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JEAN-LUC GODARD. La cultura es la norma, el arte es la excepción

Un triunfo completo del autor en el cine: ha sido el más raro y el más libre, el más imprevisible y el más reconocible de la modernidad

Selección de la obra del cineasta Jean Luc-Godard. La Provincia

Marca Godard

Luis Miranda, disecciona la obra del cineasta fallecido, «una cumbre aislada, una utopía sin herederos»

Provoca desazón leer en las necrológicas de Jean-Luc Godard que con su muerte “desaparece el último representante de la nouvelle vague”. Godard fue mucho más que eso. Aquella famosa “nueva ola” del cine francés surgida entre 1959 y 1960, no fue otra cosa que un epifenómeno, una línea orientativa que el marketing cultural trazó eventualmente en el mapa del cine, y que se diluyó muy pronto. Cada uno de aquellos cineastas (Truffaut, Rohmer, Chabrol, Rivette, entre otros) siguió un camino personal mejor o peor integrado en la industria. Godard ni siquiera necesitó esa integración. De hecho, empezó siendo “comercial” contra todo pronóstico, y luego ya no pareció necesitar otra cosa que su indudable capacidad de gestión y la confianza eventual de una serie de productores leales al prestigio de la “marca Godard”.

En realidad, la obra de Godard, tan vasta y diversificada por “épocas”, sólo puede representarse a sí misma. Es una cumbre aislada, una utopía sin herederos; una realización plena -y plegada sobre sí misma- de la modernidad cinematográfica. Un triunfo completo del autor en el cine: ha sido el más raro y más libre, el más imprevisible y el más reconocible.

JEAN-LUC GODARD. La cultura es la norma, el arte es la excepción

En los 50, Godard había sido uno de los “jóvenes turcos” de la revista Cahiers du Cinéma que reinventaron la crítica y forjaron el concepto actual y vigente de cinefilia. En 1960 rueda un ejercicio de mixtificación que tritura amorosamente lo trillado (el gángster, la chica, el revólver, el crimen, la huida, la muerte): Al final de la escapada es posiblemente el primer film genuinamente pop, y su influencia en la cultura de masas no ha remitido. En los años siguientes, filma, además de un buen número de cortos y mediometrajes, los siguientes largos: Una mujer es una mujer (1961), Vivir su vida (1962), El soldadito (1963), Los carabineros (1963), El desprecio (1963), Banda aparte (1964), Una mujer casada (1964), Alphaville (1965), Pierrot el loco (1965) y Masculino, femenino (1966). He aquí, tal vez, el más deslumbrante y original conjunto de películas que se haya visto nacer de una sola cabeza en la historia del cine sonoro.

Son películas ‘conceptuales’, atravesadas por digresiones que parecen sabotear el sentido común

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Y aquí están ya todos sus temas pasados, presentes y futuros: los hombres y las mujeres, el trabajo y el capital, la acción política y el amor al cine, el amor a secas, la literatura y la melancolía, la filosofía y la melancolía, Europa y la melancolía. Pero estas películas se distinguen ante todo por transgredir exhaustiva y deliberadamente las relaciones entre forma, relato y discurso. Son películas conceptuales, atravesadas por digresiones y ocurrencias, soluciones “contra natura” que parecen sabotear el sentido común cinematográfico. Cada imagen, presencia o gesto, tiene el don de lo espontáneo y a la vez se dota de una rara conciencia de sí. Ya no estamos en el ámbito del “cine de prosa”, sino del “cine de poesía”, en palabras de Pasolini.

JEAN-LUC GODARD. La cultura es la norma, el arte es la excepción

A todo ello hay que sumar la capacidad para objetivar los tonos, los colores, las formas, los gestos y los rostros arquetípicos del momento: Belmondo o Anna Karina se convierten en iconos comparables al James Dean de la década anterior. En ese momento, Godard es el cineasta de la época.

Con Made in USA y Dos o tres cosas que sé de ella, en 1966, y sobre todo en 1967, con La chinoise y Weekend, Godard se embarca en una deriva maoísta que, ya en el contexto fijado por el Mayo del 68, le lleva a confeccionar ciné-tracts (cine-panfletos) y a la formación del grupo Dziga Vertov, cuyo espíritu colectivista pretendía borrar, entre otras cosas, la fantasmagoría burguesa del individuo-autor. El resultado es un conjunto de películas tan inequívocamente autorales, tan de Godard, que parecen francos ejercicios de auto-ironía. La aventura finaliza con el pesimismo político de Todo va bien (1972), tras lo cual el cine de Godard se torna más duramente exploratorio. Sus indagaciones sobre la condición y el destino de la imagen electrónica atraviesan su obra desde entonces –desde Numero dos (1975) hasta El libro de imágenes (2018)– y siempre enhebradas en la reflexión política.

Tanto en su escritura como en su cine, las ideas de sus filmes parecen como esbozos, nunca como desarrollos

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El autor de Passion (1982) y Alemania año 90 nueve uno (1990) nunca se limitará a ser un investigador de laboratorio, aunque su obra mayor desde los 60, Histoire(s) du Cinéma (1988-1998), sea una obra de edición de video. En todo ese largo trecho de varias décadas dedicadas a filmar y sobre todo a editar imágenes, hay un movimiento pendular entre la realización de ficciones invadidas por la vocación ensayística del autor, y ensayos modelados poéticamente con imágenes de archivo y textos inscritos (recurrentes juegos de palabras) o declamados, mediante rimas, asociaciones metafóricas, retenciones, rebobinado, yuxtaposición y fusión. Ya no se trata de producir imágenes sino de intervenirlas.

JEAN-LUC GODARD. La cultura es la norma, el arte es la excepción

La regla del juego

En la segunda mitad de los 60, Godard tenía dos grandes valedoras al otro lado del Atlántico: la más famosa y temible crítica de cine, Pauline Kael, y la ensayista más brillante, Susan Sontag. Ambas supieron poner en valor el desacato a la autoridad (de las normas técnicas y estéticas, narrativas y discursivas) que representaba Godard. Pero Kael fue quizás más sensible al aspecto lúdico e intuitivo de su cine, mientras que Sontag observaba con mayor perspicacia que los detractores de Godard no rechazaban que el cineasta pareciera limitarse a jugar a hacer cine, sino la seriedad con la que jugaba.

En efecto, no se puede aceptar a Godard si no se acepta la paradoja del juego en serio. Esta faceta es crucial, además, para comprender la importancia clave del cineasta en la cultura del siglo. En esa mezcla de ligereza y ambición reflexiva, convergen los placeres de la nueva cinefilia, de la crítica y de la práctica del cine; la vocación intelectual y auto-consciente de la alta cultura, capaz de tomar distancia y analizar aquello que ama, se tiñe de la sensibilidad pop de la naciente contracultura. Más que el modo de filmar o de narrar, la diferencia es de sensibilidad.

Godard juega en el sentido de que concibe las películas como modelos para armar. En Al final de la escapada y Banda aparte, los temas y formas del cine de gángsters se ven replicados pero también desmontados, desarticulados. Los personajes parecen jugar a ser criminales. Ambas películas juegan con el cine; juegan a ser cine. No hay nada en ellas que autorice a reducirlas a la condición de parodia. El resultado, por el contrario, es genuinamente poético.

Si el concepto es el del modelo para armar, la acción ha de basarse en el montaje. Godard se entrega a “descontinuar” lo que se espera que sea continuo: imagen y sonido, espacio y tiempo, relato y discurso.

JEAN-LUC GODARD. La cultura es la norma, el arte es la excepción

Pero la clave diferencial de su cine reside en que tanto el modelo como las piezas exhiben una chocante literalidad. Su famosa sentencia, “no es sangre, es rojo”, no es una ocurrencia frívola. Nadie como Godard ha sido tan consciente de que el cine está sobrecargado de tópicos, es decir, de motivos degradados por la rutina de su significado. Frente a esta sobrecarga, Godard opera de forma “estructuralista” al poner toda la carne en el asador del significante, es decir, de las imágenes en sí (“no una imagen justa, sino justo una imagen”) y sus articulaciones. Esta es la clave de la literalidad godardiana; la regla de su juego.

Los aforismos

En Vivir su vida (1962), Anna Karina es una prostituta filmada en primer plano desde todos los ángulos posibles menos. Se leen informes estadísticos, y se contemplan sus lágrimas ante el sufrimiento de la Juana de Arco de Dreyer. Se clasifican sus gestos, y se la ve mirar las palabras del filósofo con el que improvisa una conversación en un café. Lo que suele darse subordinado al curso narrativo, aquí se divide, se separa y se pone en serie. Más que a un personaje, vemos las imágenes de un personaje junto al inventario de sus circunstancias. Eso es literalidad.

Esa literalidad es inseparable de la inclinación de Godard por el aforismo. Tanto en su escritura como en su cine, las ideas aparecen como esbozos, nunca como desarrollos. Escrito en una pared o en un intertítulo, declamado como cita, a menudo leído por un personaje en un libro casual, el aforismo opera como unidad discreta de discurso disponible para el montaje.

La concepción entera del montaje en Godard se ajusta de hecho a la economía del aforismo: el cineasta muestra una instantánea de un desembarco de judíos en las playas de Palestina en los años 40, y pone encima otra foto posterior de la misma playa ocupada por palestinos desplazados de sus hogares. “Plano y contraplano, plano y contraplano”, insiste Godard en esta secuencia de Nuestra música (2004). La oposición por semejanza de ambas fotos sólo es tramposa si el espectador apura un significado histórico-político simplificador, al modo del cine soviético de los años 20. Pero la literalidad del montaje en Godard no admite eso, pues entre ambas imágenes se instala necesariamente una profunda ambigüedad. En primer lugar, lo que media entre ambas imágenes es el gesto literal e intencional de unirlas. En segundo lugar, entre ambas hay una vasta elipsis, una zona de invisibilidad. Esa invisibilidad ¿es lo que la síntesis del montaje permite superar y convertir en Historia, o es, por el contrario, la Historia misma? La película no da una respuesta.

La concepción entera del montaje en Godard se ajusta de hecho a la economía del aforismo

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En la pedagogía godardiana, el polo opuesto y necesario a la literalidad es la ambigüedad. La idea que se desplaza y tensa entre ambos extremos, es que el cine es el arte de poner cosas en un nuevo orden de relación. Ese es el acontecimiento fílmico por excelencia. Literalmente conectar dos personas, dos ideas, dos imágenes, o bien una persona y una idea, o un cuerpo y un color. Siempre, en todo caso, se trata de hacer plano y contraplano. Godard sabía que, en el origen de esta figura, estaban Griffith y el capital. A cambio de una entrada que permite costear abundantes salarios (véanse los créditos de Todo va bien: cheques de producción), asistimos al bello cruce de miradas entre, digamos, Jane Fonda e Yves Montand. Por eso la revolución representaba para Godard cambiar las tornas y poner, en cada nueva imagen, aquello que el capital oculta como rutina: en Alphaville un personaje abre una revista y vemos una imagen pornográfica. Si el cine, según el capital, trata de fabricar deseos rentables, el gesto político no será censurarlo sino mostrarlo literalmente. ¿Esto resulta ambiguo? Así es la naturaleza del juego.

Corolario

Entre los innumerables aforismos de Godard, hay uno que simultáneamente pronuncia, escribe y filma en una de sus películas, JLG/JLG (1994): “la cultura es cosa de la norma, el arte es cosa de la excepción”. Amén.

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