Un cineasta sin etiquetas

En el año de su centenario la figura del actor y director Richard Attenborough será sometida a un nuevo escrutinio público y crítico

Richard Attenborough . | | LA PROVINCIA/DLP

Richard Attenborough . | | LA PROVINCIA/DLP / Claudio utrera

Claudio Utrera

Claudio Utrera

La división que se estableció en todo el orbe cinematográfico durante los ruidosos años que gobernaron los prebostes de la Nueva Ola francesa con su empeño por rebautizar la obra de determinados cineastas como “de autor” tuvo, en primer lugar, unos efectos claramente balsámicos pues dieron pie, con la connivencia de los sectores más avanzados de la crítica, a llamar, al menos en el ámbito más creativo del cine, a las cosas por su nombre y en segundo lugar porque se avanzó muchísimo en la necesaria categorización de los diversos productos que salían de los estudios de cine en aquellos tiempos de cambio tan radicales y complejos.

A partir de entonces nos quedó meridianamente claro cuándo una película es un plato cocido al calor de los fogones de la gran industria, con unos objetivos comerciales muy concretos y cuándo es la consecuencia lógica de una meditada reflexión sobre la naturaleza artística de un lenguaje dotado de sus propias reglas. Pero la confusión surgía desde el día en que asistíamos a un espectáculo con hechuras tan irreprochables como, pongamos por caso, Gandhi (1980), y nos encontrábamos ante el dilema de su incuestionable calidad, por un lado, y de su clara adscripción a un tipo de cine que atiende a fórmulas narrativas de otra era, es decir, a una dinámica sometida a los valores estéticos más clásicos y previsibles. Sirva por tanto esta breve meditación para introducir a un cineasta, actor y productor, importante sin duda, pero igualmente discutible, del que este año se conmemora el centenario de su nacimiento y demostrar que su dilatada carrera profesional no estuvo exenta tanto de grandes aciertos como de algún que otro fiasco.

Ligereza

Los detractores de la obra cinematográfica de Sir Richard Attenborough (Cambridge, Reino Unido, 1923/Londres, Reino Unido, 2014), especialmente la relacionada con su trabajo tras las cámaras (en el plano actoral reúne, sin embargo, un buen puñado de formidables interpretaciones bajo batutas tan solventes como Michael Powell, David Lean, Basil Dearden, John Sturges, Charles Crichton, Robert Aldrich, Robert Wise, Richard Fleischer, Delbert Mann u Otto Preminger), han compartido siempre un mismo argumentario: su entrega cuasi incondicional a los perfiles más tradicionales del cine británico, pese a su incuestionable oficio narrativo y la “ligereza” de sus cuestionamientos a la hora de afrontar algunos de los sucesos y personajes más controvertidos de la historia de su país.

Aunque, efectivamente, su recorrido como director ha estado condicionado en cierta manera por esta tendencia, inclinando su balanza crítica hacia una mirada sembrada de ambigüedades, en su no muy extensa filmografía como realizador se agrupan títulos nada desdeñables, como Grita libertad (Cry Freedom, 1987), en la que figura también como productor, donde su enfoque se sustenta, sin embargo, en los cánones más estereotipados de la superproducción, pletórica de escenas de masas para que, como un espectáculo medianamente atractivo, llegue a la mayor cantidad posible de espectadores un asunto tan políticamente indigesto como la situación de la población nativa en Sudáfrica tras la implantación del apartheid. Su concepción por tanto es clásica, el protagonista es un periodista blanco y liberal que, como mecanismo de identificación de cara al espectador, nos introduce en el drama de un líder negro, Stephen Biko, en su vida, en sus circunstancias, así como en la de sus congéneres con un vigor dramático de una endiablada eficacia.

Estrellas

Un puente muy lejano (A Bridge too Far, 1977), inspirada, eso sí, en un sólido guion de Richard Goldman, cuenta la historia real de un error militar que cuesta muchísimas vidas en el bando aliado durante la Segunda Guerra Mundial. En la misma línea de producciones como El día más largo (The Longest Day, 1962), el megaespectáculo bélico producido por Darryl F. Zanuck, la película se sostiene, en parte, en una inagotable nómina de estrellas presidida por Michael Caine, Sean Connery, Gene Hackman, Liv Ullman, Maximillian Schell, Elliot Gould, James Caan y Anthony Hopkins, así como en el incuestionable sentido del oficio que siempre le caracterizó.

Con Chaplin (Chaplin, 1992), biopic del legendario creador de El gran dictador (The Great Dictator, 1940), basado en la autobiografía del propio cineasta y en el libro de David Robinson, traza un complejo retrato de uno de los creadores más influyentes de la época, mostrándonos, con indiscutible habilidad, el desarrollo de una vida que aportó enormes dosis de ingenio y talento a la historia grande del séptimo arte, al tiempo que cumplía con uno de sus objetivos fundamentales como realizador: exaltar los valores artísticos y humanos de otro de sus compatriotas de renombre internacional.

El joven Winston (Young Winston, 1972), otro biopic, centrado esta vez en la infancia y juventud del famoso mandatario británico, conserva su sentido del espectáculo aunque puesto al servicio de un indisimulable tono hagiográfico, que si bien no le resta el menor esplendor y sabiduría a su puesta en escena, su espíritu crítico se diluye como un azucarillo en una taza de café.

Sorpresas

A Chorus Line (Chorus Line, 1985), su segunda incursión en la órbita del musical, inspirada en la obra teatral de James Kirkwood y Nicolas Dante, cuyo apoteósico estreno en Broadway no le aportó el necesario fuelle para convertirse en un verdadero hito popular, especialmente por tratarse de una gran producción realizada durante una etapa poco propicia para un género virtualmente moribundo. Oh! What a Lovely War (1969), una a ratos ingeniosa sátira musical de la Primera Guerra Mundial con la crème del estrellato británico de la época, encabezado por Dirk Bogarde, John Gielgud, John Mills, Vanessa Redgrave, Maggie Smith y Laurence Olivier, donde pone en solfa el patriotismo desaforado que tanto aireaban los filmes bélicos de la posguerra, particularmente los producidos por el Reino Unido. Una nueva revisión de este filme podría aportarnos con toda probabilidad más de una sorpresa, sobre todo por tratarse de un trabajo que huye felizmente de las convenciones del género.

Gandhi (Gandhi, 1980), escrita por John Briley y ganadora de ocho Oscar, incluido el de Mejor Película, Mejor Director y Mejor Actor es, por diversas razones, una obra artística en muchos aspectos inmejorable. La película, protagonizada por el gran Ben Kingsley, acompañado de la plana mayor de los actores y actrices británicos de los ochenta, empieza cuando un joven abogado es expulsado de un tren en la India más profunda porque el color de su piel es de un tono más oscuro que el del resto del pasaje. A partir de ahí las cosas se vuelven peores cuando Kingsley es golpeado, enviado a prisión y posteriormente exiliado, situación que le impulsa a desarrollar su teoría de “resistencia pasiva” y la emplea como método para alcanzar el poder entre su gente. Puede resultar imposible dividir en compartimentos la larga vida de un ser humano de la talla de Gandhi en sólo tres horas de metraje, pero Attenborough y Briley colaboraron estrechamente para ofrecernos lo que puede ser considerado como una lectura perfectamente equilibrada de la vida de este gran personaje, del trauma al triunfo, hasta su muerte por asesinato acaecida el 30 de enero de 1948. Un filme, en resumidas cuentas, magistral que aupó, con todos sus méritos, a su director a la cima del éxito popular y artístico.

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