La Provincia - Diario de Las Palmas

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Pequeña memoria de una fascinación

Evocación sobre el personaje complejo, contradictorio, culto, sensible, apasionado, y frágil que fue Manolo Millares

Retrato de un joven Manolo Millares. La Provincia

50 años ya de aquellos días tristes de agosto de 1972 en el Cementerio Civil de Madrid, donde un grupo numeroso de personas acompañábamos en silencio a Manolo Millares, en un acto en el que se mezclaban el dolor y la pena por la desaparición de una persona querida con la sorda demostración de la impotencia ante una muerte tan injusta, tan temprana.

Desde entonces se ha celebrado el conjunto de su obra como corresponde al enorme artista que fue. Y sin embargo, en la distancia del tiempo, la obra de Millares resulta hoy aún más perturbadora de lo que ya fue en la época en que vivió. Probablemente por la ausencia de pathos, de tensión dramática que en gran parte padece el arte actual, de aquella intensidad emocional que fue la base de su pintura.

Lejos de hablar de su trayectoria artística me gustaría evocar aquí al Manolo Millares, al personaje complejo, contradictorio, culto, sensible, apasionado, y frágil que yo, entonces un joven, iluso y fantasioso, conocí.

En el recuerdo me vienen imágenes de su paso por mi casa familiar en Las Palmas, en la calle Albareda, donde mi abuelo materno, Miguel Alonso, le cedió su primer estudio en el entresuelo del edificio donde vivíamos. En aquel estudio empecé a vislumbrar lo que para mí sería el sorprendente descubrimiento de la pintura contemporánea a través de una iconografía que, paradójicamente, era abiertamente arcaica, primitiva, como eran los signos de las pictografías guanches que Manolo empezaba a incorporar a su pintura. Recuerdo su energía, su entusiasmo y su incondicional dedicación no solo a su indagación poética sino incluso a un tipo de pintura que ya no era de su interés, como los retratos de encargo que, tal vez en agradecimiento a la generosidad de mi abuelo, se dedicó a hacer a algunos miembros de la familia. Recuerdo las muchas horas que pasé posando ante él en el recibidor de mi casa, contemplando con indisimulado asombro aquel despliegue de retorcidos tubos de pintura, pinceles gastados, trozos de tela, frascos de aguarrás y sobre todo aquella hipnótica paleta atiborrada de las espesas manchas de los colores del óleo.

Aquello ocurría en 1951 y yo tenía 6 años. Cuatro años después Manolo y Elvireta Escobio vivían en Madrid. En mi casa recibíamos las noticias de los éxitos internacionales de Manolo con una enorme alegría. Mi padre, Juan Luis, el más silencioso de los hermanos de Manolo, celebraba, discretamente pero con gran entusiasmo, aquellos éxitos y me transmitía su orgullo sincero ante las hazañas artísticas de su hermano pequeño. Recuerdo aquellas cartas de Manolo con su inconfundible caligrafía en mayúsculas entrelazadas, junto con recortes de prensa con críticas muy elogiosas hacia su pintura. Caligrafía que luego desarrollaría en textos enigmáticos, una suerte de documentos indescifrables, de resonancias antiguas. A veces Manolo y Elvireta volvían de vacaciones a Las Palmas. Recuerdo, especialmente, una pequeña fiesta que mis padres les dieron en casa y cómo me impresionó aquella velada, en la que Manolo (soberbio jersey rojo), tocaba la guitarra acompañando a Elvireta que cantaba hermosas y melancólicas canciones sefardíes.

Martín Chirino y Manolo Millares.| LP/DLP

Cuando en 1963 me fui a Madrid a estudiar Arquitectura, Manolo ya era un pintor consagrado que había superado las dificultades de los comienzos después de su salida de Las Palmas. Mis primeros años en Madrid están muy vinculados al piso de Manolo y Elvireta en la calle Hilarión Eslava. Aquellos dos pisos unidos donde estaban la vivienda y el estudio de Manolo los recuerdo muy vivamente por la enorme influencia que tuvieron sobre mí aquellas dos personalidades tan especiales, tan atractivas desde todos los puntos de vista, artístico y humano, como eran mis tíos Manolo y Elvireta.

Yo tenía 18 años y era la primera vez que salía de Canarias. Hasta entonces la influencia de mi padre había sido fundamental: sus gustos literarios y musicales, su intuitiva comprensión de la modernidad por la que transitaba su hermano.

La casa de Manolo y Elvireta en Madrid era el lugar perfecto para el desarrollo de la curiosidad intelectual de un joven de la época que, naturalmente, pretendía comerse el mundo. Bajo los techos abovedados del piso de Hilarión Eslava, diseñado por Antonio Fernández Alba (del que luego escuché brillantes lecciones en la Escuela de Arquitectura), pasé muchas tardes que me aliviaban del triste ambiente de las pensiones de estudiantes. Recuerdo, sobre todo, la librería con la colección de libros de arte y literatura que a mí me abrieron definitivamente el mundo de la cultura contemporánea.

Allí supe del Ulises de Joyce, del Contrapunto de Huxley, del Segundo sexo de Simone de Beauvoir, de la obra de Faulkner, de Marguerite Duras, de Humboldt, cuyo rigor científico y espíritu ilustrado tanto influyó en la obra de Manolo; allí conocí aquellas dos bizarras combinaciones de fotos y textos, Toreo de salón e Izas, rabizas y colipoterras, de Cela; infinidad de novelas y autores que hasta entonces yo desconocía. Las revistas que se amontonaban ordenadamente en la mesa baja del salón: revistas de arte (L’Oeil, Art Forum, creo recordar), que yo ojeaba con avidez; la revista Casa de América (la revolución cubana en el horizonte) con las aportaciones de Cortázar, Vargas Llosa (¡ay, cómo pasa el tiempo!), García Marquez; las clandestinas publicaciones de Ruedo Ibérico, en las que Manolo solía participar con expresivas ilustraciones.

Tiempos de Revolución: social, sexual, artística, cultural… La Realidad saltando por los aires en nuestra ardiente imaginación y en nuestro deseo.

Recuerdos de los personajes que pasaron por aquella casa y que mi apocamiento provinciano (que diría Muñoz Molina), y mi paralizante timidez impidieron que les conociera más a fondo: el pintor Lucio Muñoz, el crítico José María Moreno Galván, el neurólogo Alberto Portera,… Las visitas a casa de Martín Chirino en San Sebastián de los Reyes. Y aquella casa inolvidable de Cuenca, encaramada a la hoz del Júcar, con la colección de preciosos juguetes populares y los paseos otoñales por los alrededores de la ciudad.

Eva Millares Escobio, una de las hijas del artista. | LP/DLP

Los retazos imprecisos de la memoria me vienen como fragmentos más o menos nítidos. Su alergia instintiva hacia el gusto y las convenciones burguesas, sus comentarios críticos sobre la frivolidad y la complaciente ironía del Pop Art con la emergente sociedad del consumo masivo; su desagrado por una postal de Juan Genovés con la consabida multitud de hormigas humanas huyendo, que yo le había llevado para recaudar dinero para alguna causa política; la tarde de cine que pasamos juntos cuando le llevé a la Filmoteca al estreno en España de la inquietante y bellísima Freaks, de Tod Browning, que le hizo confesarme su secreto deseo de haber hecho cine, y la tarde que me llevó al aeropuerto para comprar urgentemente un billete a Las Palmas cuando falleció repentinamente mi padre a los 46 años.

Años después, Elvireta me llamaría para decirme que Manolo tenía un tumor cerebral del que moriría un año más tarde, también a los 46 años. Impresiones inolvidables de mi juventud llena de admiración por su talento, su personalidad secreta y luminosa a la vez, su afecto, y su cariño.

Compartir con Manolo, Elvireta y la pequeña Eva, (Coro aún no había nacido), aquellas veladas de los años 60 fue para mí un continuo descubrimiento, un estímulo constante que yo intenté absorber con entusiasmo. Eran una pareja de referencia necesaria, un modelo de convivencia y de respeto, una mezcla de vitalidad y cultura que me fascinaba. Incluso cuando viví la crisis que les mantuvo separados un tiempo, aprendí aún más acerca de la complejidad y dificultad de las relaciones en pareja, del dolor y el daño que se pueden hacer dos personas inteligentes y que tanto se han querido.

Muchos años después de su muerte, cuando hice la película documental sobre sus memorias de infancia y juventud, Cuadernos de contabilidad de Manolo Millares, tuve la ocasión de confrontar las vivencias y recuerdos de Manolo con las de sus hermanos y personas que habían compartido con él los duros años de infancia, de la Guerra Civil, de la represión franquista y del despertar al arte, la cultura y la vida. Y también la de rememorar aquellos años sesenta, llenos de esperanza, cuando Manolo Millares me hizo descubrir y amar, sin él saberlo, el extraordinario y complejo mundo de la cultura, la creación y el arte que ya me acompañaría para siempre.

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