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AMALGAMA

Animalistas

‘Teléfono langosta’, de Salvador Dalí. | | LA PROVINCIA/DLP

Antes de ayer, me levanté presto de la cama. Entré en la ducha y me bañé con diez minutos de agua calentada con gas a veintiséis euros la bombona de trece kilos; apuré gel hasta que la espuma me pareció suficiente para suavizar mi piel; como menos fueron tres boles llenos hasta el borde; me sequé, fijé mi cabellera con abundante gomina; me afeité con una pasta excipientada en un envase clorofluorocarbonado y dejé correr agua en abundancia hasta que desapareció el último pelo del lavabo; fui a la cocina, abrí la nevera hasta que se oyó el pitido de «alerta cerrar» y, obteniendo fruta para un gran zumo, encendí la licuadora durante cinco largos minutos, mientras dejaba hervir agua de toronjil en la cocina de placas de vitrocerámica al rojo vivo. Bebí, me coloqué la chaqueta, tomé mi maletín y salí raudo a la calle. Un Hummer de gasolina y 315 Caballos de Vapor, de color amarillo brillante, era mi vehículo, en dirección al cual embestí decidido.

Absorto en el caso que iba a resolver ese día, llegué al lugar en el que lo había aparcado y vi ¡rayos y truenos!, vi que, justo donde estaba aparcado, comenzaba una larguísima cola humana de rostros de todo tipo: enjutos, gorditos, sonrosados, morenos del sol, con gafas oscuras, con gafas de cristal como el culo de una botella, enchaquetados como yo, o con pantalones vaqueros lavados hacía varias semanas, jóvenes de apenas diecinueve años, y mayores que sobrepasaban bastante la cincuentena… era la cola de los subsidios de la Seguridad Social.

Aquellos individuos posaron al unísono todos sus ojos en mí, y me puse nervioso. Di a la llave de contacto. Sin resultado. Los de la cola me miraron con mayor interés, pues por fin pasaba algo que les entretenía del tedio de las horas que habían de esperar. Lo intenté de nuevo. Otra vez, y nada. Miré entonces al tablero y observé que el indicador digital de la gasolina marcaba que el depósito, a pesar de tener cabida para ochenta y siete litros, no tenía ninguno. Agobiado por la situación, salí, abrí el maletero, me pertreché de un bote de plástico, acudí a una gasolinera cercana y volví a cargar manualmente el combustible del vehículo y arranqué a la estampida, con los chorros de sudor destrozando mi camisa almidonada y mi corbata ajustada. Me dolía la cabeza, ya en la oficina, y salí más temprano que de costumbre para despejarme. Fui a un gran almacén a la sección Gourmet. Mi mujer bostezó cuando salí de casa, se estiró coquetamente dentro de su deshabillée de pelo de ángel aterciopelado de color rosa pálido, y me dijo con voz en off: ¡Amor mío, hoy quisiera comer marisco! Gustoso de encaprichar a mi dama, llegué, pues, al hipermercado y me dirigí a la pescadería. Allí, en un acuarium, se movían patéticamente varias docenas de langostas. A veces intentan subir por el cristal con ridículos gestos, pero no pueden. Había una, especialmente rolliza, de un hermoso color rojo, vivísima. El dependiente, calzando en sus extremidades superiores unos guantes de plástico, a fin de despachar asépticamente el producto al cliente, a su majestad el cliente, preguntome qué deseaba. Señalando el apetecible ejemplar le ordené: «Joven, máteme esa langosta».

Como si me hubiera oído, el bichito resbaló en uno de los pedruscos que confortaban el suelo del acuarium y ¡Rataplán! Cayó, a la vez que el educado dependiente, con bigote tipo Burt Reynolds, exclamaba «¡Cómo no, caballero!», en tono artificialmente pelotillero, en tanto que con sus fuertes manos cogía un aparato con el que prensó a la langosta y, raudo, colocándola sobre una superficie de mármol, la abrió en canal con una perfecta técnica, y la desbrozó de adminículos no aprovechables gastronómicamente: fue una jugada limpia, el animal había ya dejado de serlo y apenas se notó. Tan sólo un ligerísimo estertor no perceptible por el pataleo desesperado y una invisible mirada de moribundez que se desprendía de sus negros ojazos humanamente inexpresivos. La envolvió en papel especial, luego la introdujo en una bolsa plástica, la pesó, la valoró, pagué y me fui. «¡Muchísimas gracias, caballero!», replicó con aquel tono estereotipado con el que expresaba, cual autómata de gran almacén, las gracias por haber dejado unas buenas monedas por su trabajo de matar a aquel ser vivo que su empresa me ofrecía para que mi esposa y yo devoráramos sus restos. Llegué a mi casa, mi dama se tiró a mi cuello recibiéndome como un cotidiano héroe, y clamó: ¡Oooooooh! Al ver el magnífico ejemplar de crustáceo que iba a calmar nuestros apetitos y nuestras glándulas salivares.

Abrió el paquete, tomó con sus manos de tersa piel los trozos del animal abierto en canal y comenzó a prepararlos a la plancha. En lo que se chamuscaba la carne del desdichado bicho me tomé dos pastillas de paracetamol para mi dolor de cabeza, me desvestí, me puse cómodo y esperé. Mordisqueamos y chupamos hasta la última pata de aquel animal. Chupamos hasta sin dejar sin substancia húmeros, cúbitos y peronés, por acudir a voces de la anatomía humana, pues ya comencé a pensar, de nuevo, en la posición privilegiada que tenía como perteneciente a mi especie. No solo era mi privilegio el estar acomodado entre los humanos mientras otros morían de hambre sin tener para comer, sino que también era privilegiado entre los seres vivos, pues no era langosta a la que se come un hombre, sino hombre que mata y come langosta. Mi mujer me morreaba y me decía cositas de las que dice un ser que goza con otro de los placeres de la carne y la gula, y a la vez jugueteaba a morder el mismo trozo de pata muerta de langosta que fue y ya no era, el mismo trozo de pata muerta que tenía yo en mi boca. De repente empecé a oír voces. Sólo las oía yo. Mi mujer no oía nada ¿Sería el dolor de cabeza? Otra vez, y otra, y otra. Cada vez más fuerte.

Me levanté sobresaltado y vi que los ojillos negros de mi dama empezaron a cambiar de aspecto. Se salieron de sus órbitas mientras gritaba a través de su boca que, de carnosa, roja y bien lograda, se empezó a convertir en una línea informe, dura y larga, como de langosta. Sus bracecillos, convertidos en horrorosas y peludas patas de langosta, me estaban estrangulando. Iba a morir en manos de aquel monstruo. Sentí miedo, y sentí alivio. Algo dentro de mí sentía alivio porque iba a morir yo, un chupóptero, un hombre que vivía gracias a que a los demás les faltara, y gracias a que otras especies de animalillos murieran para llenar mi voraz barriga. Me sentí grandemente aliviado. Ya casi estaba muerto, y en algún otro tipo de mundo empezaba a abrir algo que sentía como si fueran el equivalente a mis ojos en la tierra de impermanencias de donde venía… y empecé a ver que era una de mis pesadillas, que estaba en mi casa, que éramos vegetarianos, que mi amiga no era una harpía gandula devoradora de animalitos, y que no compramos en el gran almacén, pero, efectivamente, que no dejaba de ser preocupante el derroche diario de este loco mundo donde el reciclaje es despreciado y los envases y excipientes desechables son el alma de la economía, para que unos vivan parados en tanto otros viven movidos.

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