"Tantos pájaros en el cielo y nosotras aquí dentro", le dice doña Pura a Nieves. Los pájaros atraviesan los celajes y esparcen sus plumas entre corrientes de aire. Esos pájaros, a veces, olvidan que están atados a la carne, a una tempestad que erra su orientación y a unos límites que, sin faros, hacen caer sus ojos al abismo. Pero, ¿quién osaría arrancar aquellas garras con las que luchan por su libertad? ¿Quién contaría su historia al mundo para que, polluelos aún, miraran arrebolados el horizonte? La palabra perseguiría la hazaña y allí estarían todos, alrededor de un escenario sumido en penumbra, esperando a Los santos inocentes volviera a amanecer. 

Sin escenografía, perdida por la avería de un barco que no llegó a Canarias procedente de Cádiz, la obra rehizo las líneas de Miguel Delibes y se desenvolvió sin el eco invasivo de la versión cinematográfica de Mario Camus. El Teatro Cuyás fue, en realidad, testigo de un regalo. La dirección de Javier Hernández Simón, junto a la adaptación de Fernando Marías, alumbró para el nuevo siglo una resignificación de los diálogos que describen la esperanza y miseria humana habitante de los caseríos del señorito Iván cuando un Paco, el Bajo, solo puede responder "a mandar, para eso estamos"

El texto anda buscando los límites de la libertad: ¿a qué amo, señor, dueño, habré de obedecer al estar mi ser condenado por cuna?

El texto anda buscando los límites de la libertad y, de poco a poco, se va despojando de lo absoluto y cae en la duda: ¿a qué amo, señor, dueño, habré de obedecer al estar mi ser condenado por cuna? Paco y su esposa Régula vuelven a la hacienda con la promesa de un porvenir para sus hijos, Nieves y Quirce, aunque pronto caen en las medias rotas de su destino. La conciencia y lucha de clases se percibe a primer golpe de vista en las ropas contemporáneas que utilizó el reparto: camisa negra y cinturón ancho para los pudientes, vestido corto y botas altas para sus señoras, una camiseta básica y vaqueros desgastados para los trabajadores, y vestidos sin florituras para las sirvientas en sandalias. Una elección, o la posibilidad de ella, es la diferencia. 

Con un tinte onírico, las escenas transcurrieron dejando ver la relación de poder que hace que Don Pedro consienta la infidelidad de Doña Pura con su patrón y baje el rifle, mientras Nieves contempla, presa del "ver, oír y callar", las renuncias que hacen sus progenitores que no conocen otra vida que esa, aunque eso suponga la extirpación de la dignidad por una migaja de pan. Propia de su contexto histórico, la dramatización avanza hacia el presente. Dice el señorito Iván que, cuando fuere necesario, el vulgo aprenderá uno, dos, ¡tres idiomas!, lo necesario para servir en los mejores restaurantes con tal de que el visitante quede satisfecho y se haga grande el nombre de la patria

El electo de 'Los santos inocentes' durante la representación en el Teatro Cuyás, sin la escenografía propia del montaje. LP/DLP

"Ver, oír y callar"

El ataque queda suspendido ante la realidad de unos sistemas públicos que disminuyen, en gran medida, la desigualdad pretendida por los déspotas, pero, ¿quién termina sirviendo las copas en un resort canario del sur? Entonces, la luz minimiza su longitud de onda y, más cruenta, atraviesa a las mujeres. No hay vocablo, tan solo miradas y gestos que comprenden el peso heredado, pues Régula ajusta el lazo del delantal en la cintura de su hija en silencio.  

Juan Mayorga dijo al recibir el Premio Princesa de Asturias de las Letras, "los niños todavía saben que hay un vínculo entre las letras, el juego y el milagro", y esa fue la invitación de la compañía cuando anunció que se habían resistido a cancelar las funciones, dejando en manos de sus intérpretes la fuerza del relato y de esas letras que componen el legado que reúne al espectador para ser testigo de su historia.

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Javier Gutiérrez, Pepa Pedroche, Yune Nogueiras, José Fernández, Fernando Huesca, Raquel Varela, Jacobo Dicente y Marta Gómez mostraron con sus cuerpos abiertos la veracidad del arte dramático. Y Luis Bermejo, cómo no. Él era Azarías, corazón noble y héroe blanco. Corrió entre las butacas para llamar a Milana, ¡bonita!, desprovisto, en su inconsciencia, de los hierros que atraparon a Segismundo, Medea o Nora. El mismo que ahogó al cacique ante la muda acción de los personajes a los que había enajenado a lo largo de su existencia. 

Otra interrogación pendió sobre los espectadores, atrapados, al reconocer en sus manos la fuerza transformadora que tumban las grandes barreras de esa jerarquía tan intangible como señalable. No hizo falta la bandada de la escenografía de Los santos inocentes. Ya la imaginación, fuerza primigenia de la inventiva humana, levantó de al público que en pie contestó con un aplauso unánime a esta obra que habla, una vez más, con el corazón en la mano a quienes escuchan y, tal vez, consiguen cambiar.