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Crítica

Patético viaje invernal de Goerne y Hinterhäuser

El arte liederístico alemán no puede limitar su riqueza a las normas de estilo propagadas por sus grandes intérpretes. Si esto ocurriera estaríamos ante un manierismo contradictorio con la pluralidad del más libre de los géneros musicales, el más íntimo y humano.

Han pasado bastantes años desde que el barítono Matthias Goerne debutó en el Festival de Canarias, nada menos que con el insigne pianista Alfred Brendel. Era entonces una voz muy lírica; personal, sí, pero en línea de extraordinaria cantabilidad «dentro de un orden».

Con el colosal Winterreise en la sala de cámara de Auditorio Alfredo Kraus, que prosigue la celebración de sus 25 primeros años, Goerne ha optado por el despliegue absoluto de su gran voz baritonal, curtida en la ópera, enorme en sonoridad (muy superior al volumen acústico de la sala).

La dramaticidad, el patetismo profundo de esta lectura descubrieron tal vez la auténtica voluntad de Schubert en su último compendio de canciones: un liedederkreis doliente, muy próximo en el tiempo a su muerte en plena juventud por una grave enfermedad que en su tiempo no tenía cura.

Los textos poéticos de Wilhelm Müller describen de manera elocuente la circunstancia del título: un viaje de invierno en el corazón, que rememora paisajes, personas, hechos vividos en la felicidad o el desarraigo. El último y bellísimo lied sugiere la muerte del caminante.

Esta música prodigiosa se desarrolla en 24 canciones que incluyen, sobre todo en la segunda mitad, muchas de las más admiradas, que aparecen de continuo en los recitales de los cantantes pero muy raramente en su integridad. En el silencio pleno escuchó el público estas joyas del Romanticismo más trágico, cantadas de memoria, sin una sola pausa ni un buche de agua, por un artista que domina perfectamente su gran voz y la proyecta en fortísimos, pianisimos y modulaciones muy ricas en la vocalidad de las melodías.

El pianista Markus Hinterhäuser es también indivisible de la calidad, la expresividad, las atmósferas y las transparencias del cantante, con el que logra una perfecta identidad de tempo, intensidades y carácter. Cuando es grande el volumen puede pulsar sin miedo a tapar la gran voz de Goerne, y si el color vocal se aterciopela en la levedad, la respuesta del teclado es perfecta.

Parece evidente que son inseparables en programas de concierto. En suma, es muy importante lo que nos ha ofrecido el Auditorio: el poder de la intimidad patética de un caminante que avanza sensible y sensitivamente hacia la muerte. No hace falta destacar los mejores momentos porque los 24 de la obra, así emitidos, forman un «corpus» indivisible.

Al final, las ovaciones pedían más. Pero ¿qué hay más allá de la obra maestra de un genio?

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