1.CREACIÓN

El Gran Capitán comprendió antes que nadie que el coronavirus iba a cambiarlo todo.

Juan Francisco Martínez Sarmiento acababa de estrenar apodo. A los cuarenta y siete años recién cumplidos, había culminado una carrera profesional meteórica con dos nombramientos casi simultáneos. En la tercera semana de 2020 se había convertido en el director ejecutivo de una gran empresa energética, líder nacional en renovables, y en el vicepresidente mejor valorado para suceder al presidente de la CEOE. Tenía motivos para sentirse orgulloso de sus logros porque no sólo destacaba entre los grandes empresarios españoles por su inteligencia, equiparable a una audacia que rayaba con la temeridad. También llamaba la atención por sus orígenes. Más allá de la fortuita eufonía de sus apellidos, no había heredado nada de sus padres. Tercero entre los cinco hijos del propietario de una ferretería del barrio de Tetuán y de una señora dedicada a sus labores, había tenido que luchar como una fiera por cada beca, por cada puesto, por cada ascenso. Hasta ahora. Porque precisamente ahora, cuando ya no tenía la necesidad de apostar, de jugarse la vida en cada movimiento, todo se estaba yendo al carajo.

Se levantó de la butaca de su despacho, su lugar predilecto para pensar, y fue al salón a ponerse otra copa. Su mujer, uno de sus galardones más valiosos, tal vez el más exquisito, hija única de un banquero de provincias que acertó a vender en el mejor momento a una gran banca nacional, veía la televisión tendida sobre una chaise longue estilo Imperio, naturalmente auténtica, tapizada en terciopelo amarillo. El Gran Capitán se detuvo en el umbral de la puerta para admirarla a distancia. Cuca era un emblema viviente de la aristocracia natural que la mejor crianza imprime en unos pocos elegidos. Nadie que la mirara con ojos de chaval de barrio, la avidez plebeya que él se había esforzado en conservar bajo su ceño de águila real hecha a sí misma, podría creer que esa muchacha de piel de melocotón, lánguida y esbelta, admirablemente proporcionada bajo un mono ajustado de seda de color burdeos, tuviera cuarenta y un años, que hubiera parido tres hijos, que no hubiera nacido rubia. Él lo sabía, pero en momentos como aquel, le gustaba complacerse en el equívoco.

—¡Hola! —el ruido de los cubitos de hielo al chocar con las paredes de cristal tallado le llamó la atención, y se incorporó a medias para mirarle con un alboroto de mechas doradas de dos tonos distintos, el secreto de una ficción perfecta—. Corre, ven a ver esto...

El Gran Capitán se acercó a ella y contempló una imagen insólita, otra más. En la puerta de un hospital de Leganés, un policía nacional cantaba con un megáfono el improvisado himno de la resistencia contra el virus ante medio centenar de sanitarios que grababan la escena con sus móviles al otro lado de la calle, en las escaleras de acceso al edificio. El policía tenía buena voz, era alto, apuesto, la ovación fue unánime.

—Es emocionante, ¿verdad? —su mujer le dedicó una sonrisa ingenua, la más auténtica de su repertorio—. Con lo mal que lo estamos pasando...

—Claro —¿tú?, se preguntó mientras la besaba en la cabeza, ¿lo estás pasando mal tú, Cuca?—. Me vuelvo al despacho.

Unos policías municipales usando la megafonía de sus coches patrulla para contarles un cuento distinto cada noche a los niños que estaban encerrados en sus casas. Dos guardias civiles subiéndose en una grúa de los bomberos para llevarle una tarta de cumpleaños y un ramo de flores a una anciana que vivía sola en un séptimo piso. Y ahora, por si faltaba algo, un policía nacional cantando el Resistiré delante del Severo Ochoa.

Pero ¿esto qué coño es? —exclamó después de cerrar la puerta—, ¿el puto ejército soviético?

Eso era, en realidad, la parte más pequeña de un problema inmenso. Durante las últimas décadas, con la connivencia de partidos grandes y pequeños, más o menos corruptos, los pares del Gran Capitán habían logrado convencer a los españoles de que la iniciativa privada era la única receta capaz de crear riqueza y prosperidad. El emprendimiento, esa palabra ridícula, se había puesto de moda hasta el punto de que muchos parados, pobres incautos, habían invertido sus indemnizaciones en montar negocios destinados al fracaso. Pero sobre muchas ruinas diminutas se había edificado un crecimiento económico tan espectacular que ya nadie recordaba a los cenizos que amargaron el ingreso de España en la Unión Europea advirtiendo que el país iba a convertirse en un territorio dependiente, sin industria, sin recursos propios, un gigante con pies de barro, el frágil coloso del ocio y el turismo. El coronavirus les había dado la razón. Los pies se estaban agrietando. El gigante se caía a pedazos. El Gran Capitán mismo había escuchado la intervención de su hijo mayor, trece años, en un debate escolar telemático sólo una semana antes. ¿Qué nos ha enseñado el coronavirus?, era la pregunta. La importancia de la sanidad pública, del estado del bienestar, la necesidad de sostenerlo a toda costa, había sido su respuesta, aplaudida con calor por el resto de sus compañeros, alumnos todos de un colegio privado, carísimo, evidentemente inútil. Pero lo peor estaba por llegar.

El Gran Capitán renunció a un tercer whisky, cenó en silencio, rumió sus inquietudes sin prestar atención a los dos episodios reglamentarios de la serie que su mujer había elegido aquella semana y se metió en la cama para no dormir. Sabía que no iba a pegar ojo porque había comprendido antes que nadie que su historia había terminado. El capitalismo no daba más de sí. El planeta no daba más de sí. El crecimiento no daba más de sí. La sociedad de consumo no daba más de sí. No se habían limitado a matar la gallina de los huevos de oro. La habían degollado, triturado, despedazado para comérsela viva, para beber su sangre y masticar sus huesos. Todo iba mejor que bien, pero el mundo globalizado de las superautopistas de la información y las redes planetarias no había logrado impedir que un chino cocinara un pangolín al que había mordido un murciélago, o al revés. No se había enterado mucho porque le daba lo mismo. Si no hubiera sido un murciélago, habría sido otro bicho. Sería otro bicho la próxima vez.

—Esto se ha acabado, Cuca —ni siquiera se dio cuenta de que estaba hablando en voz alta—. Estamos atrapados, no tenemos salida.

—¡Ay, Juan Francisco! —ella le regañó con una hebra de voz pastosa, más cerca del sueño que de la vigilia—. Cállate y déjame dormir.

La dejó dormir. La dejó incluso roncar mientras daba vueltas y vueltas en la cama, sin encontrar ni un resquicio de luz en su destino. Hasta que sin previo aviso, en un momento cualquiera de una madrugada que se le estaba haciendo eterna, se estremeció de miedo. Su pijama de algodón egipcio era ya un charco de sudor frío cuando reconoció una idea que, como las mejores, había encendido la luz roja del pánico dentro de su cabeza. Intentó pensar en otra cosa y no pudo. Se resignó a desarrollarla y las piezas empezaron a encajar tan perfectamente que llegó a oír el sonido, clac clac clac, que hacían al engranarse en un mecanismo delicado, peligrosísimo. Era una apuesta casi suicida, como todas las que le habían llevado desde una ferretería de Tetuán hasta el dormitorio principal de una mansión de Somosaguas. Era una maravilla, una melodía armónica, y frágil, y brillante, y difícil, y compleja, sublime como una pequeña sinfonía magistral. Mientras la escuchaba, se dejó arrullar por sus acordes y empezó a bostezar. Durmió menos de tres horas, pero se levantó con una energía que le hizo dudar de su verdadera edad.

—¿Qué me dijiste anoche? —Cuca frunció el ceño en el desayuno, y él sonrió—. Creo que era algo importante, pero no me acuerdo.

—Que el capitalismo era un sistema agotado, eso te dije —cogió otra napolitana para celebrarlo—. Que el ciclo se ha acabado y nada volverá a ser como antes.

—¡Qué tonterías dices, Juan Francisco! —ella negó con la cabeza, le apretó un brazo, le habló con la misma dulzura que habría empleado con un niño enfurruñado—. Esto pasará, como todo, ya lo verás. Y antes de lo que crees.

El Gran Capitán besó a su mujer. Sabía que la mayoría de sus colegas, casi todos, le habrían respondido lo mismo que ella, pero no se preocupó. Dios había creado el mundo en siete días y él iba a necesitar un poco más de tiempo.