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Björk baja a las raíces del mundo con ‘Fossora’

La cantante islandesa vuelve a brillar en un álbum en el que canta al ciclo vital y al matriarcado sobre una base sonora de clarinetes y ‘beats’ extremos

Björk, en una imagen promocional de su nuevo disco. La Provincia

Después del ensoñador Utopia (2018), Björk pone ahora los pies en el suelo y, más todavía, los hunde, enredándolos con las raíces del mundo e intimando con hongos, nidos y larvas. Fossora alude desde el título al femenino (inventado) de la forma latina fossore: ‘aquella que cava’.

Y desde ahí, nos lleva, linterna en mano, hacia un laberinto de metáforas que tienen algo de canto a la naturaleza y al amor, de celebración del ciclo vital y de elevación de la madre como centro de todo.

Los materiales ofrecen una fricción entre extremos a partir de una doble base: los clarinetes bajos del sexteto islandés Murmuri y la electrónica gruesa del dúo indonesio Gabber Modus Operandi.

Una mezcla de metales y techno duro asalta al oyente en el primer tema, Atopos, hecho de garabatos disonantes y una trama digital de terrorismo in crescendo sobre una base rítmica con vestigios de reguetón. Björk se desgañita ahí para defender la sintonía entre personas más allá de sus diferencias, que pinta como «excusas para no conectar». Mensaje de lo más pertinente en estos tiempos.

Metáforas florales

Björk fantaseó con un pop del futuro desde que acuñó el ejemplar Debut (1993), y aunque lo suyo siga yendo un paso por delante, la definición de lo excéntrico se ha movido de sitio, y no hay más que pensar en los radicales brotes industriales que tanto deleitan ahora a su admirada Rosalía.

Pero, ahí, Fossora se eleva, marcando un aventurado territorio propio, aventurado y envolvente, sumiendo al oyente en un peliculón por el que desfilan plantas y flores, cual imágenes románticas, y cantos al enamoramiento (Freefall, brotando de su «membrana tejida con amor»). Y tensas escenas oscurecidas: Victimhood, pieza de clima siniestro, inspirada en su divorcio, donde clama por la superación del sentimiento de víctima.

Todo ello, deslizando un lenguaje sonoro cubista, ya sea jugando con los choques tímbricos (de flautas silvestres y beats sofocantes), acogiendo armonías vocales brumosas y abrazando el eco de la tradición (Fagurt er í fjörðum, canto del siglo XVIII). En el corazón del álbum, sendas canciones inspiradas en su madre, la activista ecológica filo-hippie Hildur Rúna Hauksdóttir: Sorrowful Soil, compuesta antes de su muerte, y Ancestress, elegia de mágica tensión flotante, tocada por un gong oriental. «En la vida de una mujer / ella dispone de 400 huevos / pero solo dos o tres nidos», dice la letra, que apunta a la «fuerza vital de una madre» y al «autosacrificio».

El testimonio del matriarcado planea hasta el final en Her mother’s house, dando sucesivamente paso a las voces de sus dos hijos, Sindri e Ísádora, y acaba envolviendo el álbum con un halo de trascendencia humanista. Es Björk, haciendo de su lección de vida un nuevo y emocionante objeto de arte pop.

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