaderno casi desaparecido (cuarenta y cinco párrafos) y publicada en abril de 2011, en el blog del autor –Travesías–, señala mayo-junio de 2008; la segunda, El interior del párpado (noventa composiciones), que vio la luz en la editorial ATTK como libro digital en 2014, abarca el periodo de octubre de 2008 y febrero de 2009; y la inédita tercera parte, Las llaves del amanecer (cuarenta y ocho escritos), septiembre de 2009 y marzo de 2010.

Como puede comprobarse, todo cuanto se nos muestra es lejano en el tiempo. Esta notable distancia entre la experiencia y la creación, por un lado, y la composición y difusión, por el otro, más la remembranza reconstructiva que implica el libro que nos convoca, es determinante para el resultado final del producto, pues mitiga, con respecto al primer bloque, la intensidad de esta «escritura temblorosa» que, para su desahogo, se compuso «en el meollo mismo de la emoción, en el interior de un vendaval al que no supe responder de otro modo», como apunta en un remoto comentario de abril de 2011; relativiza los olvidos que se invocan y las estrecheces físicas y mentales del espacio donde se desarrolla el segundo apartado; y condiciona la imagen que nos queda de ese nuevo «yo» que, en la última parte del libro, erige de sus propias cenizas y que, en su búsqueda de las llaves del amanecer –o sea, del renacimiento de otro día–, se ha transformado en un individuo envuelto en una incesante actividad.

En cada instante de escritura rupestre, ¿quién habita en los muros de las fortalezas? ¿En qué lugar del interior del párpado –contemplado el fenómeno, luego expelido– se halla el eco? Nos dice el recitador que P., el ser que fuera amado, era al principio el que siempre hablaba y él callaba. Cuando llegó el silencio entre ambos, fue solo la voz del enmudecido la que empezó a brotar para que de los ramajes de sus necesidades comenzara el proceso más arduo del desamor, el de la asimilación del nuevo estado, que se vertebrará a partir de las mismas matraquillas que a todos nos asaltan en situaciones similares: por un lado, infinitos conteos sobre tiempos que hace que, veces que hace que, etc.; y, por el otro, un conjunto abigarrado de preguntas y conjeturas que nos conducen por las sendas de narraciones que tan pronto adquieren un matiz de justificación (la pasión recibida frente al amor dado [pz. 30], los hábitos acartonados que expone la 44…) como de inculpación: el sentimiento de suciedad que inunda al relator cuando decide no entrar en un edénico parque «para no manchar con oscuridad esa excepción de luz» [pz. 22].

En las páginas de la calle Madera, el diario rezuma desazones y recuerdos, e incertidumbres envueltas en vacuas esperanzas. Todo se muestra de un modo muy ligero, instantáneo, rápido… Son haces expresivos cuya función original fue la del alivio de penas; ráfagas que han llegado hasta este libro como revelaciones de un estado pasajero –duro, trágico incluso, pero transitorio– en el que se cimentó un yo diferente, con otra sonoridad y otro soporte sobre el que escribirse a partir de su condición de sufridor y, al mismo tiempo, de superviviente que necesitó de una mudanza para cerrar el cuaderno de su primera estancia madrileña.

«Piso interior, oscuro, minúsculo, opresivo, pero silencioso…». Así nos describe el nuevo lugar en la nota preliminar y es así, de algún modo, como se siente el poeta y como llega a situarse bajo un techo diferente, sabedor de que la suya es una existencia vacía y anodina. Lentamente, se transformará; será consciente cada vez más, como afirma en la 80, que «no elegimos obsesionarnos, y mucho menos con qué habremos de hacerlo». Quien mapea las horas en el piso de la calle La Palma, atento a los matices que poseen las palabras, descubre la blancura de las paredes –libres del registro en ellas de cualquier halo de P.– y, sobre todo, sus cualidades disipadoras de negruras. Ahora es él, el protagonista, el dueño absoluto de esa escritura inédita que saldrá de su estancia y cohabitación consigo mismo en el nuevo espacio del barrio de Malasaña.

Aunque al principio le cuesta porque no logra evitar los ofuscamientos que de un modo involuntario pujan por exteriorizarse ni las imágenes del pasado, consigue ir librándose poco a poco del lastre que ha venido arrastrando y que lo atenaza asumiendo y exponiendo, por un lado, una visión fría, aséptica, sin emoción y sin cortapisas del ser que fuera amado; y, por el otro, un modo de vida en el que la sempiterna soledad se contrarresta con la turbulencia de los excesos, en una suerte de vitalidad desbocada que acaba acrecentando la sensación de aislamiento.

En la calle José Calvo, la tercera estancia, culmina el proceso de liberación de las ataduras. El corazón de siempre, solitario y agrietado, cede la voz a las múltiples personas verbales que acogen a los yoes de su intelecto. Narradores y narratarios –los mismos en esta particular dialógica relación de monólogos– se dan cita en las verticales páginas de la última morada madrileña, la del barrio de Berruguete y todos, hecha la purga e iluminado el destino, se unen con un único propósito: dar con un nuevo día diferente a los anteriores, hallar las llaves que permitan abrir las puertas de un amanecer distinto.

Para ello, el lenguaje debe asumir el control de las sensaciones y, en consecuencia, de los mismos procesos cognitivos con los que va asimilándose el reciente estado. Los residuos del pasado en esta mística depuración se han convertido en materia literaria y se unen a un discurso que se vuelve cada vez más elaborado, como si el verbo alentara las nuevas rutas por las que transitan los pensamientos del recitador: la sintaxis se acompleja, las ideas se concatenan, la simple exposición que se detecta en las dos primeras partes aquí se transforma en una honda reflexión donde las nociones y los conceptos se entrelazan en estructuras lingüísticas extensas y llenas de requiebros. La longitud de los escritos es mayor. La presencia de rayas ortográficas (—) multiplica el efecto de juicios que se agolpan, de aclaraciones y puntualizaciones que no pueden dejar de enunciarse y que han de buscar un lugar en esta fascinante exposición sobre el cambio y la asunción de un hoy que se espera sea más consistente que ese ayer que se va quedando atrás con cada renglón, párrafo, pieza…:

La unión mística con el yo es transitoria. En principio, dura hasta que los pesares del desamor se han diluido de un modo definitivo y del naufragio solo nos queda la selección de cultivos que el poeta cosecha, procesa y distribuye en las 183 piezas que compone este libro. El final de la infausta travesía debería transmitir nociones como las del júbilo o la felicidad, pero no es así. Las alegrías escasean; apenas son briznas que, debido a su dispersión, desaparecen incluso al poco de haber hecho acto de presencia. El último poema en prosa, el 183, declara en el fondo la inconclusión del proceso: «Haz un esfuerzo, encuentra las llaves del amanecer». Todavía queda un camino por recorrer. Lo que fue una vía por donde hallar un cauce para el olvido de un amor desbaratado, se acabó convirtiendo en una conversión mucho más amplia, compleja y trascendente que, quizás, no ha terminado.

No descarto que sea la percepción de esta continuidad la que consigue que, al final del libro, no logre desprenderme de la sensación de que, en el fondo, en todas las páginas de Duérmete, cuerpo mordido, sea la tristeza la esencia principal de esa mirada panorámica del pasado antes señalada. Aflige advertir la hondura de una confesión como esta: «me dije que lo realmente importante era ese intervalo entre lo exterior y lo interior, lo que había ocurrido allí mismo mientras yo estaba fuera, es decir, nada» [pz. 181]. En esa nada, situada quizás en ese interior del párpado ya mentado, se abre un hueco para todo lo posible (encontrar las llaves del amanecer, por ejemplo), aunque se tenga claro que, entre recreaciones y reescrituras, hay un amplio margen para lo improbable. Nada es tan desolador como el vacío y, a la vez, en las formas poéticas de Rafael-José Díaz, nada es al mismo tiempo más bello.

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