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Literatura

Neorrancios: Sobre los peligros de la Nostalgia

Los neorrancias maravillosamente descritos en este libro, búsquenlo

y comprueben cómo todos tenemos conocimiento de uno

Portada de ‘Neorrancios’. | | LP/DLP

Hay gente que te envía una foto de la Fincas Unidas antes de que fueran fincas unidas. Se ve la clínica del Pino rodeada de plataneras y campos sin cultivar, la Iglesia del Pino en medio de un arenal, (¡cuántos Pino tenemos!), Las Canteras con casas terreras, los alrededores del Estadio Insular y sus dunas, los coches de hora, un bar… ¡qué tiempos! Suspiran. E insinúan que antes se vivía mejor, no había tantas enfermedades como ahora, etc. etc.

Un cualquier tiempo pasado fue mejor. Olvidan que ahora la inmensa mayoría de la población ha sido escolarizada, que el sistema sanitario es prácticamente universal, que hay agua corriente, luz eléctrica… que las mujeres no van cargadas a la acequia para lavar la ropa y que hay coches privados… y que antes los niños se morían como moscas. Pero nada de eso los desengaña. Quieren vivir como siempre, dicen.

¿Y cuándo arranca ese siempre? ¿Cuándo terminó la guerra? ¿Cuándo llegó el turismo? ¿La democracia? ¿Cuándo ellos nacieron o jugaban entre las plataneras o corrían detrás de la máquina china? Había gente viviendo en cuarterías y portones. Una familia en cada habitación y un baño y una cocina comunes. La televisión en blanco y negro, dos canales, falange, el fascismo, la represión, el miedo, la violencia de género. Como siempre. Refugiándose en una nostalgia que idealiza el pasado, terminan deslizándose hacia lo más retrógrado. Son como aquel señor que se negaba a cruzar la avenida marítima por las pasarelas porque él siempre había cruzado la vieja carretera. El señor terminó atropellado, por supuesto.

Añoran la vida de antes pero se quejan si no tienen Internet ni cobertura para el móvil, y olvidan que antes se perseguía a los homosexuales, las mujeres estaban en casa con la pata quebrada, el hombre y el amo mandaban. Son los que cuando cierra una librería te dicen ¡qué lástima, cerró la librería tal! Pero no entraban en ella sino una o dos veces al año y encima pedían descuento. Se quejan de que el barrio ya no es como antes, se están tirando las casas y construyendo edificios. Casas húmedas, sin aireación muchas de ellas. Pisos construidos con un nuevo código técnico.

Pero quizás no tienen el «carácter» de las casas pequeñas, construidas con material sacado de la barra, en las que se acumulaban las familias numerosas. Son los Neorrancios maravillosamente descritos en este libro que les recomendamos. Búsquenlo y comprueben cómo todos tenemos conocimiento de un neorrancio. Y piensen en el peligro que representan para la corta democracia que disfrutamos. Si volviéramos a no tener electricidad para la lavadora ni internet ni móviles y si las mujeres siguieran siendo sumisas y los curas nos dijeran que pensar y como y a quién amar.

Son los que te hablan de que nuestra memoria es una refinería de aceite que nunca fue nuestra y no recuerdan ni un ápice a los hombres y mujeres que trabajaban en ella, con el olor del aceite metido en la nariz, el pelo, la ropa, impregnando el barrio y recordando con su persistencia que aquél era un barrio de trabajadores y por eso se podía poner allí esa fábrica de olores.

Es cierto que alguna vez, nosotros mismos, al llegar a nuestra calle de la infancia nos decimos: ha desaparecido el pozo de al lado de casa, la carpintería de Maestro Tomás, el almacén de piensos, los marmolistas junto al cementerio, las huertas de tomates y zanahorias, las plataneras, la cuadra de caballos y la vaquería, ya no se oye el mar. Ya no pasan las lecheras con sus cabras meando y cagando todo y ahora compras la leche en tetrabrik.

Y el marmolista ya no talla la lápida con cincel y martillo, aspirando el polvo del mármol y dándose de vez en cuando en los dedos. Artesanía lo llamaban cuando el polvo despedido era insano. Ahora las lápidas las hacen en un polígono industrial, un ordenador controla el buril que va grabando bajo la mirada de un operario que lleva mascarilla y gafas protectoras. Llegas a pensar que tu infancia ha desaparecido pero después te dices que quizás sea mejor. Sobre todo para el marmolista.

La nostalgia y la añoranza no son malas en sí. Te recuerdan quien eres, de dónde vienes. Impiden que te pierdas en la avalancha de información y pensamiento televisivo. Quizás no te cuenten tus raíces pero al menos te ayudan a unir el pasado con el presente. A qué el niño que recorría esas huertas, que se bañaba en la desaparecida playa de Santa Isabel, perseguía la máquina china y jugaba con un palo de la carpintería sigas siendo tú y los amigos ya olvidados vuelvan a tu lado, aunque sea solo por un momento.

Lo malo es el abuso de ellas. El eterno lamento de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Lamento hipócrita pues no se renuncia a las comodidades de hogaño. Deslizan una nostalgia selectiva, de solo aquello que les gustaba o consideran falsamente natural. Cortan el propio recuerdo, lo castran, para que el esfuerzo sudoroso y madrugador del agricultor no aparezca en el cuadro, igual que en Lo que el viento se llevó no se ve el látigo ni los abusos del capataz.

Recuerdan un idílico edén que nunca fue tal. Dejan el sueño del pasado guiar sus quejas mientras saborean un vino de crianza del que tuvieron conocimiento mucho tiempo después ante el pelotón del Club del Gourmet. Añoran las tiendas de aceite y vinagre, escondiendo las maderas que separaban hombres de mujeres. Expertos en un pasado selectivo se deslizan a un presente tan castrado como sus recuerdos. Son el neo rancio y ustedes conocerán a algunos de ellos. Y tengan cuidado porque terminarán hablando de que antes había respeto y autoridad y la gente era más educada, por no decir más sumisa.

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