Amigas: defendedme / Me han hecho un grave daño / En una mala noche/ Fieltro malo me han dado.../ Sabed, amigas rubias/ Las de los dulces labios/ Sabed, amigas rubias/ Que por la vida andando/ Unos hombres -tres eran- /Me salieron al paso/ Oh, amigas, defendedme/ Que perezco de espanto. Con estos versos empieza el poema Los Malos Hombres de la poeta argentina Alfonsina Storni, en el que las manos de tres señores que se encuentra por la calle —o que la encuentran— se convierten en “tenazas heladas”, en “cadenas humanas” que le doman los brazos. Oh, amigas, dice Storni, refiriéndose a ese plural de mujeres a las que, tinta sobre papel, advierte de los peligros que guarda la noche.

La poeta argentina, ya alertaba hace más de un siglo, con sus palabras heridas, de las violaciones en grupo. Los versos se transforman así en un arma cargada de futuro, tal y como escribía el poeta Gabriel Celaya, algo como el aire que todos respiramos y como el canto que espacia cuanto dentro llevamos. La poesía como herramienta de protesta, de liberación. Y el canto de Storni, al igual que el de otras muchas mujeres, era —y es—, a la misma vez, la balada atroz y el espejo cóncavo en el que se refleja una realidad que atraviesa, como un rayo que viaja en el tiempo, épocas y fronteras.

Durante esos mismos años, al otro lado del Atlántico, la conocida como “la poetisa canaria”, Mercedes Pinto (San Cristóbal de la Laguna, 1883), presentaba en el congreso médico “Conferencias Higiénicas” que se celebraba en la Universidad Central de Madrid en 1923, su ponencia El divorcio como medida higiénica. Esta charla que hoy es libro, donde denunció la injusticia de las leyes conyugales vigentes en plena dictadura de Primo de Rivera, le costó el exilio a Uruguay. Shh, shh, ni se te ocurra criticar el matrimonio. Shh, shh, no hables. Vete.

Pinto sufrió vejaciones y malos tratos de su primer marido, actitudes violentas que denunció de forma directa en novelas como Él. Agresiones físicas y psicológicas, reclusiones, amenazas a sus hijos o la usurpación de sus bienes eran parte del comportamiento de aquel hombre con el que compartía la vida y una casa. Pero consiguió liberarse, a pesar de que su madre y los curas le decían que se tenía que resignar, que tenía que ser más dulce, más buena, más calladita, como un osito de peluche despojado de vida.

Grilletes en los pies, venda en los ojos; / prohibidas la acción y la palabra; / en las puertas fortísimos cerrojos/ y castigo ejemplar al que las abra... Estos versos pertenecen al poema ¡Más alto que el águila! que Mercedes Pinto escribió en su libro Brisas del Teide (1921), un canto a la libertad y al pensamiento contra esas garras que oprimen: como las de su primer marido, como las de los roles de género, como las del patriarcado personificado en la figura de un dictador y de una Iglesia que la mandaron bien lejos.

Nacida unas pocas décadas más tarde, Josefina de la Torre (Las Palmas de Gran Canaria, 1907), vivió una situación similar pero que quizá no es tan conocida. Le poeta, novelista, actriz y cantante grancanaria también sufrió malos tratos, tal y como cuenta la ensayista y escritora Chicha Reina: “Su primer marido la maltrató y ella nunca escribió poemas del maltrato. Entonces se consideraba como una afrenta a las familias”. Aun así, la escritora sí que utilizó la poesía para hablar de otros anhelos, como el de tener un hijo (Serenidad) o el de liberarse del fantasma de la angustia (Si yo pudiera): Si yo pudiera/ engañarme a mí misma/ para hacerme creer/ que la angustia/ no existe. La poesía como elemento de desahogo ante las violencias del mundo. Las violencias, en plural. Porque hay muchas formas de hacer daño, muchas formas de anular y de hacer sentir pequeña a alguien.

De terciopelo y seda era su cuerpo/ pero no lo vio nadie/ La enseñaron, ya desde muy pequeña, a trabajar muy duro y no quejarse/ A levantarse al alba, blanca y fría/ a ser ave sin vuelo, flor sin aire. Así empieza el poema De terciopelo y seda de la escritora hija de canarios Pino Betancor (Sevilla, 1928). En este relato en verso no hay moratones ni palizas, ni siquiera malas palabras. En las líneas de Betancor lo que aparece es una mujer que se pierde en su condición de esposa y madre, que queda anulada por el pan, los cubiertos, los remiendos y la negación de la pasión y el deseo. Porque reducir a alguien a una lista de tareas, moldear sus apetencias, también es violencia.

Voces contemporáneas

Avanzando en el siglo XX, aparecen voces más contemporáneas, como la de la poeta Natalia Sosa Ayala (Las Palmas de Gran Canaria, 1938), que en su poema Muchacha sin nombre, escribe estos duros versos: No me llamo Natalia / Jamás nací/ O si nací fue muerta/ El sol extendía sus primeros rayos/ por una madrugada fatídica de marzo/ Mas no era yo la que su luz bebía/ Yo no existí jamás/ A lo sumo fui venas, manos, sangre/ un corazón pequeño y precintado/ pero no fui jamás destinada a ser alguien. Esta escritora sufrió lo que la investigadora canaria Blanca Hernández Quintana define como "violencia simbólica", violencia por ser mujer, escritora y lesbiana. "Se sintió siempre rechaza en una sociedad que la relegaba a los márgenes por su condición de homosexual".

La poeta Elsa López (Fernando Poo, 1943), hija adoptiva de La Palma, también utiliza la poesía como herramienta de denuncia, una denuncia cruda y explícita. Un ejemplo es su poema titulado Laura González Lorenzo, versos que recuerdan a la mujer palmera asesinada por su expareja en 2015. Yo soy Laura González Lorenzo/ Y pido que me acunes y me devuelvas, niña/ al vientre de mi madre para nacer de nuevo/ Y pido que le enseñes cómo seguir viviendo/ a pesar de la pena y a pesar de la rabia/ y que aprenda a olvidarse de la forma tan cruel/ en que fui arrebatada de su pecho.

"La poesía es un arma", declara López. "Y el problema que tenemos, no aquí, sino en muchos lugares del mundo es que vivimos en un mundo violento. La violencia contra las mujeres es un hecho. Y mientras no lo asumamos como tal, estamos perdidos. Y mientras no asumamos que la violencia es también contra los hombres, estaremos más perdidos todavía. Estamos en una sociedad violenta", indica López, que también hace alusión a otro mal que ve a su alrededor: la censura. "Hay temas que no se pueden tocar. Están censurando en pleno siglo XXI, en una cultura en la que parece que hay libertad pero no la hay. Con el tema de las mujeres, pasa lo mismo. Llega un momento en el que dicen: no sigan hablando de esto".

Aida Rossi (Santa Cruz de Tenerife, 1995), también alza la voz en su poesía, aunque, como ella misma dice, lo hace de una forma más "velada". En su poemario Pueblo yo aparece un yo poético vulnerado ya que la autora, más que en la violencia en sí, se centra en lo que deriva de ella. "Utilicé la idea de pueblo como metáfora de la violencia hacia las mujeres. Puede tener dos lecturas y esa es una, que al final está ahí la figura del pueblo que puede ser también la figura de un ex que violenta. Prefiero no abordarlo de forma explícita, me gusta más como rodearlo".

Para la poeta tinerfeña, "es difícil escribir sobre cualquier tipo de violencia hacia las mujeres" porque "los lenguajes con los que aprendemos a hacer literatura están codificados desde las voces de los hombres", puntualiza. "Por ejemplo, me cuesta mucho e intento hacerlo, hablar sobre violencia gordofóbica. Es muy difícil porque al final te pones en un lugar muy vulnerable. Muchas veces el hablar sobre este tipo de cosas se ve un cliché y es súper paradójico, porque estás hablando de algo sobre lo que no se habla. La poesía es una buena herramienta para ello porque al final escribir poesía es buscar formas de decir", apunta Rossi.

Ausencias en los primeros sillones del acto. Renunciar a la herencia. Un escozor similar al de cuando tenías 12 años. Eres capaz de entender una guerra. Eres capaz de cubrir una guerra. Eres capaz de cuidar a un extraño (y no a ti misma un domingo por la tarde). Eres capaz de cargar con tus maletas. Estos versos pertenecen a Tayri Muñiz (La Laguna, 1994), poeta canaria que también apuesta por vislumbrar esa violencia que no se ve y que se esconde, por ejemplo, entre los pliegues de las relaciones de pareja.

En su poemario Revolución Adentro y en su poesía en general, uno de los temas principales es la violencia estructural hacia las mujeres y, en sus palabras, "como a veces el amor que anhelamos puede ser un arma de doble filo. Cuando una mujer se aproxima a una relación, es tirarse un poco al vacío", explica la autora que escribe "desde la violencia de ser mujer", desde el posible peligro que puede haber en espacios que se supone que son totalmente seguros, como las relaciones sentimentales, y en las que también hay sufrimiento y dolor, aunque no sean físicos. "La violencia física es clarísima, la psicológica cada vez se acepta más, pero hay violencias más sutiles, como la violencia de perderte a ti misma".

En la línea de las violencias más invisibles, también aparecen la poeta Lana Corujo (Lanzarote 1995) y su poemario Ropavieja, donde la autora quiere mostrar "la soledad a la que las mujeres están relegadas cuando cuidan y cuando son cuidadas". Una de las cosas que más le llama la atención a Corujo es ese silencio sepulcral que está presente incluso dentro de las propias casas y entre las propias mujeres, porque parece que cuidar es "algo sobre lo que no te puedes quejar o decir nada negativo". Las personas que cuidan también necesitan apoyo y atención pero, como explica la poeta lanzaroteña, "cuando las mujeres no pueden cumplir con ese cometido, parece que el mundo les da la espalda".

Estas violencias sutiles —pero no por ello menos dañinas— están ahí, rondando los cuerpos y las plumas de mujeres y escritoras. La poesía es una manera de verbalizarlas, de ilustrarlas con metáforas de sal y cielos apagados, de maletas a cuestas, de suspiros en forma de grafía. El papel como espacio de absoluta seguridad. "Es muy empoderante ver que de todo lo malo, de todas las injusticias sociales, se puede crear belleza", apunta Tayri Muñiz como consuelo. La página en blanco, el aliado que nunca falla a pesar de las manos heladas que doman brazos, a pesar de las pieles de terciopelo y seda que nadie ve, a pesar del silencio y la censura. A pesar de todo, la poesía.