Literatura

Territorio

El poeta canario Lázaro Santana define con honestidad literaria la identidad cultural canaria y «toca con la palabra» desde sus escritos

El poeta canario Lázaro Santana.

El poeta canario Lázaro Santana. / Javier Doreste

Javier Doreste

Javier Doreste

No hablaré sobre la dilatada obra como crítico riguroso del arte y de poetas como Balboa y Quesada de Lázaro Santana. Solo recordar que, sin esos escritos nosotros no seríamos los mismos; parte de nuestra historia, y por ende de nuestra memoria, estaría cercenada. Referirnos a esa obra es subrayar que Lázaro Santana es, para nosotros, uno de los escritores que con más honestidad literaria ha intentado construir o, mejor, definir, sin falsos regionalismos ni empobrecedor paletismo, algo así como una identidad cultural canaria, enraizada en nuestro acervo cultural, ya sea reflexionando sobre nuestro arte o nuestra literatura, ya sea como editor. Esfuerzo vital, ético y estético parejo al magisterio de Eugenio Padorno. Y este breve pero contundente libro de poemas es muestra palpable de ello. Son poemas que nos hablan de nosotros mismos, los canarios y por extensión, de todos los que comparten una misma preocupación por la vida y sus consecuencias, no solo en nuestra tierra. De la anécdota particular se desprende la vinculación con lo colectivo a través de la palabra, la relación entre el acto de escribir y lo escrito. El poeta escribe inicialmente para sí mismo, pero al publicar lo escrito entra en relación con el otro, con el lector. Se establece así una dialéctica entre lo escrito y la huella que deja en el lector lo leído. No son poemas egoístas, desdeñosos del entorno. El mismo título del libro: Territorio, ya anuncia por qué rumbos vamos a transitar.

No se nos invoca a un territorio telúrico, mítico, como el Neruda del Canto General. Todo lo contrario. Es un territorio cercano, doméstico, con raíces machadianas, las calles empinadas de la Isleta, la Puntilla, las Canteras… las mismas calles y playas que hemos pisado y en las que hemos reído, bebido y amado. El territorio al que nunca pedimos que nos afirme y al que agradecemos la libertad que nos da; en el que el poeta pudo hacer lo que quiso: todo cuanto quería, todo cuanto quería/ excepto abandonarle. Declaración del vínculo del hombre que escribe con su tierra, afirmación rotunda de qué estamos donde vivimos, amamos, donde el sol y el aire nos tocan. Un territorio que tiene una linde, el mar, ese siempre recomenzado, que es a la vez cerco y puente. Puerta abierta a otros mundos y otras influencias y puerta cerrada que, a veces, nos limita. Depende de nosotros, ya el poeta, insistimos, agradece la libertad otorgada. Si queremos sentirnos aislados es cosa nuestra. Santana está combatiendo el mito del sólo, aislado en la isla. Sabe que la voz de Alonso Quesada lo reclama y a ella contesta, reconociéndose en él pero también afirmando tener voz propia, a ir más allá de lo que la historia nos reclama, forjando con la palabra otro mundo que nos es tan necesario como el aire reclamado por Celaya o la vindicación de la vida, el amor y el deseo de Cernuda. Un mundo donde se nombran las cosas porque éstas son las que nos rodean, las que nos otorgan los propios sentidos: cuando la luz cruje como un billete/ nuevo, y me siento en la terraza/ bebiendo un zumo de pomelo. (…) El mar es sólo agua y no el ser vivo/ que fluye en la arcana maravilla/ del horizonte. Esa simple reivindicación de lo cotidiano, de la memoria inmediata, el pasado cercano, la niñez, sin nostalgia ni melancolía, hace de nuestro poeta uno de los más cercanos, de los pocos que pueden tocar con la palabra, como el dedo del dios de Miguel Ángel toca al hombre, el corazón de los demás. Achacar a luz que cruja como un billete nuevo es la poderosa imagen que nos obliga a detenernos en el poema. Las cosas son nombradas y por ello acceden a nuevas características, nuevas perspectivas. Así en la descripción de un rayo: El rayo abre en el aire un rio/ de arbórea geometría, / un fulgor instantáneo/ como si el ojo despertara/ y absorbiera la luz/ del mundo haciéndose después/ la atronadora oscuridad. / Pero el rumor oblicuo de la lluvia/ prolonga los sonidos del amor. Es un proceso de verbalización del mundo, convencido de que a pesar de los males del mundo, la palabra, el verso, puede ayudar, si no a mejorarlo al menos a compartirlo, a construirlo.

Y es gracias a la palabra, al lenguaje, con los que nos toca Santana. Construye con ellas y ellas construyen el Territorio por el que se mueve, nos movemos. El poemario se abre con La voz, declaración inicial de los que nos espera: …y quizás sea/ ese canto porfiado/ la llave única que abre aquella estancia/ donde no están los vivos ni los muertos/ sólo habitada por el propio/ pájaro que la crea. Detengámonos en ese canto porfiado, dejemos el vocablo resonar en nosotros y, veremos, como nos abre las estancias de nuestra memoria, de nuestro andar por la ciudad y por el mundo. La palabra, pájaro que sale volando desde el poeta, es la única llave para abrirnos al mundo, para estar con los otros.

Más adelante, en La Alquimia: El asunto es el mismo, /siempre lo que crees ver, /y cómo la mirada se hace cargo/ de esa creencia, llevándola al lenguaje:/ la roca, el árbol, las mareas largas/ (…) /pasan un proceso de alquimia verbal, dejan / de ser nombres comunes/ se convierten en signos/ con memoria de ideas, emociones/ (…) / como árbol, roca, luz, abandonan / su condición estática, y construyen / en la imaginación el mundo/ que la imaginación precisa. Cerrará el círculo con el poema final, hermano del primero: El pájaro (invisible/ en el jardín oscuro de la tarde)/ sopla el nombre secreto de la luz/ otro pájaro/ responde desde el fondo/ oscuro de la mente, establecen/ un dialogo de signos/ inteligible /sólo para quien oye atentamente /su propia voz.

Oigamos la voz del poeta, es nuestra propia voz. Nos llama a nombrar las cosas y los seres que nos rodean, el suelo que pisamos, el agua que nos baña… el recuerdo, la memoria de lo que fuimos, niños y adolescentes de un tiempo que no era mejor que el actual. Era otro y aunque lo recordemos y tengamos presente, no debemos quedarnos anclados en él. Cualquier lector de Santana sabe que ese transcurrir de la historia, de la vida, lo ha empujado a escribir una serie de poemas con un nombre común: La Puntilla. Distinguiéndose unos de otros por la numeración y también, como no, por el cambio en la mirada del poeta sobre su barrio. Mirada acompasada por el tiempo y por la vida. Por eso, por esa mirada tan honesta, tan ética, sobre nosotros y nuestro territorio, debemos tanto a Lázaro Santana.

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