La Provincia - Diario de Las Palmas

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Puertofranquismo narrativo

La fábula de Francisco Juan Quevedo se desarrolla en una etapa en la que Canarias se deshace de los corsés del capitalismo peninsular

La calle Triana en los años sesenta.

Ni novela blanca ni novela negra, ni de cualquier otro cromatismo, Francisco Juan Quevedo ha escrito una novela como la copa de un pino dándole la vuelta al título de la segunda entrega narrativa de Carmen Laforet, aparecida en 1952: La isla y los demonios. Ese título bien pudiera sustituir al de El teatro en medio del océano, finalista del último Premio Nadal y editada con rigor por Destino este año de 2022.

Hablo de puertofranquismo narrativo porque la fábula de Quevedo se desarrolla en un periodo económico de las Islas Canarias en el que el archipiélago se deshace de los corsés impuestos por las fuerzas del capitalismo peninsular, que habían hundido nuestro sistema económico entre 1820 y 1850 a través de retirarnos el régimen de excepciones fiscales que habíamos disfrutado desde la Conquista e imponiendo altos aranceles a las mercancías extranjeras para así reservar el mercado insular para los intereses peninsulares.

Esta situación fue resuelta por el primer decreto del mes de julio de 1852 que declaraba a las islas puertos francos y abría nuestra economía a un Atlántico de gran apogeo comercial.

En ese periodo nace en Las Palmas de Gran Canaria el gran protagonista de la novela de Quevedo: Feliciano Silva Urrutia, más tarde apodado el Guirre, que aprovechará para sus negocios el esplendor de las transacciones en auge del puerto de Las Palmas, un puerto de La Luz catapultado sin duda por la influencia política de Fernando León y Castillo, ministro de Ultramar y de Gobernación durante el reinado de Alfonso XII y de la regencia de María Cristina.

En ese ámbito de crecimiento económico y de influencia transinsular, Feliciano Silva va a desarrollar una vida de inspiración imperial, donde el crimen no está ausente de sus agitadas agendas. Su ambición no tiene límites y se constituye en un desafío permanente a la burguesía próspera de aquellas décadas en las que se estrena el Teatro Tirso de Molina, luego rebautizado como Pérez Galdós, se inaugura el Hotel Santa Catalina, crece Ciudad Jardín, se conecta la ciudad con el puerto a través del tranvía, crece todo, Las Palmas de Gran Canaria se vuelve la gran ciudad atlántica que estaba anunciada desde hacía algunos siglos.

Feliciano Silva, el Guirre, es el héroe demoniaco de esa escalada económica, social y cultural. Su afán de enriquecimiento va paralelo a su maldad y a los medios mafiosos para engrandecer su fortuna y su poderío político y cívico. Nada se le pone por delante, ni siquiera su decisión de emparentar con la burguesía que combate, lo que supondrá su matrimonio con María de la Caridad Ortiz Manrique, la hija del armador rival de Feliciano Silva que cae en sus redes por sus debilidades de jugador sin tino.

El fortin desde el que empieza a operar el Guirre es un cabaret y sala de juego llamado el Berlín, cercano al espigón del muelle de San Telmo, desde donde extenderá su dominio sobre todas las estructuras portuarias, incluido, cómo no, el estraperlo y sus derivados.

El teatro en medio del océano, es el ascenso espectacular y la caída no menos dolorosa de Feliciano Silva, todo ello bajo la influencia de los grandes acontecimientos de las islas y del mundo entero, desde los reinados, regencias y dictaduras españolas, pasando por la independencia de Cuba, que tantos beneficios reportará al contrabandista grancanario, hasta la Primera Guerra Mundial, cuyas repercusiones en Gran Canaria decidirán el fin de Feliciano Silva y de su imperio, un imperio ya malherido que, sin embargo, el autor Francisco Juan Quevedo deja en manos de la aguerrida hija de Silva, Ernestina, ya conocida como la Guirra, quien da sus primeros pasos en la gestión de la debilitada empresa paterna con parecidos rasgos delictivos que su progenitor, aunque ahí la novela ya acaba.

El teatro en medio del océano se lee de un tirón, su hilo argumental no decae en sus trescientas sesenta y tres páginas, los personajes que van aflorando se perfilan con maestría: el guardia civil trocado en sicario de Silva, Almanegra; el discreto abogado sevillano Casiano Ballesta, blanqueador de los negros manejos de Silva; la prostituta irlandesa que se convertirá en la amante eterna de Silva, la pelirroja y sensual Ofelia O’Higgins; el embrujado prestamista Exuperancio Arenal y su madre espectral doña Perpetua; las autoridades locales de todo rango compradas con descaro por Feliciano Silva; la personalidad destacada de la citada Ernestina Silva, y el sufrimiento de su madre durante su convivencia imposible con el frenético esposo; el atildado obispo de la diócesis don Constantino Illescas Rubio, convertido también en una de las víctimas del desenfreno de Silva; el leal profesor don Nicanor Cardoso, tan cerca siempre de Silva a pesar de corregir sus pasos sin suerte… Todos los personajes de la novela quedan perfectamente delineados y terminan por sernos familiares sin mayores esfuerzos lectores, están ahí, viviendo y combatiendo contra el mundo.

Igual logro consigue Quevedo con sus descripciones, con la construcción del teatro Pérez Galdós como referencia insistente y simbólica. Feliciano Silva será un asiduo habitual de sus funciones como enamorado de la ópera que lleva su melomanía a extremos inconcebibles, como el de convocar a Caruso para celebrar, solo acompañado de su hija, el decimoctavo cumpleaños de Ernestina, celebración que derivará en el incendio y destrucción de ese teatro en medio del océano. Acudimos al crecimiento y florecimiento de una ciudad que Quevedo recorre como un topo y como un águila, el puerto, como privilegio caído del cielo, Vegueta, Triana, Las Alcaravaneras, Los Arenales, la Ciudad Jardín de Miguel Martín Fernández de la Torre, Monte Lentiscal, el sur aún en ciernes de la isla. También los lugares más frecuentados por los personajes, el Berlín, como centro de operaciones, El Silencio, el hogar siniestro de Feliciano Silva, el patio de la casa del usurero Exuperancio Arenal, una casa situada en Triana esquina a Travieso, y un patio casi convertido en jungla, donde habitan árboles, pájaros, pirañas en un estanque, exotismos traídos de una Venezuela bruja, espacio que contempla los préstamos que impulsarán las andanzas de Silva y que al final se convertirá en cenizas en una arreglo de cuentas del empresario contrariado. La floristería El Jardín de la Alameda, donde oficia don Federico, el finlandés Fredrik Virtanen, un seguidor de Humboldt que queda apresado en Gran Canaria debido a sus percances de salud.

Como había dejado escrito Francisco Juan Quevedo en una monografía sobre La isla y los demonios, de Laforet, refiriéndose a la narración de dicha autora, también El teatro en medio del océano, «es, entre otras muchas cosas, una forma literaria de conocimiento del espacio insular para el foráneo, pero también de reconocimiento para los isleños».

Y como dijimos al principio, ni una novela blanca ni una novela negra, ni de cualquier otra tonalidad, Francisco Juan Quevedo ha escrito una novela que uno lee con interés desde la primera página hasta el final, una narración trabajada en sus últimos detalles, muy trabajada, insisto, que nos da una versión muy atractiva, hiperbolizada con talento, magnética, de lo que pudo ser ese último tercio del siglo XIX en la pujante Gran Canaria y las convulsas primeras décadas del XX. El puertofranquismo traducido a literatura. A gran literatura.

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