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Un pintor esencial y único

Un pintor esencial y único

Cincuenta años ya, parece que fue ayer, de la muerte de Millares, a los 46 años tan sólo. Quedan, por lo tanto, cuatro para su centenario. Empezó muy joven, de lo contrario le hubiera sido imposible hacer tantísimas cosas en una vida tan breve

Todo empieza con un entorno familiar de gran tradición literaria y liberal, la lectura de Agustín Millares Torres o de un exiliado como Agustín Millares Carlo, la proximidad a sus hermanos poetas (Agustín y José María), la colaboración en diversos proyectos literarios de su padre o de José Manuel Trujillo, en una dura posguerra.

La guerra civil, parte de ella vivida en Lanzarote, había supuesto para toda la familia un trauma decisivo, y a la vez, para él, el verdadero descubrimiento del mar, tal como lo cuenta en sus Memorias de infancia y juventud, donde dice que esa revelación no fue en la playa de las Canteras, sino en Lanzarote, durante la contienda.

Fascinante el proceso que en la década del 40 conduce a Millares de unas acuarelas figurativas, no especialmente personales, a un proceso de asimilación acelerada e intensiva de la modernidad. Proceso hecho de idas y venidas, mediante el cual encuentra un referente importante en Alonso Quesada, del que ilustra un par de plaquettes para Planas de Poesía, y realiza un solar retrato imaginario incendiado; bucea en el mundo lorquiano; se acerca al surrealismo daliniano, para enseguida apartarse, y preferirle a Miró, uno de sus faros ya por siempre, con Paul Klee; se empapa de la herencia prehispánica del Museo Canario, institución muy ligada a su familia; se interesa también por Torres-García y su mamotreto Universalismo constructivo; conecta, vía Eduardo Westerdahl, con el pasado vanguardista del Archipiélago y con el Óscar Domínguez de la Cueva de guanches; gracias al mismo, y a Ventura Doreste, asimila la lección de Altamira, el grupo abstracto fundado en Santillana del Mar, en 1948, por el alemán Mathias Goeritz; y deslumbra a propios y extraños con sus Pictografías canarias, que son sus primeras obras maestras. En 1953, su primer viaje a la península será para participar en un curso santanderino sobre la abstracción, con el cual visitará, precisamente, Altamira.

LADAC es la primera cristalización grupal del proyecto de Millares, en el que cuenta con algunos de sus coetáneos, pero también con seniors como Plácido Fleitas, Juan Ismael y Felo Monzón, y con conexiones peninsulares. Luego estaría el grupo sin nombre de la playa de las Canteras, con sus rituales privados y su afán experimental: Martín Chirino, Tony Gallardo, Juan Hidalgo y Manuel Padorno, entre otros. Es, para Millares, la época de alguna colaboración con el último de los nombrados, y sobre todo de sus primeros Muros, esenciales, a los que se incorporan materiales como el barro cocido o, ya, la arpillera.

1955 es el año de la célebre fotografía de Millares, de Elvireta Escobio, de Chirino, de Padorno, y de Alejandro Reino, en la cubierta del buque que les llevó a Madrid. La capital española significa para él él encuentro con un senior ya admirado en la distancia como Ángel Ferrant, y sobre todo con otros artistas emergentes afincados en la ciudad, con los que en 1957 participaría en la aventura de El Paso, grupo del que será, con Antonio Saura, el principal motor.

En sus composiciones de 1956 insiste en la arpillera, entre el ocre de base, el blanco, el rosa... A los 31 años, inicia la serie de las Arpilleras, numeradas del 1 al 200, y profundizando en los Homúnculos. Nunca renuncia a la construcción, pero siempre con el contrapunto de la destrucción. Negro, blanco, rojo: se inscribe en la veta brava, y a la vez, aprende del art autre, y del action painting. En esa clave, ya internacional, está presente junto a Pollock y Asger Jorn y otros muchos, en la colectiva madrileña Arte otro (1958). Inicia también un trabajo paralelo en el campo del papel. Pronto, va a encontrar marchands fuera, como Daniel Cordier, gran figura de la Resistencia, en París, y Pierre Matisse, el hijo del pintor, en Nueva York.

Un pintor esencial y único

Un pintor esencial y único JUAN MANUEL BONET

1960, además de ser el de la disolución de El Paso, es año clave para el pintor, precisamente gracias a su presencia en sendas colectivas españolas en Manhattan, celebradas respectivamente en el MoMA, con el poeta Frank O’Hara (entonces curator del museo) como comisario, y en el Guggenheim, donde ese papel lo desempeña James Johnson Sweeney, siempre atento al mundo hispánico.

En los primeros 60, le tienta la experimentación, se interesa por las combine paintings de Rauschenberg (también expuesto por Cordier), se relaciona estrechamente con el grupo ZAJ (liderado por su viejo amigo Juan Hidalgo), así como con Lourdes Castro y René Bertholo, portugueses de París y animadores de la preciosa revista artesanal Kwy (donde salen, en 1959, sus dos primeras serigrafías), con Eduardo Arroyo, y con ese terremoto que fue el argentino Alberto Greco. Ese es el contexto en que nacen, en 1964, los Artefactos para la paz, irónica contra-conmemoración de los 25 años de paz del franquismo, dedicada a su padre, «el primer mutilado de paz» al que conoció.

Esa década será, por lo demás, la de su presencia, a partir de 1964, en la escudería de Juana Mordó, la gran galerista de la generación abstracta, que ya lo había expuesto en Biosca, sala que había dirigido desde finales de la década anterior. En 1970, Juana editaría su carpeta de serigrafías Torquemada, con un poema de Padorno. En 1966, Millares y Elvireta están en las fotografías de Fernando Nuño que documentan la inauguración del Museo de Arte Abstracto de Cuenca, gran creación de Fernando Zóbel.

Tanto Sepulcro para Felipe II como Galería de la mina son dos obras clave de esa colección, y de la producción de madurez de su autor, dentro de la cual brillan también cuadros de inspiración marina como Animal de fondo o Pez abisal, así como los Humboldt en el Orinoco.

Las grandes y abultadas construcciones negras del periodo final, muy en la línea de los Artefactos, desembocan en el periodo que el gran historiador del arte portugués recientemente desaparecido José Augusto França definió por siempre como el de «la victoria de lo blanco»: variaciones sobre las escrituras notariales castellanas, fantasías sobre un mundo de infantas e infantes recostados en lechos o sepulcros, y sobre todo esa nueva vuelta de tuerca a la veta Museo Canario que representan los deslumbrantes Neanderthalios y Antropofaunas.

Sobre papel, el Millares final recrea las tremendas imágenes de Mussolini y de su amante Claretta Petacci colgados por los pies en el Milán de la Liberación, o un viaje al Sahara en que se fija en los cadáveres de los animales junto a la pista. Volviendo una última vez sobre una de sus pasiones más constantes, también inventa el diario de un arqueólogo del siglo de Oro, que Zóbel editaría en serigrafía en 1971, cuando ya el pintor estaba herido de muerte. Y escribe varios textos muy hermosos, entre ellos Memoria de una excavación urbana, editada ya póstumamente.

En tres décadas apenas, Millares logró definir uno de los universos plásticos más hondos y esenciales de la modernidad española, fijado ya mediante un Catálogo Razonado de su pintura que por encargo de Zóbel inició hace 50 años el firmante de estas líneas, que continuó Miriam Fernández-Alba, que remató Alfonso de la Torre, y que editó Lalo Azcona, gran coleccionista y mecenas.

Estos últimos años ha habido varias exposiciones sobre su obra, se han editado algunas de sus correspondencias, han salido a la luz sus papeles de curas… Inacabable Millares.

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