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Millares, pintor performativo y metafísico

Millares, pintor performativo y metafísico

El universo poético del canario trasciende el marco histórico-político en el que la crítica lo encasilla; no hay en el arte español del siglo XX una expresión más estremecedora del hombre como ser abocado a la muerte

La interpretación canónica de la pintura de Millares fue establecida por José Augusto França, crítico de arte portugués, y por José María Moreno Galván, crítico español del grupo El Paso. Ambos encuadraron su poética en el contexto político de la Guerra Civil española. Millares aceptó y manejó esta lectura que le asignaba a las imágenes de su pintura una dimensión crítica. Los artistas del grupo El Paso, al que pertenecía el artista canario, compartían estos postulados. Yo sostengo que el contenido simbólico de su obra ostenta un significado simbólico que trasciende el marco histórico- político en que se produjo. Es más universal; lo cual no quiere decir que la lectura de França y Moreno Galván fuese errónea, pues el propio Millares la asumió sin reservas; pero sí creo que era reduccionista. Y como raras veces la obra de un gran artista —Millares lo era— puede encasillarse en una interpretación unívoca, pienso que no cabe seguir limitando el significado de su pintura al plano político, tampoco al plano formalista, que toma como dato exclusivo su adscripción a la estética de la abstracción. En cualquier caso, las atrocidades denunciadas por Millares no son atribuibles únicamente a un sujeto histórico, sino a la especie humana que lleva grabado filogenéticamente el signo del mal. La víctima en la obra de Millares es el preso fusilado en la contienda civil española, el aborigen masacrado por los conquistadores, pero también el hombre brutalmente asesinado en cualquier país y en cualquier época. Esto es lo que Hegel llamaba el «universal concreto». A este respecto no se puede soslayar el significado universal del homúnculo, palabra que no significa nada en el plano político, histórico o social porque está impregnada de un significado espiritual que remite al pensamiento esotérico y a la alquimia. Millares podía haber elegido cualquier otro término para expresar la idea del hombre que renace de sus cenizas, pero no lo hizo, y deliberadamente optó por una palabra cuyas connotaciones espirituales no pueden pasar desapercibidas para nadie. El homúnclo, según Millares, es un «sombrajo de la redención humana». El ser humano se distingue como especie por su capacidad para renacer, para reconstruirse en un sentido genésico. El homúnculo es una imagen dinámica que evoca la idea de la muerte y el renacimiento. La carne torturada de la víctima contiene el germen de una transfiguración espiritual que, sin embargo, no es trascedente sino inmanente. El homúnculo es «lo sensible espiritualizado», como decía también Hegel. Los homúnculos, según Millares, son despojos que llevan en sí el germen de su transmutación. Es sabido que la transmutación de los metales era la gran operación de la cocción alquímica. Hay en la estética del surrealismo una reinterpretación del saber alquímico, que fue expresada por André Breton mediante la afortunada metáfora de la «búsqueda del oro del tiempo» (Discurso sobre la poca realidad). Millares conocía bien los presupuestos estéticos del movimiento surrealista, pues en su juventud atravesó una etapa surrealista que plasmó en unos dibujos a tinta. Los alquimistas buscaban la trasmutación de los metales en oro; pero dicha operación hay que entenderla en un sentido espiritual como metanoia, es decir, como transmutación de la mente que nada tiene que ver con la transmutación de los metales. Es lo que se conoce como «alquimia interior». Descubrí esta idea en un artículo de Jung, Las visiones de Zózimo, que se encuentra en un libro suyo titulado Psicología y simbólica del arquetipo. Zózimo, era un alquimista griego del siglo III. Basándome en este hallazgo iconográfico, publiqué, como digo, en 1988 un artículo en la revista Syntaxis (nums. 16-17), donde sostenía la tesis de que las obras respectivas de dos artistas canarios del siglo XX, Óscar Domínguez y Manolo Millares, reflejaban un contenido simbólico que guardaba una extraña relación analógica con las visiones de Zózimo estudiadas e interpretadas por Jung desde los presupuestos de la psicología analítica. En dicho artículo de Syntaxis sostenía que Domínguez era un poeta de la sangres derramada y Millares un poeta de la piel y del cambio de piel. En la obra de este último se manifiesta, más palmaria si cabe que en la del primero, la idea de una transmutación espiritual. No cabe duda que Millares estaba obsesionado con la idea de la piel y el cambio de piel. Se ha dicho que las arpilleras evocan las humildes mortajas de los enterramientos guanches; de tal modo que la obsesión por la piel aparece asociada en su obra a la idea de la muerte. En este plano escatológico se sustenta la afirmación de que Millares es un pintor metafísico. Entiéndase que la suya es una metafísica de la muerte. Tal dimensión está presente en otros creadores canarios, si bien de un modo diverso. En Oramas lo metafísico se manifiesta como luz que instaura un mediodía eterno; en Juan Ismael, se revela como lo desencarnado y angélico que nos acompaña silenciosamente; y en Cristino de Vera como atomización lumínica que disuelve los cuerpos y las cosas negando la idea del tiempo y de la muerte.

Millares, pintor performativo y metafísManolo Millares, arriba, tercero por la derecha, frente a Martín Chirino, en la inauguración del museo de Arte Abstracto de Cuenca. La Provincia

Es improbable que Millares tuviera conocimiento del mencionado texto de Jung y menos aun del tratado de Zózimo; pero no importa. Lo cierto es que su obra expresa por medio de la idea del homúnculo un proceso de transmutación que en la alquimia se materializa mediante un protocolo perfectamente reglado que establece una transición cromática iniciada como putrefactio, que coincide con el negro-ceniza de las arpilleras y homúnculos de Millares y culmina en su última etapa como antropofauna, donde domina el color blanco que en vocabulario alquímico se denomina como albero, pasando por el rubredo, que son los trazos de color rojo de algunos cuadros de esta última etapa y que solo aparece en pequeñas dosis. Esta es la cocción alquímica rigurosamente descrita en un plano visual y cromático. Pero en otro plano, el de de las sensaciones táctiles, el elemento simbólico determinante es la piel. El propio Millares dejó algunas pistas al respecto. Me refiero a la imagen simbólica que el artista acuñó en uno de sus texto: el «vellocino de trapo». Como se sabe, el vellocino es la piel del cordero, o de la cabra. Tal imagen evoca las mortajas de los enterramiento aborígenes. La imagen simbólica del vellocino de trapo (la arpillera) es el polo opuesto o contrario del «vellocino de oro», título de una novela homónima del periodo helenístico que describe las aventuras de Jasón y los Argonautas, que se hicieron a la mar para encontrar el oro que recubría la piel del animal mítico. Pero de acuerdo con el principio de la inversión de los contrarios, que rige en el pensamiento esotérico, el trapo se convierte en oro. La imagen simbólica del vellocino de oro remite a un viaje intemporal que discurre por los senderos del sueño, el viaje al reino de la inmortalidad. El propio Millares realizó una performance, del que existe un registro fílmico, donde el artista cosía su propia mortaja. La mortaja es la piel del hombre. Heidegger afirmaba en Sein und Zeit que «la muerte es un innegable hecho de experiencia». Millares representó simbólicamente esa experiencia y lo hizo embalsamándose. De esta manera, la imagen del homúnculo viene a ser el testimonio de una experiencia existencial. Pues bien, en el relato de Zózimo, éste describió cómo escupía su piel y la devoraba. Puede decirse que la pintura de Millares es performativa, en tanto que profetizó y anticipó simbólicamente la emancipación del hombre, y lo hizo describiendo el proceso por el que el homúnculo, ese «sombrajo de la redención», deviene un ser emancipado. Por lo tanto, el vellocino de trapo no es sino el punto de partida del viaje del hombre que culminará al encontrar el vellocino de oro. La meta es la emancipación y liberación del hombre:. En otro de sus textos, Millares aseveraba que «la destrucción y el amor corren parejas por los espacios y parajes descoyuntados. No importa que el hombre se haya roto si de él emergen rosas de légamos y principios renovadores como puños». Solo había que haber leído sus escritos con detenimiento, algo que la crítica no hizo por pereza, ya que era más fácil darle crédito a la interpretación política y sociológica; todo antes que afrontar la complejidad y riqueza de su mundo simbólico. Es cierto que la lectura política no puede descartarse del todo. Pero Millares comprendió que el amor es una experiencia más noble que el odio o el rencor que preside a menudo la contienda política. El homúnculo revela la fuerza del amor y la piedad en un mundo, el de la posguerra española, donde reinaba la inclemencia y la injustica. En Destrucción-construcción en mi pintura, ofrece las claves para entender esta visión performativa y dialéctica. Si bien hay que aclarar que el concepto de piedad, aun cuando tenga resonancias culturales cristianas, no pertenece a esta tradición, sino que remite a un poema de Baudelaire que Cezanne recitaba de memoria: Une Charogne (una carroña). El contenido simbólico del mismo es la luz que emana de las entrañas de una viejecita caída en una calle de París, enseñando sus vísceras a los viandantes. He aquí el símbolo de una transfiguración. Viene a decirnos Baudelaire que del barro, del fango, brota el oro del espíritu. Asimismo, del harapo surge la luz que refulge en la negrura de las arpilleras como putrefacción creadora. Diríase que Millares pudo haber leído este poema de Baudelaire para construir, desde «los vivientes harapos (haillons)», la imagen del homúnculo.

Millares creó un universo poético cuyo correlato filosófico es el existencialismo. No hay en el arte español del siglo XX una expresión más estremecedora de la idea del hombre como ser abocado a la muerte, tal y como lo expresaron Heidegger y Sartre. «Sabemos —dice Millares— que el eterno problema de la muerte presenta su nueva y repugnante amenaza en todas las esquinas, desde la aparición del árbol nuclear y la fruta bacteriológica, creando una constante pánica que repercute en todas las naciones y en la humanidad entera». En los albores del siglo XXI, esa «constante pánica» vuelve a sembrar el terror en la humanidad. La superación de una historicidad estricta y estrecha que solo veía en Millares al pintor que dio testimonio del horror de la Guerra Civil española, es la condición de posibilidad que dota de universalidad profética a su fascinante mundo simbólico. Hoy sentimos también el presentimiento de que el «árbol nuclear» puede volver a crecer en las entrañas de una humanidad cainita e irredenta.

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