ENTREVISTA

Gustavo Martín Garzo: "El arte de la literatura es dar cuenta de lo invisible"

El escritor nos invita a adentrarnos en 'El país de los niños perdidos', libro que nace de la curiosidad de su nieto mayor, en una conversación exclusiva con 'ABRIL'

El escritor Gustavo Martín Garzo.

El escritor Gustavo Martín Garzo. / FERRÁN NADEU

Elena Pita

Vamos a terminar hablando de luciérnagas como metáfora de lo maravilloso, un ser que para amar se transforma en luz. Gustavo Martín Garzo es lo que podríamos llamar un clásico, sin serlo aún (Valladolid, febrero del 48): un escritor que aborda asuntos atemporales y universales observados siempre desde lo invisible. Dice que hay dos vidas, la que se ve y la que no, y que poner en primer plano la fantasía y la imaginación, lejos de ser una huida, es una bella forma de enriquecer lo real.

De ahí que sus narraciones se dirijan a un lector que no tiene edad ni género, pero sí ha de sentir un profundo amor por la literatura y el ensueño, porque tal es la tarea de la escritura elevada a arte: dar cuenta de la realidad oculta, aquella que el niño percibe incluso antes del lenguaje y no alcanza a expresar; ese “mundo de la posibilidad que nos salva de la realidad como cárcel” y que él, como buen clásico, sí conserva. El escritor nos invita a adentrarnos en El país de los niños perdidos (Siruela), un libro que nace de la curiosidad de su nieto mayor.

 “En el colegio le habían pedido que llevara fotos de sus abuelos cuando eran niños. Gabriel (10 años) se queda mirando mi foto y le dice a su madre: “¿Sabes?, me imagino que entro ahí y juego con el nono cuando era un niño como yo, y vivimos aventuras”. Él nunca había pensado que yo pudiera haber sido un niño, y entonces quiere conocerlo. No creo en esa idealización de conservar al niño que fuimos; no, no, perdemos la conexión con él: se convierte en un enigma para nosotros mismos, porque entonces vivías en un mundo diferente”.

P. Gustavo, ¿en qué consiste la fantasía de lo real?

R. La realidad es el lugar común en el que te encuentras y compartes con los demás, y el mundo fantástico es complementario; son nuestros anhelos y deseos, y es lo que da significado a la vida. Si pierdes esa capacidad de desear y anhelar se produce una desconexión con el mundo real, puesto que es ya nada es significativo. Es lo que sucede en la depresión y nos produce un sufrimiento atroz.

P. Usted nos envuelve con palabras e historias maravillosas pero ¿no es peligroso confundir realidad y fantasía?, ¿no es esto lo que la gente teme?

R. Eso es un error. Todo depende de a qué llamamos realidad. ¿Lo tangible? Y nuestros deseos y pensamientos, ¿no son reales? Hay una vida que vemos y otra invisible, que es ésta de la imaginación y la fantasía, que lejos de ser una huida del mundo real es una forma de ampliarlo. Chesterton decía que el verdadero realismo son los cuentos de hadas, porque no solo hablan de lo que vemos y palpamos, sino de la realidad de nuestros deseos y afectos, del espacio interior, aquella vida invisible a la que tanto se refiere Rilke. Por eso en muchos cuentos aparecen esas puertas y pasadizos que conducen a otro territorio, el desconocido.

P. ¿Necesitamos creer en esos otros mundos para manejarnos en la realidad?

R. Claro, son tanto como todo lo que callamos y no hemos vivido aún: los deseos, los sueños. Como contaba Juan Ramón Jiménez, si en el momento de la muerte a uno le preguntasen qué le gustaría ver de su propia vida, probablemente elegiría lo que no ha llegado a vivir pero sí ha soñado. El mundo de la fantasía conecta con esa parte de nosotros mismos que no hemos llegado a vivir pero que deseamos.

“El mayor regalo que se puede hacer a un hijo es que se sienta el elegido, el que nace del amor”

P. Y ¿es ese precisamente el valor de la literatura, del arte en general, acercarnos a nuestra realidad invisible, oculta?

R. Clarísimamente. En cada uno de nosotros hay una realidad oculta, y la tarea de la literatura es dar cuenta de esa realidad, no contarnos lo que ya sabemos. Hay lectores o espectadores temerosos que solo buscan identificarse de manera inmediata con lo que leen o ven, que le hablen de lo que ya conoce y piensa, lo obvio, porque el terreno de lo incierto les da miedo. Pero el verdadero espectador o lector lo que desea es que le lleven a lo desconocido, que no son necesariamente dragones: en el mundo de lo cotidiano están presentes lo oculto y los sueños, se trata de dar cuenta de ello.

P. Es usted uno de los raros escritores que escribe indistintamente para adultos y niños y todo es un mismo universo literario. ¿Cómo lo consigue?

R. Creyendo en lo que cuento, y no creo que el mundo de las hadas pueda interesar solo a los niños. No me planteo de forma diferente un cuento de lo maravilloso y una novela supuestamente para adultos.

P. ¿Nos convendría leer más literatura fantástica?

R. Sí. Si el adulto no tiene esta capacidad es porque sufre una pérdida, como quien pierde el pelo o la figura al envejecer. Nadie celebra una pérdida, sino aquello que le enriquece.

P. ¿Qué sería lo que los adultos admiramos de los niños?

R. El niño es un modelo de vida, el mundo de la posibilidad y el asombro, que el adulto transforma en un mundo donde todo es lo que debe ser, encogiendo la realidad a una especie de cárcel terrible sin sueños ni posibilidades. La puerta pintada en el muro de esa cárcel (La puerta en el muro, de H.G. Wells) es la metáfora de la literatura que te permite acceder a otras realidades, que te conecta con el mundo interior. ¿Qué serían las relaciones humanas sin ese mundo? Y esto explica por qué necesitamos el arte.

P. Gustavo, ¿El país de los niños perdidos es lo que su título indica, una metáfora de la infancia perdida?

R. No exactamente. La infancia es un territorio al que no podemos regresar, y la fantasía nos permite una aproximación. La gran cualidad de la imaginación es vincular realidades que la razón separa: el mundo de lo real y el sueño; establecer puentes entre lo humano y lo animal, los vivos y los muertos. Y la literatura fantástica nos permite viajar a todos esos mundos perdidos, y uno de ellos es la infancia, y otro, el mundo anterior al lenguaje. Ese mundo mudo pervive en nuestro interior, es de algún modo el universo de la sexualidad, del amor, que nos devuelve al bosque de lo no controlable. Banalizar la sexualidad como si fuera una clase de pilates es olvidar lo maravilloso que puede ser. Es el territorio del lobo, ojo, hay que transitarlo con precaución. 

P. ¿También el amor es un sentimiento imaginario? “Un lugar que no existe pero en el que todo es posible y al que todos podemos ir”, escribe en su cuento.

R. En gran parte sí. Vinculo el mundo amoroso al arte: para mí son lo mismo. Amar a alguien es decirle tú nunca morirás, lo que es mentira, porque se va a morir, pero el amor nos pide que mintamos. Claro que el amor romántico es una mentira, creemos que es algo que nunca nos ha pasado antes ni nos volverá a suceder: la persona de tu vida. Es decir, bellas mentiras que necesitamos para vivir, y todo el arte está lleno de bellas mentiras.

“El mundo de la fantasía conecta con esa parte de nosotros mismos que no hemos llegado a vivir pero que deseamos”

P. ¿Por qué es tan femenino el error de enamorarse del ser menos conveniente, el que menos felicidad y más dolor nos va a procurar?

R. Los hombres también se enamoran y son vapuleados en el amor. No es verdad que seamos dueños de nuestra vida y nuestros deseos, y pensarlo es caer en la decepción. Los momentos más plenos de la vida son los de la entrega ciega. Pero claro que el amor es una mentira: los amantes necesitan mentirse. ¿Son peligrosas las mentiras? Sí, pero las necesitamos para darle sentido a la insignificancia de la vida. El amor es la intuición de lo maravilloso, que es disruptiva, todo lo desordena.

P. ¿Las mujeres disciernen mejor el peligro que los hombres, se dice en El país de niños perdidos. ¿La realidad no indica precisamente lo contrario?

R. El hombre y la mujer antes de serlo son personas, obviamente. La diferencia sexual tampoco es tal, hasta que aparece esa llamada de la otra orilla, el sexus, la separación, de la que solo somos conscientes cuando hay deseo. El problema es cuando se utiliza la diferencia para machacar al otro, que es lo que ocurre con el abuso, el racismo, etcétera.

P. ¿Buscamos en las artes plásticas y la literatura lo que amábamos y hemos perdido?

R. En cierto modo sí, y lo que no hemos tenido nunca. El arte es deseo y se confunde con el mundo amoroso. Por eso insisto en que el amor es una de las bellas artes.

P. ¿Usted quiere mucho?

R. Eso parece, llevo con mi mujer (la también escritora Esperanza Ortega) más de 40 años.

P. Se pregunta la niña filósofa: “Yo, ¿por qué existiré?” ¿Por qué es tan necesaria esta pregunta?

R. Porque es inevitable, es eso tan perturbador que tenemos los humanos y llamamos conciencia. Esa pregunta me la hizo mi nieto Adrianito, uno de los dos protagonistas de la novela. Y lo terrible es que los adultos nos dejamos de preguntar, pero la literatura y el deseo nos devuelven a las preguntas: sin ellas, se acabó la vida.

P. Gustavo, ¿es el hecho de no haber abandonado su corazón de niño lo que hace posible este universo literario suyo?

R. No está mal la apreciación, pero la infancia es una cosa muy seria, y no se puede volver a ella. El niño antes de serlo fue un animal, que será para siempre su protector, pero es inaccesible, no podemos saber cómo era esa vida. A un ciervo puedes mirarle pero nunca sabrás cómo es su vida, porque es misterio y silencio, absolutos, y de ahí procede su belleza. Y en cierta forma, el niño participa de esa belleza animal, de ese pensamiento impenetrable. Hay una puerta que se cierra del niño al adulto, y solo nos queda la posibilidad de fabular, de llevar ese mundo mudo a la historia que habitamos. La palabra “fábula” viene de “hablar”, y ese es el movimiento que realiza la literatura, llevando lo mudo al tiempo que habitamos, a través del lenguaje.

P. Le pregunto como psicólogo, ¿esa memoria de peces o pájaros anterior al lenguaje, forma parte de nosotros mismos sin ser conscientes?

R. Esa memoria está en nuestro inconsciente, claro, y ¡a saber los depósitos que hay ahí a lo largo de tan larga evolución! He sido un niño, he sido un pez, que escribió Borges. Sí, todas esas existencias anteriores están en nuestro cuerpo. No puedes volver pero tampoco deshacerte de ellas, forman parte de ti.

“El mundo mudo pervive en nuestro interior, anterior al lenguaje, es el universo de la sexualidad y del amor, que nos devuelve al bosque de lo no controlable”

P. ¿Cómo era usted de niño? ¿Cómo eran sus padres?

R. Era uno de esos niños que viven fuera del mundo; siempre perdido en la ensoñación, mis fantasías y juegos. En el colegio era un estudiante corriente, me bastaba con despertar un momento para salir adelante. Porque en realidad en las clases no me enteraba de nada, estaba en mis cosas. Jugaba constantemente, inventándome todas las historias del mundo con aquellos soldaditos de goma. Y sobre todo, me sentía muy querido, lo que es el mejor regalo que se le puede hacer a un hijo: hacerle sentir el elegido, el nacido del amor de sus padres. Los niños que perciben esto adquieren una confianza básica que les capacita para la vida; y al contrario, el niño que se siente rechazado siempre dudará de lo que es.

P. ¿Preguntaba mucho usted?

R. Supongo, pero curiosamente no tengo muchos recuerdos de mi infancia, tal vez porque estaba fuera. Y percibía que había una vida de los adultos que desconocía: todos llegamos tarde a la vida de nuestros padres. Mi padre era muy bondadoso pero vivía separado de nuestro universo infantil; y mi madre era muy amorosa y entregada, tuvo 6 hijos y le gustaba mucho su papel aunque no pudo vivir otras vidas que hubiera deseado, como todas las mujeres entonces.

P. ¿Qué y cómo leía?

R. Lo cierto es que no fui muy lector hasta la adolescencia; Salgari, Guillermo Brown y los libros que había por casa. Era más un niño cinéfilo, el cine me parecía lo más fascinante: el lugar a donde vas a ver la luz, que se transformaba en historias, metáfora del deseo de transfiguración, de “abandonar las sucias cabañas de la realidad”, como escribió Ionesco, y mostrarse a los demás como te gustaría ser contemplado y como realmente eres. Todo ser humano por insignificante que sea guarda algo esplendoroso en su interior, el problema es que la mayoría no sabe cómo mostrarlo. Es el momento Cenicienta, la plenitud.

P. Gustavo, ¿son las luciérnagas el alma de los niños perdidos? Somos muchos los que guardamos una memoria infantil de estos insectos, ¿por qué?

R. Porque es un insecto deslumbrante: una luz que surgía en la oscuridad, y cuando descubrías que procedía de un insecto y averiguabas que tenía que ver con el deseo, porque era su forma de aparearse, se convertía en lo más asombroso. Es una metáfora de la luz que desprende el ser del que te enamoras. Todo cuerpo amado se transforma en luciérnaga.