La Provincia - Diario de Las Palmas

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Cuando la resistencia no elude la disidencia

«Comunista libertario», según se definió, fue uno de los últimos intelectuales contestatarios con capacidad de influencia pública

El Nobel José Saramago durante una entrevista en el jardín de su casa. / LP/DLP

Conocí a José Saramago una tórrida tarde de finales de julio de 1987, en el salón atestado de libros de su modesta y confortable casa lisboeta, cuajado de luz natural, próxima a un mirador de hermosas vistas sobre la ciudad. Me concedía una larga entrevista para el desaparecido semanario El Independiente, cuando, a sus 67 años, comenzaba a despuntar en España, por sus tres novelas casi consecutivamente publicadas en Seix Barral: Memorial del convento (1982), aparecida un lustro antes de de aquel encuentro; El año de la muerte de Ricardo Reis (1984), y La balsa de piedra, que acababa de salir y, por lógica, abría la entrevista. «La Comunidad Económica Europea es un eufemismo», señaló, cuando aún faltaba un lustro para que se metamorfoseara en Unión Europea. El título de la novela habría podido servir como metáfora premonitoria de su inminente isla de adopción, Lanzarote; pero La balsa de piedra alude, como es sabido, al salvífico desgajamiento de la península Ibérica, un barco pétreo a la deriva, que sin instrumento alguno, ni siquiera remos o velas, ni tripulación, viaja por el Atlántico, con unos pocos pasajeros, que huyen, justamente, de la razón instrumental europea, rumbo a Sudamérica, para liberar también, al vasto continente, de las seculares garras estadounidenses.

Esbelto y delgaldo, aunque estuviera sentado, desde sus pobladas cejas, que semejaban ser dos grandes cés con cejilla, y sus labios finos e introvertidos, Saramago me pareció, a partes iguales, un hombre melancólico y comedido, como un fado pronunciado por unas cuerdas vocales racionalistas. Se revolvía, entonces y después, contra la «Europa de los mercaderes», apelando, en todo caso, a una Europa vívida y cotidianizante, que, años más tarde (en un congreso de intelectuales contrarios al rodillo de la Unión Europea, junto a Günter Grass y Vázquez Montalbán, entre otros, que cubrí para el diario Abc), metaforizó como «La Europa de los cafés», ésa que te permite ir andando y repostando —dijo, en imagen que ahora aturde figurarse, bajo las bombas de Ucrania— «desde Lisboa a Sebastopol».

Sólo a partir de 1991, con el revuelo y rebumbio ocasionados por El evangelio según Jesucristo, y la consiguiente rúbrica de Ensayo sobre la ceguera (1995), el escritor portugués alcanzará su predicamento mundial, cuando sus mensajes de disidencia crítica se universalizan. Pero en aquella terna originaria ya había localizado sus posicionamientos intelectuales. En Memorial del convento, un pórtico a destruir, antes de que, un decenio después, ponga a Jesucristo diciéndose a sí mismo, sin intermediarios (en consonancia, tal vez, de ese dictum de Albert Camus de que «si de verdad existiera Dios, no harían falta los curas»), utiliza el careo entre el músico Domenico Scarlatti y el cura portugués Bartolomeu de Gusmao, para entablar su diálogo en el infierno entre la restrictiva autoridad eclesiástica —léase de cualquier tipo de institución— y el creador libérrimo. «Para que los hombres puedan ceñirse a la verdad, tendrán primero que conocer los errores y practicarlos», defiende el artista. «Pero así no está el hombre libre de creer abrazar la verdad y hallarse ceñido por el error», dirá el sacerdote, trasunto del mandatario de cualquier signo, imponiendo que el dogma anteceda a cualquier experiencia.

Pero la frontera de esa dualidad no termina de traspasarse nunca. Combatir un dogma con otro dogma sería persistir en el error. Por eso, aunque se define originariamente a sí mismo como un «comunista congéníto», y se hace militante del PC portugués, sabe que no debe bajar la guardia respecto a cada particularidad (a cada excepcionalidad, empezando por cada persona de carne y hueso; para él heroicas todas, por el simple hecho de tener que gestionar sus irrepetibles vidas). «Por más que le demos vueltas y vueltas, sólo hay dos cosas: o escoges la vida o te apartas de ella», me dijo en la entrevista de marras, consciente de que la muerte anida en cualquier cerrazón institucional.

Su universo narrativo y, por supuesto, político, de intelectual cada vez más inorgánico —pues su engagement sartriano se descongela cada vez más en brazos de la «honestidad» propugnada por Camus— apunta, en principio, a marcar las lindes de una resistencia colectiva. Resistencia fragmentaria frente al rodillo de la globalización (y viceversa: velar por los valores universales frente los endemismos partidarios). Resistencia analógica, frente al rodillo de la cibercultura, cuando ésta aún era incipiente (como anécdota, defendía las cartas de papel frente a los emails, porque aquellas muestran las tachaduras y «las lágrimas que emborronan las líneas»), o resistencia ecológica frente al consumismo desaforado. Pero, en su esquema, eso no elude, sino que incluso debe estimular, la disidencia situacionista, para cada caso y momento. «Disentir es un derecho que se encuentra y se encontrará con tinta invisible en todas las declaraciones de derechos humanos pasadas, presentes y futuras. Disentir es un acto irrenunciable de conciencia», manifestó.

Por reactualizar su legado, es seguro que quien dio a la literatura lo mejor de sí mismo entre sus 65 y 85 años, hoy se revolvería contra un término como viejuno. Y, paralelamente, quien reconocía escribir «por desasosiego y para desasosegar», arremetería contra los cordones sanitarios, líneas rojas y zonas de confort. Su vocación de disidencia le llevaría a meterse en mil y un jardines (que entonces se llamaban «berenjenales»). Desde su autoproclamación como «comunista libertario», y su consecuente apartamiento del despotismo castrista, en su célebre carta Hasta aquí he llegado (2003), a su comparación del genocidio palestino por Israel como una devolución de Auschwitz (lo que le llevó a ser declarado persona non grata en el país). Cuando tantos y tantos izquierdistas comenzaron a presentarse en público como agnósticos, acaso para no perder lectores y electores, él siguió proclamándose como un «ateo congénito», aunque eso sí, matizaba, «más tolerante que muchísimos creyentes». En un programa televisivo, señaló, con suma elocuencia, que «los hombres son transparentes para las mujeres, y, en cambio, las mujeres resultan opacas para los hombres»; y, en otra parte, legó una categorización que da mucho que pensar: «La humanidad se divide en tres sexos: femenino, masculino y el poder»; lo cual no es mal aviso en estos tiempos de pensamiento único: de un lado la costra andrógina de quienes ostentan el poder, y, del otro, las mujeres y los hombres de a pie...

De modo que «disentir: es la orden» me parece hoy el más esencial y pertinente legado de aquel campesino de la aldea de Azinhaga que, de niño, para vencer el aliento gélido del río Tajo, había de acurrucarse junto a los cerdos de la porqueriza del abuelo, y que, de mayor, bastantre mayor, devendría, desde Tías y Estocolmo, en —si no el último— uno de los últimos contestatarios con capacidad de universal influencia pública y en eso que hasta el otro día se llamaba un clásico en vida.

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