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AMALGAMA

San Serafín

Una imagen de San Serafín.

En cierta ocasión, como humano no practicante de la encrateia griega, y manejando el cuerpo, como dice San Agustín, como vaso de impureza inter urinam et faeces, caí presa de un enamoramiento de los que me hacían vender mis propiedades y casarme con la dama de mis sueños. Es un estado tan dulcísimo y tan borrachín que el mundo se convierte en gelatina tibia a mis pies, la vista se emborrona y se llena de colores lentos que envuelven lo único que merece interés, o sea, los labios, los ojos, la tez y la sonrisa seductora de la partenaire, que pasa a ser el más bello ser que jamás ha existido; y yo a disfrutar. Claro que a veces no ocurre lo recíproco y, entonces, lo que es embriaguez se torna en vómito, lo que es euforia se torna en llanto y desesperación, la virilidad en impotencia, la belleza en oscuridad, y la felicidad en una soledad cruel de ser abandonado por todas las venturas del mundo. Así fue como, esa vez, me eché a la bebida.

Me retiré al sur de la isla y me apoltroné en una hamaca. Mientras el sol caía incipientemente sobre mi barriga, donde mi ombligo quedaba lleno de espuma de cerveza Guinness, en mis cascos digitales Sharp sonaban las recopilaciones preferidas de aquel viejo verano: una de Led Zeppelin, la otra de The Doors. John Bonham, de Led Zeppelin, había muerto hacía unos años de una borrachera tragando sus propios vómitos, y Jim Morrison, de The Doors, todavía se escuchaba y ¡Por la mancha de Gorbachov! También estaba muerto, suicidado. Aparté de un manotazo la espuma de mi ombligo, me levanté y me monté en un patín de plástico amarillo, y me puse en tendido supino, a analizar.

En la televisión de blanco y negro de cuatro mil novecientas cincuenta pesetas, marca Bushido, que había comprado en la calle de Secretario Artiles, aparecieron Gorbachov y su mancha, acabados de derrocar. Un eructo de intranscendente felicidad hizo zozobrar mi barca de plástico amarillo, y se me cayeron las gafas Ray Ban de cristal oscuro al agua; me tiré tras ellas hasta que las recuperé y, al volver a subir al patín, en la televisión Bushido, vi los tanques rusos alrededor de algunos de los edificios de los que, hace tan solo diez años, en la época de Leónidas Breznev, recorría yo con pausado paseo. Me sentí como si estuviera veraneando en Crimea, con una mancha en la calva, y el balandrillo en el que estaba se movía por la ola levantada por un yate lujoso que me adelantó. Me indigné y pedaleé furiosamente con la intención de alcanzar y rebasar al mentecato niño de padre que me había inundado con la potencia de su motor Evinrude. Pero, una vez que comprobé que eso era imposible, convencido de que un Evinrude sólo se puede superar con otro Evinrude, torné a poner mi barriga al sol y, en esto que, cuando voy de nuevo a colocarme los cascos para oír a Morrison, vi un cangrejo ¡Pobre cangrejillo! Debía ser de las rocas de Arguineguín. Lo devolví al mar y me sentí Schwarzkopf ¿Por qué Schwarzkopf? Porque en ese verano ese gordo fue admitido en la Sociedad Protectora de Animales del Reino Unido. Ingresó por su labor ecológica con las aves del Golfo Pérsico. Además, nota bene, en la ceremonia de adopción, él y John Major, el premier británico de entonces, habían execrado las matanzas de toros en corridas como las españolas. Estas buenas acciones de estos dos cocodrilos me enternecieron y, tras limpiarme las lágrimas, volví a colocarme los cascos, a todo volumen, pero ¡Glub, Glub! Se me volvió a virar el catamarán amarillo porque el cabrón del yate me había vuelto a sobrepasar con su motor de cuatro millones comprado en leasing ¡Ah, mi camiseta T-Shirt con el anagrama de la Coca Cola, que se me despintaba! La televisión Bushido ya no funcionaba, pues el baño de agua la había estropeado. No me importaba, puesto que me sentía capaz de recibir noticias telepáticamente.

¿Y qué noticias más propias para recibir telepáticamente que las noticias sobrenaturales? ¡Por la mancha de Gorbachov! ¡Caí repentinamente en que el golpe de la Unión Soviética era un golpe sobrenatural! ¡El golpe de San Serafín! Mis cascos Sharp funcionaban a toda potencia con el tema The End, de Morrison. En un momento me pareció que despertaba de aquella pardela y me incorporé, miré el horizonte azulino, al lado del Teide lejano y tenue, y vi con claridad a San Serafín. El uno de agosto de 1991, hacía apenas veinte días, habían sido sepultados en el monasterio de Sarosvski los restos de San Serafín, un asceta ruso que murió en 1833, y fue declarado santo en 1903. San Serafín había profetizado que sus restos desaparecerían para volver a reaparecer en un catastrófico momento para Rusia. Las aflicciones de Rusia terminarían cuando sus restos fueran devueltos, nuevamente, al monasterio que había fundado. Y, efectivamente, sus restos habían desaparecido con la Revolución de Octubre de 1917. Decíase, entre las noticias que habían llegado del naciente, que mientras se restauraba la catedral de Kazán, en Leningrado, que hasta entonces había sido un museo del ateísmo, se encontraron sus restos en un saco. Y hacía unos veinte días habían sido repuestos, debidamente, al monasterio. San Serafín había vuelto. Y la OTAN lo desconoce.

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