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Gastronomía | ‘La mirada de Lúculo’

El gran estilismo gordo de Lampedusa

El gran estilismo gordo de Lampedusa

Las horas que don Fabrizio, en compañía de los perros, pasaba cazando con don Ciccio Tumeo, desde el alba hasta la tarde, componían el corpus de las vacaciones en Donnafugata, hasta donde la familia había llegado después de tres días de viaje entre nubes de polvo de los caminos. El botín, unas perdices y un humilde conejo de monte que la imaginación convertía en liebre, parecían ser lo de menos. Lo de más era la escasa preocupación que el mundo en plena transformación en el que vivían despertaba allí, en medio del silencio primigenio de la Sicilia pastoril. Es octubre de 1860.

«La lluvia había llegado, la lluvia había vuelto a marcharse; y el sol se alzaba otra vez sobre su trono como un rey absoluto que las barricadas de sus súbditos han alejado durante una semana y luego regresa para seguir reinando, lleno de ira pero moderado por las normas constitucionales. El calor estimulaba sin quemar, la luz era violenta pero no mataba los colores, en la tierra brotaban tréboles y cautelosas mentas; en los rostros inciertas esperanzas», escribió Giuseppe Tomasi di Lampedusa en «El Gatopardo», una de las más grandes novelas de las ideas del siglo pasado y uno de los tesoros de la lectura que de vez en cuando el ser humano debería regalarle a sus sentidos.   

Como es sensiblemente cinematográfica e inolvidable la comida de Donnafugata en la película de Visconti, en la que Angélica Sedàra, ya toda una mujer, es presentada a la familia de Fabrizio Corbera, príncipe de Salina, y empieza a hacer buenas migas con Tancredi Falconeri. En la novela, la descripción de Lampedusa del timballo que se sirve pertenece a la gran literatura: «El oro bruñido de la costra, la fragancia del azúcar y de la canela que de ella emanaba no era sino el preludio de la sensación deliciosa que surgía del interior cuando el cuchillo hendía la superficie; entonces irrumpía primero un vapor cargado de aromas, luego se divisaban los higadillos de pollo, los huevos duros, las lonchas de jamón, el pollo y las trufas mezcladas en la pasta untuosa, calentísima, de los macarrones cortos a los que el estofado de la carne confería un precioso color venado». Cualquiera, sin necesidad de darle un bocado, comería leyéndolo.

El timbal gatopardesco puede considerarse en cierto modo una verdadera suma de veinticinco siglos de gastronomía siciliana. La alta cocina es en Sicilia una historia antigua y estratificada como la misma isla, a lo largo de su existencia colonizada por griegos, romanos, normandos, españoles y franceses. Los primeros en llegar, los griegos, cautivados por la fertilidad del suelo y la abundancia de sus frutos enseguida dejaron a una lado su regla de oro de la moderación para sumergirse en los placeres de la mesa, tanto que durante su permanencia allí, en el IV siglo a.C., Platón empezaría a lamentarse. La comida de la que, según el filósofo ateniense, los sicilianos abusaban dos veces al día, tenía ya una historia a sus espaldas: en el siglo precedente, el siracusano Miteco había escrito el que seguramente puede considerarse primer libro de cocina del mundo occidental, y el poeta Archestrato ya había asignado las «primeras estrellas michelin» al atún mediterráneo y a las anguilas de Messina. Por decirlo de otra manera, la bella ciudad de Siracusa era el París del orbe clásico, los chefs locales traspasarían más tarde el ámbito del prestigio romano después de que a muchos de ellos se debieran algunos de los banquetes gastronómicamente más ricos y extravagantes del período imperial.

En las recetas de Apicio, Lúculo y Catón están las raíces de la cocina siciliana contemporánea surgida en los albores de la historia de la escuela de Siracusa y enriquecida por las aportaciones colonizadoras. En el timballo del Príncipe se puede sentir la pátina apiciana y también las corrientes francesas de las masas y los hojaldres rellenos, que tanto le gustaban, además, al autor de El Gatopardo, aquel niño grueso y taciturno de los ojos grandes y tristes, que acabaría siendo una mente luminosa y una voz moral en Sicilia. Luccio Piccolo, amigo íntimo de Lampedusa, decía de él que adoraba la cocina francesa, sobremanera los timbales, y cuando iba a París, «siempre traía de vuelta a Palermo recetas elaboradísimas y paquetes con ingredientes de nombres improbables».   

La mesa siciliana viene definida también por la figura de su gran personaje literario, el Príncipe Fabrizio; su rango, su autoridad, la sensualidad alterada en la primera cena de la novela, o el pragmatismo en Donnafugata; el baile en la casa Ponteleone, y su relación con el tiempo y la muerte.

Las páginas de El Gatopardo están empapadas de comida descrita por un autor que era al mismo tiempo un hombre de buen gusto, o si se quiere, de acuerdo con la definición que hace de Don Fabrizio, un sabio goloso o un stilista grasso (estilista gordo).

El propio Lampedusa, un tipo grandote, distinguía entre escritores delgados y escritores gordos, lo mismo en la literatura francesa, donde abundan más los segundos, enamorados de la comida y de sus grandes descripciones, como en la siciliana, en la que únicamente Elio Vittorini puede competir con él en el puro placer de narrarla. En El Gatopardo tenemos, como símil, durante la visita de Don Fabrizio al Monasterio del Santo Spirito, cumpliendo con el deber hereditario familiar de rezar ante la tumba de la beata Corbera, la descripción poético-gastronómica de «bebieron con tolerancia el café ligero de las monjas, comieron con satisfacción los crujientes almendrados de colores rosa y verde». Precisamente, los mismos bocconi di dama, los delicadísimos pistachos recubiertos de azúcar glas de la abadía de Agrigento que tanto le gustaban a Giuseppe Tomasi Di Lampedusa.               

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