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Cuadernos de viaje

Talleres y tertulias literarias

Conocer a Millás en una masía de Menorca donde una ‘presencia’ altera el sueño del visitante, que resulta golpeado por la tenebrosa ‘entidad’

Talleres y tertulias literarias | | LA PROVINCIA/DLP

Me había inscrito a un taller que con el título Literatura y periodismo impartía el escritor Juan José Millás en la isla de Menorca. Así que un 4 de julio de hace ya unos años cogí un vuelo hasta Madrid y desde allí a Menorca. Llegué a la isla por la tarde y me fueron a recoger al aeropuerto. El taller se celebraba en un lugar de la costa, cerca del pueblo de Sant Lluis, y consistía en una convivencia de varios días en los que compartíamos desayuno, almuerzo y cena con el escritor, con charlas y actividades durante todo el día. Nos alojamos en una masía en medio de una finca llamada Benissaida, cuyo nombre de origen árabe rememora uno de los cuatro distritos en los que estaba dividida la isla en época islámica. En la casa había dos perros que salieron a recibirme, un pastor labrador muy cariñoso que se llamaba Luis y una bóxer que obedecía al nombre de Linda. Ellos nos acompañaron también durante toda nuestra estancia. Aquella noche conocí a Juan José Millás y recuerdo que cenamos todos juntos en una playa.

No volvería a dormir allí mientras no exorcizaran la casa o la sometieran «a una purificación energética»

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Al día siguiente dio inicio el taller en el que aprendí y reflexioné sobre cosas muy útiles, algunas de las cuales tengo anotadas en mi cuaderno, como que algunos parásitos como las pulgas son los primeros en abandonar el cuerpo sin vida de pajarillos y ratones. De manera que justo cuando el animal exhala su último hálito, salen por patas. Se puede decir que son como testigos que huyen del lugar de autos porque quieren evitar líos. Pero si las pulgas son las primeras en abandonar el cuerpo sin vida del animal en el que habitan, hay quienes llegan siempre antes que el médico forense, el juez e incluso que la policía, y estas son las moscas. Supe también que pedirle a un bipolar que renuncie a su fase eufórica es como pretender que Superman abandone su rol y continué siendo durante toda la vida el gilipollas de Clark. Y otras muchas cosas interesantes e instructivas. Pero de lo que quería hablarles no era del taller, sino de algo que aconteció en la casa. En la estancia que compartía con otros dos compañeros más no me sentí cómodo. Y no tanto por el hecho de compartir habitación, sino…, no sé cómo decirlo, pero había algo que me inquietaba y perturbaba mi sueño. Sospechaba que había una «presencia» en la casa, por así decirlo. Tal sospecha se confirmó cuando una noche, desvelado, me levanté al baño que se encontraba al fondo de un corredor en penumbra. Avanzaba lentamente por el pasillo sin hacer ruido para no despertar a los demás y en un momento determinado tuve la sensación de como si alguien me empujara violentamente haciéndome perder el equilibrio. Sentí un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo y que seguido se interrumpió por el dolor provocado por un golpe seco que recibí contra el borde de metal de un arcón que había en el suelo, a un lado del corredor. El golpe me produjo un corte en la parte exterior de la pierna a la altura de la rodilla. La herida causó una pequeña hemorragia que atajé con remedios caseros. Pero se me quedó el susto en el cuerpo.

Todo aquello era muy extraño y estuve dándole vueltas durante la madrugada. Me dio por pensar que quizás había sido obra de alguna «entidad» que habitaba el lugar y que veía con desagrado la presencia de huéspedes en su casa. Se trataba de una antigua masía que guardaba seguramente muchas historias entre aquellas cuatro paredes. Incluso lo relacioné con la etimología semítica del nombre del lugar y su pasado árabe. No sería de extrañar –pensé– que algún espíritu hubiera permanecido atrapado, a saber desde cuándo, en aquella esfera de existencia. A la mañana siguiente comenté lo sucedido con algunos compañeros del taller, medio en broma, medio en serio, para evitar que me tomaran por loco.

Pero mis palabras solo obtuvieron respuesta de una compañera a la que llamaré Mercedes, voraz lectora y librera de profesión, propietaria de una pequeña librería en Mahón y, por lo que sabría después, era también una aguda sensitiva. Mercedes era conocedora de la casa en la que nos alojábamos y de sus entresijos porque había frecuentado otros talleres. Todo surgió porque por la noche, estando reunidos todos, nos preguntó quién dormía en la cama del fondo a la derecha de la habitación que ocupábamos los varones. Le contesté que me había tocado a mí. Y seguido me preguntó cómo había dormido. La verdad era que no había pegado ojo. Mercedes asintiendo con la cabeza me confirmó que ella tampoco había podido dormir en el mismo sitio en una ocasión anterior en la que había asistido a otro taller. Me habló después de «una entidad» presente en la casa o de un vórtice de potente energía que perturbaba el descanso e impedía conciliar el sueño. Conseguí que durante las últimas noches uno de los compañeros, el más escéptico, me cambiara la cama y lugar de ubicación, aunque no sirvió de mucho. La última noche, el otro compañero, un fotógrafo de Barcelona que contaba con varios reconocimientos internacionales, con el que habíamos estado hablando aquella noche de espíritus y fuerzas sobrenaturales, no pegó ojo y decía que veía fantasmas por todos lados. Cuando llegaba la luz del día era como si estas presencias nocturnas, manifestaciones, espíritus o lo que demonios fuera, nos dieran tregua.

Cuando llegaba la luz del día era como si estas manifestaciones o lo que demonios fuera, nos dieran tregua

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Había llegado el último día del taller. Nos despedimos todos, le di las gracias a Juanjo y mi enhorabuena a la organizadora del taller, pero que sintiéndolo mucho –le dije– no volvería a dormir en aquella casa mientras no la exorcizaran o la sometieran a «una purificación energética» o lo que fuera. Tomé un avión hasta Barcelona y desde allí partí en tren hacia mi próximo destino, un pueblito de la provincia de Guadalajara. Había sido invitado por un amigo escritor, junto a otros escritores canarios, a pasar una semana en su casa. Unos días de inmersión en plena naturaleza, tertuliando entre amigos y disfrutando de su compañía. Este amigo escritor, cuyo nombre omito para preservar su privacidad, tiene una casa en el pueblo, la casa del escritor (como la llaman los lugareños) que había sido antiguamente un bar, el bar de Flora, que era la anterior propietaria ya fallecida desde hacía años. Era un edificio antiguo que poco a poco, verano tras verano, había ido rehabilitando.

Los días pasaban en compañía, algo de trabajo por las mañanas alternado con largas caminatas por el campo, que para mí rememoraban los paisajes de la poesía de Machado en Campos de Castilla, algún partido en el frontón de la plaza del pueblo, tiempo de lectura y escritura, y tareas domésticas. Esta vez me alojé en una habitación toda para mí, pero tampoco conseguí descansar. La experiencia en la casa de Menorca era todavía reciente y, para más inri, nuestro anfitrión nos habló del «fantasma» de Flora. Aunque parecía decirlo de guasa, yo sospeché que estaba dotado de ciertas facultades extrasensoriales. Según él, el espíritu de la anterior propietaria permanecía en la casa y se manifestaba de vez en cuando. Aunque parecía que bromeaba, varias cosas que sucedieron durante nuestra estancia en la casa, como era la caída de objetos de manera inexplicable o súbitos desplazamientos de estos, confirmaban que la cosa iba en serio. Yo apenas llegué, les conté mi experiencia en Menorca. No me detuve en detalles de contenido del taller, sino en aspectos periféricos de este como era la presencia en la casa de Benissaida de una supuesta entidad desconocida. No sé si este hecho me predispuso, pero lo cierto es que sentía una sutil y extraña presencia. Por las noches, después de cenar, permanecíamos hasta altas horas de la madrugada charlando y bebiendo vino. Como entonces se hablaba del fenómeno del 2012, «del final de los días», de la profecía maya, del «fin del mundo» y de todas esas cosas, nuestro anfitrión había hecho acopio de vino tinto suficiente para pasar «el día del juicio final» –decía de coña– «en estado cercano al coma etílico». Se aprovisionó de una buena cantidad de botellas apiladas en el suelo, en un rincón del comedor. Una noche de tertulia y vino, en horas cercanas a la madrugada, varias de las botellas se rompieron sin más, esparciéndose su contenido por el suelo. El hecho se podría atribuir al caso fortuito si no fuera porque nadie había tropezado con ellas, no había caído ningún objeto pesado sobre éstas ni estaban colocadas en una posición que hiciera peligrar su estabilidad. Aparentemente, ellas solas si hicieron cisco. Nos miramos unos a otros y nadie dijo nada, pero todos intuimos que algo extraño e inexplicable acababa de ocurrir. Yo lo interpreté como un acto liberatorio. Cierta corriente esotérica atribuye un significado a la rotura de un objeto como que se desvanece una fuerza que haya podido permanecer atrapada o sana algún aspecto del alma humana. «¡El fantasma de Flora!», exclamó nuestro anfitrión. Ignoro si se trataba de un fantasma, un espíritu atormentado, una buena presencia o lo que fuera, pero lo cierto es que después de aquella noche, yo descansé mucho mejor y dejamos de asistir a la caída inexplicable de objetos y otras cosas por el estilo.

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