Palabras que despejan la bruma

Las voces que acompasan la marea en el cielo de ‘Brumadentro’ conforman la visibilidad que quiere lograr Coralia Quintana con su palabra literaria

Fragmento de la portada de Brumadentro, de Coralia Quintana.

Fragmento de la portada de Brumadentro, de Coralia Quintana. / Echedey Medina Déniz

Echedey Medina Déniz

Hay historias que nos acompañan a los lugares donde vamos. Esto no es tópico sino testimonio: las mejores páginas de El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura, las leí sentado en el parque San Telmo; hasta ahí, junto a la pequeña ermita, llegó el viejo Ramón Mercader a sentarse a mi lado con su mirada de centinela roto. Las páginas del ejemplar que tengo de El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez (novela que también está entre las querencias de Coralia Quintana), se doraron al sol de dos veranos seguidos en el Tamaduste, en la isla de El Hierro, que convirtieron el viejo libro, ya tan manoseado, cojo y dolorido, en un paquete cosido por un lomo que, en vez de unir páginas, parece que junta tostadas. El salitre y la nostalgia hicieron el resto. En la azotea de mi casa, de pie en el pasillo o tendido como perro en el patio, me comí durante el confinamiento de 2020 a Judith Sutpen, personaje central de Absalón, Absalón, la novela más oscura de Faulkner. Y Brumadentro me ayudó a cruzar el mundo. Esta obra de Coralia Quintana vino a mí cuando sentía que ya no podía conocer nada nuevo; y conocerla fue, de alguna manera, un modo de entender que todavía había espacio para mí en este mundo; que las palabras que tenía otra persona para contar su historia estaban ya, desde quién sabe cuándo, perdidas en mi propia memoria.

En noviembre de este año pasado de 2022 fui a Chile por segunda vez. Antes de irme, compartiendo un café con la escritora guiense a la que estamos otra vez festejando por una segunda obra (la primera fue la novela Hijas de la Bruma), le hice saber que Brumadentro me iba a acompañar en las catorce horas de avión que me esperaban. Creo que bromeamos sobre mezclar los alisios macaronésicos con la bruma de la precordillera andina. El artefacto azul (nublado o brumoso) que nació entre el intercambio de José Miguel Perera (editor de este en la colección Tábata de Ediciones Tamaimos, en el mismo 2022) y Coralia Quintana es un manojo de páginas muy cómodo de llevar, casi edición de bolsillo. Y no lo digo tanto por una adoración fetichista del libro como objeto, sino más bien por el atractivo y la admiración de poder mirar a través del agujerito de un artefacto tan portátil como un guisante grande que deja entrar, cual alongado lector en una rendija rota, tanta luz. Brumadentro, más que un libro, es una puerta, una bala en la capa del ozono canario, un parte meteorológico que no trae ciencia sino incertidumbre, la antigua y espectral canción de la memoria.

Coralia Quintana. | | NEREIDA CASTRO

Portada de Brumadentro. / Echedey Medina Déniz

Leí buena parte del presente volumen sentado en un banco de Frutillar, a orillas del lago Llanquihue. En la antesala de otro sur como el nuestro, las apretadas y diversas voces de Brumadentro me siguieron acompañando –ahora en mi rumiada memoria, forjando así el extraño vínculo del que hablaba más atrás– en Quinchao, una de las islas del archipiélago de Chiloé, cuyo fin se me antojó en el remoto lugar de la Isla de las Almas Navegantes.

Dije al comienzo que hay historias, y no que hay libros. Así lo repito: la poética de Quintana es similar a una isla llena de almas navegantes, una isla grande y llena de recovecos donde las fronteras no son saladas porque haya mar, sino espesas y pesadas porque hay sobre todo mucha bruma. Y en la bruma no se puede decidir, la bruma no trae más que dudas. En las emociones más tenaces, el amor y el miedo, la bruma hace y deshace nuestra identidad, nuestra autoestima. Decir Brumadentro es decir palabra en bruto, mutilación contraída, como si se cortara el habla en el aire, unidos los sonidos solamente por la fuerza del ahogo.

Clarividencia

Las voces que acompasan la marea en el cielo de Brumadentro conforman la visibilidad que quiere lograr Coralia Quintana con su palabra literaria, como una vieja narradora que se oculta, tras la barrera de nubes, con clarividencia absoluta. Desde ojos quietos con los que desnuda la cumbre de Gran Canaria, ese mar de nubes de Quintana es una inseparable mano que cruza los dedos para contar sus historias. Coralia Quintana es como el cuenco donde el eco hace presente la memoria del porvenir. Y se sabe que a veces el eco repite lo que no queremos oír y sin embargo sabemos, y sin embargo dijimos.

El cuenco narrativo donde se dispersan las voces navegantes de la bruma es tan cruel como imparcial. Como si contar las cosas como pasaron (o como cada uno las vivió) fuera inevitable, los muchos narradores que pasean por las medianías canarias de esta escritora pasan por cualquier estado o fase, y vienen de estar perdidos a seguir caminando hacia algunos otros rumbos indefinidos: el amor, la ilusión, el miedo, la ternura, la diversidad física y psíquica… Soldados destruidos en vida por la guerra, mujeres de soldados destruidos en vida por la guerra civil, mujeres atenazadas por la opresión nacional-católica y madres de hijos desaparecidos se van alternando con algunas voces infantiles o con los ojos compasivos de la otredad que tratan de comprender la sensibilidad de Chago, “el tonto del pueblo” que existe en todos los pueblos. Disparidad y diversidad de voces: un canto al remo de los juegos, que expande todo un universo (la sombra del sauce, el calor de la tierra, el corazón atribulado, el consuelo del llanto y el abrazo de las cuerdas del columpio); el presentismo de un verano trágico, que entre líneas podemos situar en el verano de 1936, en el que la naturaleza humana-ecológica se crispa de tensiones y destrozos (aves volando a destiempo, el agua podrida en las cantoneras, la tierra ennegrecida); el ahogo sexual de la mujer oprimida por el hábito de la culpa, en el peso de la honra y en la omisión del orgasmo...

Brumadentro está gobernada por la ley de las pistolas (decreto con que bautiza una de las narradoras –la madre de un desertor de guerra– a este cruento y desolado mundo creativo), y sin embargo en sus casas y montes siempre sobrevivirá el amor. Herencia de las bocas, la lengua y el ejercicio literario salvarán siempre un pedazo de patria sobre la bruma: patria de la dignidad, la memoria empeñosa y la resistencia a la opresión.

Una sola voz

Nos atrevemos a decir, yo y las voces que me pueblan tras la lectura de esta memoria de hablas, que en Brumadentro hay una sola voz, una voz sin asideros que se descubre con un hilo de sangre tras la bruma alienante. Al igual que en Vivir con nuestros muertos, de Delphine Horvilleur, en este libro la muerte canta historias; los muertos suben desde la raíz para fagocitar la anquilosada narración de los vivos; los muertos destilan tanta vida que el dedo índice no basta para detener la señal de quienes vuelven a hablar en el viejo mundo de los vivos. Para Quintana vivos y muertos habitan el mismo mundo gracias al ejercicio literario y la noche solo cae cuando las ánimas no pueden hablar para despejar la bruma.

Los muertos supuran hasta la risa los rostros de los vivos. Sus señales no son como faros del camino, más bien son espadas que, entre destellos, se hacen chocar una y otra vez (como en los Ranchos de Ánimas) para ponernos los ojos saltones. Sus voces vienen de una campana milenaria, como una cascada ronquera aprendida por generaciones.

Los muertos nos van sacando lo que se nos queda atorado en la garganta. La bruma…

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