La Provincia - Diario de Las Palmas

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El artista como ‘homúnculo’ de su obra

Un aura de crística paganía, con muerte prematura incluida, envuelve la figura de Millares, para quien lo auténtico es «el acto creador»

Retrato de Manolo Millares. La Provincia

Indisociables. «Yo no sé lo que pinto, pero sí sé muy bien lo que hago», subraya en una entrevista de 1959. Lo que hace, todo lo que toca, es indisociable: Pintura y escritura, pictografía aborigen y mirada vanguardista universal, figuración (abstracta) y abstracción (figurativa), etcétera. Porque, como en muy pocos, obra y artista son inseparables (sólo al crear es consciente de estar haciéndose a sí mismo). Ética y estética no conocen en él distingos. A Millares no le interesa el concepto sino atrapar las concepciones; que la obra conserve la mácula de su proceso creador. Rehuye de la imagen del artista que domeña su producción como un Prometeo burgués; y se concibe a sí mismo, por contra, como un homúnculo de sus creaciones; y hasta pende de ellas, con fragmentos de su propia piel desgajada.

Toda su vida ha sido un cúmulo de tumbos y busca hacerlos presentes en cada pieza, de un modo tanto más arduo por cuanto —sin merma del pálpito— los reduce progresivamente al chasis de la mínima expresión cromática. Que se aprecien las larvas del «homúnculo» y el «antropofauno», sus alientos, en la arpillera final, esa página arrugada y vertical, donde a la inversa de la escritura convencional, se hace de blanco sobre negro. (Para él, estas dos tonalidades, que pinta con sangre de las yemas de sus dedos, no son colores, sino «valores»).

Obra y artista son indisociables en Manolo Millares como en muy pocos, Ética y estética no conocen en él distingos

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Dualidad y abismo. No es de extrañar, pues, que, ante tanta complejidad, y tanta metamorfosis desdoblada, ni un sólo exégeta de la obra de Millares pueda salvarse de incurrir en algún tipo de antagonismo para explicarla. Empezando por él mismo: «Hablo de una radiente herida de salud» (Memoria de una excavación urbana); aquí y allá: «Mis personajes / despersonajes», «Mis figuras / desfiguras», «Destruyo / construyo», etcétera.

Entresaco a voleo dobles vínculos empleados por sus más variopintos intérpretes, quienes se los aplican, muchas veces, indiscriminadamente, a su obra y a su persona. Es un artista «suave y violento». «Desgarrado y tierno». «Afable pero irascible». «Arqueólogo del presente». «Buscaba el comienzo, buscaba el fin». «Quiere apartarse, quiere retornar». Es «antigregario pero solidario». Su «agonía geométrica». Su «simbología matérica». Su «esperanza estrangulada». Su «armonía barroca». «Grito y silencio». «Rumor y materia». «Caos y límite abrupto». «Metafísica presencial». «Materia expresante». «Romper y coser». «Dispersión unitaria». «Obsesión por la muerte y obsesivo amor a la vida». «Violencia y serenidad». «Explosión y vacío». «Sombras y masas», etcétera.

Esto es, una sucesión infinita de opuestos, que nos indica, al mismo tiempo, la doble pulsión del vacío radical por el que transita, y el afán por superarlo sin suprimirlo. Porque, para decirlo de un solo trazo, pese a todos los ismos por los que transita, y el inventario es demasiado abultado para la época y su corta vida: el acuarelismo, el dadaísmo, el surrelismo daliniano (del que muy pronto despotricará, hastiado de que en España el surrealismo sea sinónimo de Dalí), el surrealismo mironiano, el primitivismo, el constructivismo, el abstraccionismo, el informalismo, el expresionismo, el nihilismo, el vitalismo, etcétera, en realidad, en Manolo Millares el único y verdadero ismo, es el abismo.

Una sucesión infinita de opuestos nos indica la doble pulsión del vacío radical y el afán por superarlo sin suprimirlo

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Muros y perforaciones. El artista vivaquea por su espacio mental, descalzo, como por sobre los vidrios incrustados sobre el muro. Hay que cimentar ese vacío, pero sin adulterarlo, por cuanto Manolo Millares no quiere agregar ningún arte al ser, lo que le merecería una impostación, sino liberar al que intuye que es. No le interesa, por eso, el engagement «compromiso» sartriano, sino la «honestidad» de Camus, sabiéndose un Sísifo irredento de su propia creación.

Es también, por eso mismo, un butronero de la Caverna de Platón. Por los mismos años en que el hombre se ufana por haber llegado por vez primera a la Luna, él se proclama, por contra, un excavador («un arqueólogo de la civilización del desperdicio», lo llama José-Augusto França); Persigue horadar más y más hacia el subsuelo, pues todo ascenso le merece una falacia, una impostura.

Para Millares, el arjé solar, la iluminación platónica, no se encuentra allá arriba, por el boquete del techo, que es, también, un espejismo del logos, sino del otro lado del muro donde mismo bregamos entre las sombras. Y es significativo que, en los dos primeros años de estancia madrileña, a partir de ese 1955 que marcará el antes y después de su historia personal, y hasta 1957, en que se hace cofundador del Grupo El Paso, y empieza a concentrar sus pasos rumbo a la arpillera, Millares emplee esa transición para abundar en sus Muros y Perforaciones, incluso en muros perforados, como si de algún modo, y tan rudimentario como siempre, intentara alicatar ese vacío por el que deambula o mejor dicho, funambula.

El artista como ‘homúnculo’ de su obra

Pero van de la mano —de nuevo lo indisociable— la tapia (frágil) y el agujero (compacto), que intercambian sus perspectivas. En carta a Eduardo Westerdahl (1960), el artista explica: «Mis cuadros están cada vez más rotos pero no se trata de preocupaciones estéticas espaciales sino de vacíos psíquicos que me embargan».

Atención: los agujeros que traza son sus «vacíos psíquicos». No puede haber más estrecha fusión entre un artista y su obra. Ellos son las huellas tras las metrallas mentales que agujerean cada nuevo muro que alza, y que le suponen a la vez protección y paredón; algo por derribar para poder ser recreado. No hay asidero para ecce homúnculo que es el artista. El agujero y el muro son él mismo —su «vacío psíquico»— y su obra. No por nada, proclama que no va en busca del vellocino de oro, sino, solidariamente, del «vellocino de trapo».

Desde una insatisfacción irredimible, siente siempre que se va de vacío. Y es porque, una marca añadida a su genialidad, también entra de vacío a su estudio. Según el testimonio de quienes más cerca estuvieron de él, Manolo Millares rara vez utilizaba un boceto, y no pocas veces ignoraba lo que iría a pintar hasta no enfrentarse al lienzo —o a la arpillera— en blanco. Bueno, al menos físicamente, porque es muy posible que sí lo llevara ultimado en su cabeza. Su boceto, tal vez también sus materiales de trabajo, era su «vacío psiquico». Necesitaba exorcizarlo, el vacío, el agujero, pero la única manera de lograrlo, y nunca del todo, era —perdón por la paradoja— manteniendo el agujero intacto.

(Para Lacan, «el agujero del donuts», del que se alimentan los verdaderos artistas; su parte más nutritiva, porque nunca se acaba...). El agujero de la boca de El grito interminable de Munch; de las cuencas de los ojos del hombre de la camisa blanca de los Fusilamientos..., de Goya. (Ya es sintomático que un pintor informalista se inspire manifiestamente en dos figuraciones tan contundentes).

Pese a todos los ismos por los que transita, en realidad, en Millares el único y verdadero ismo es el abismo

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Los orígenes, el horizonte. Mucho se habla de la inserción de Millares en la tradición española (Altamira, sepulcro de Felipe II, Goya, Torquemada...), pero, desde su activo papel como cofundador del Grupo El Paso, tal vez eso no sea más que una hábil triquiñuela promocionaria. Pues, mucho más que enraizado en la España negra, que también, a Millares habría que reenmarcarlo más allá, en la historia del color negro, como un Goya ya asfaltado y —metamorfoseado a la sombra de Klee— disuelto en un Picasso bañado en Pollock.

A nuestro artista / excavador hay que echarle de pintar (y de hacer) aparte. Se mueve como pez en el agua entre los arquetipos del Ruedo ibérico; pero, una vez más, para desfondarlos. Y lo más relevante es que, cuanto más avanza en su eterno zigzagueo, más retroceden y dilatan también los orígenes a sus espaldas, hacia su irreductible dualidad. Las cuevas de Altamira universalizan ahora las cuevas guanches que inspiraron sus Pictografías originaria, y la silente camisa del hombre de los Fusilamientos... hace que se desenvuelvan los vendajes de las momias que tanto obsesionaron su primera juventud en el Museo Canario. Y el holocausto de la Conquista coincide con el de las dos guerras, española y mundial, que ha vivido. Con su cromatismo cada vez más en el chasis, Millares se remonta ahora a pintar, en sendas láminas, a Adán y Eva, y, junto a las serigrafías de Torquemada y el sepulcro de Felipe II, nos muestra a Humboldt en el Orinoco, y reiventa a los Neanderthalios... Desde una ubicuidad ímproba, quiere extender su denuncia global como coetáneo de todas las épocas y de todos los lugares... Ese afán es recurrente en sus escritos. En Memoria de una excavación urbana, expresa, por ejemplo: «Cuarenta mil años, que si te vi no me acuerdo, como el desande bajo un polvo blanco si se quiere; una cumplida vitrina-aire-nada». Millares de orígenes, pues, bajo la zarpa de «la aguardadora» y «dominadora muerte».

Signos como células. Entre nitzscheano y camusiano, para Millares «toda lucubración intelectual basada en lo inamovible, deviene sombra sobre luz, drama sobre juego, muerte sobre vida». Por eso, no le interesan los conceptos, decíamos, sino las concepciones. No los productos finales, sino sus metamorfosis. Lo orgánico y el vivo aperturismo en que permanece cada uno de sus cuadros son, acaso, su principal marca. Al punto de que sus signos son, al mismo tiempo, células.

En la trayectoria de la mayoría de los artistas, el paso de la figuración a la abstracción suele ser un camino sin retorno. Pero Millares, da tumbos, decíamos, y cuanto más se aproxima a la abstracción de las arpilleras, más regresan por el camino, nuevas figuraciones, desde los homúnculos a los antropofaunos. Es una amalgama en permanente estado de eterno retorno, para, de un modo ambidextro, atender, en cada pieza, a la vida y la muerte. Nos espeta contra la vida inerte, y en paralelo, nos muestra la imparable vitalidad de la muerte. El mentado influjo de El grito, de Munch, y de la escena de Los fusilamientos..., de Goya, abarca a la inquietante inminencia de sus arpilleras, que se cierran sin cerrarse jamás. Aquellos se nos muestran al ojo rotundamente concluidos, pero sabemos que su mayor atractivo está en lo por llegar: la intriga de por cuánto tiempo seguirá durando el grito a garganta pelada, que adivinamos imparable, y la seguridad del desastre una vez se acometan los disparos sobre el hombre de la camisa blanca. (Brotará el rojo de su sangre, que él siempre pinta, por aspersión, a posteriori).

Su viuda, Elvireta Escobio, describe sus claros del final como el color de un dramatismo ya sin remedio, oscuramente calcinado

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Creo que esa respiración rumbo hacia algo inminente que no se detendrá jamás es uno de los grandes atractivos de Millares. El cuadro está cerrado hacia su infinita apertura; es decir hacia su dualidad. La arpillera es mortaja que respira pero también es blanco pañal, en perpetuo estado de retrospección e inminencia; indiscutiblemente orgánica, está cuajada a la vez de muerte y nacimiento. Por encima de todo, Millares no quiere disecar sus dualidades, ni neutralizarlas. El artista ha dado tumbos y los quiere presentes en sus piezas, en sus agujeros, en sus rasguños, en sus tapias.

Si, muy joven, a propósito de una de sus primeras muestras, había proclamado «no hay nada de realismo en mis figuraciones», ahora vela por la humanización de la abstracción. Si la mayoría de los artistas que viran hacia el informalismo suelen dejar muy atrás sus etapas de figuración, Millares zigzaguea, avanza, retrocede. Es un alud de sincronías, que quiere mostrar también los despellejamientos del camino, sus heridas, sus despojamientos, y hasta el chasis de sus bastidores. Porque todo está desechado en la vida de antemano, en su arte nada se desecha.

Dar en el blanco. Hacia el final de su vida, ese viaje ubicuo por la irreductible dualidad le lleva, como es sabido, hacia el predominio del color blanco en sus arpilleras. Y una secular disputa se ha generado desde entonces sobre si esa hegemonía debe ser interpretada como un triunfo final de la vitalidad y la esperanza, o una intensificación del dramatismo. En tesis suscrita, por ejemplo, por Juan Manuel Bonet, José-Augusto França habla de «la victoria de lo blanco», el triunfo de la luz sobre las tinieblas, y en definitiva de la vida sobre la muerte. En las antípodas, otros intérpretes, como Fernando Castro Borrego, se escoran hacia el incremento de la tragedia final, que comparte su propia viuda, Elvireta Escobio: «Sus claros del final no son una brecha abierta a la esperanza, sino el color de un dramatismo ya sin remedio, oscuramente calcinado».

Mesianismo secular. En su figura, tan indisociable de su propia obra, decíamos, hay algo de mesianismo profundamente secular. En un obituario publicado en el momento de su muerte en el Abc, se destaca este testimonio de José María Moreno Galván, uno de sus más íntimos amigos y más certeros exégetas: «Lo suyo es, por encima de todo, una tentativa de comunicación con el hombre que se fue, con el hombre que se va, con el hombre que no se conoce, pero al que se sabe un semejante...». Y, en las mismas páginas, la crítica de Arte Maria Luisa Borrás, expresa que, junto al arqueólogo meticuloso sereno y reflexivo, convive en el artista «la pasión desbordada, alucinante de un hombre que sufre en su carne el sufrimiento de los demás». Pienso que, en efecto, incluyendo su muerte prematura, y su «cruz, su parte en el dolor humano», y el modo de su arribo final a «las blancas playas de la muerte», por decirlo con los versos de Domingo Rivero, un cierto aura de crística paganía y redención (que sabe imposible) envuelve la figura de Manolo Millares Sall.

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