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AMALGAMA

Silencio

Una cámara anecoica. | | JUAN PLAZA

Creo que era 1974, creo que era en la Casa de Colón, en la cripta, o algún sitio parecido. Franco todavía vivo, y había alguna función de ZAJ con música de John Cage. Horrible. Yo, que venía de la psicodelia exterior de Led Zeppelin y su magia caoísta, me vomitaba con aquella suma de sonidos inconexos respecto a lo que estábamos acostumbrados. John Milton Cage era compositor y defensor de la música aleatoria, electrónica y no estándar. Estábamos en la época grande de la apertura del pensamiento y los placeres a las zonas donde no había límites, en antropología, en filosofía, en música, en teatro, en plástica, en cine… todo era la búsqueda más allá del límite. El Avant Garde de la postguerra. Posteriormente, el estudio del silencio y los sonidos, con intereses centrados en el transmundo, me han llevado a volver sobre aquella experiencia no comprendida por entonces.

Silencio

El doctor Michel Le Van Quyen, autor de Cerebro y Silencio, a causa de un accidente cerebrovascular que sufrió, pudo parar y aprovecharse del silencio, como elemento curativo. Se fija en lo siguiente: «La exposición a sonidos intensos provoca primero acúfenos (zumbidos o silbidos en los oídos), fatiga auditiva (aumento del umbral de audibilidad) y luego, a más largo plazo, pérdida de audición. Pero, a partir de 80 decibelios (lo cual corresponde a los sonidos en una calle animada con tráfico intenso, por ejemplo), existen ya riesgos de una pérdida auditiva más o menos pronunciada. Escuchar música con un volumen alto durante horas hace correr este peligro. Siempre según el estudio de Bruitparif, son numerosos los jóvenes que han tenido esta dolorosa experiencia: el cincuenta por ciento de ellos declaran sufrir acúfenos y el veinte por ciento afirman haber sentido ya una pérdida de audición permanente o pasajera».

De esta especie de insalubridad auditiva concluye que: «En torno a 6.700 víctimas del ruido ambiental sucumbirían a crisis cardíacas y 3.300 a accidentes vasculares cerebrales. Por ejemplo, en el área metropolitana parisiense, la contaminación acústica conduciría por término medio a una pérdida de 7,3 meses de vida y hasta dos años en caso de fuerte exposición. No resulta exagerado decir que el ruido nos mata a fuego lento». Esa es la situación actual en la sociedad actual, al menos la sociedad metropolitana.

La parte contraria la encontramos, tecnológicamente, en las cámaras anecoicas, que se hicieron famosas con John Lilly, en los años sesenta del pasado siglo, médico, neurocientífico, psicoanalista, psiconauta y filósofo, contemporáneo de Timothy Leary y Ram Dass, los grandes exploradores de la conciencia de aquella época. Michel le Van Quyen informa, al respecto: «Las cámaras anecoicas reservan sorpresas… Hace unos años, un colega me invitó a visitar una. Al entrar, recuerdo haber sentido aprensión, pues me habían desaconsejado permanecer demasiado tiempo en su interior. En efecto, el cerebro, habituado desde siempre a funcionar en un rico universo sonoro, pierde todos sus puntos de referencia en este nuevo entorno. Trata en vano de acceder a cualquier precio a alguna información sonora, a riesgo de una fatiga generalizada y de una suerte de sufrimiento del sistema auditivo. Según lo previsto, mi primera impresión en la cámara fue singular, pero experimenté en realidad un profundo sentimiento de paz, de calma y de serenidad. Y, cuando mi colega y yo nos pusimos a hablar, en ausencia de reverberación, nuestras palabras sonaban particularmente claras y distintas. Pero lo más sorprendente aún estaba por llegar. De repente comencé a oír claramente los sonidos procedentes del interior de mi cuerpo. El fenómeno me pilló totalmente desprevenido. Percibía el flujo y el reflujo del aire en mis pulmones, los latidos de mi corazón, los gorgoteos de mi tránsito intestinal y las palpitaciones de la sangre en los vasos. Incluso me llegaban los ruidos producidos por el propio oído. Y es que el oído no es solo un receptor, sino también un emisor de sonidos (lo que se conoce con el nombre de otoemisiones acústicas espontáneas). Dado que el órgano que transforma los sonidos en impulsos nerviosos (la cóclea) se halla próximo a la carótida, el paso de la sangre por esta arteria produce en efecto un ligero sonido en consonancia con el pulso. Al vibrar, el tímpano genera también su propio ruido bajo la forma de un leve zumbido. Al penetrar en aquella habitación, pensaba experimentar la nada sonora; en realidad, un nuevo universo se abría ante mí. Posteriormente me enteré de que fue al vivir una experiencia similar cuando John Cage imaginó su célebre Cuatro Minutos Treinta y Tres Segundos. En 1951 visitó la cámara sorda de la Universidad de Harvard, donde esperaba oír el silencio absoluto. Pero, al igual que yo, no percibió más que los ruidos internos de su cuerpo y llegó a la conclusión de que el auténtico silencio no existe, ni en el hombre ni en la naturaleza. Ese descubrimiento le condujo entonces a componer esa obra».

Hoy día sabemos que el silencio es mucho más complejo que el no oír ruido, el silencio es la percepción de la armonía, la quietud, la naturaleza, y el desmenuzamiento de todos los sentidos uno a uno buscando su sintonía con la calma y el apagamiento. Y sabemos todavía poco. Y cuando oigo a John Cage, lo entiendo más, aunque me aburre igual.

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