Edith Wharton: mujeres de Nueva York

Contraria al movimiento feminista, la autora planteó la lucha de la mujer posicionando a sus heroínas ante las libertades aún por conquistar

Edith Wharton: mujeres  de Nueva York

Edith Wharton: mujeres de Nueva York / SANTIAGO J. Henríquez

Santiago J. Henríquez

Edith Wharton (1862-1937) pasó su infancia y los primeros años de juventud en la América de la Reconstrucción. Los años inmediatamente posteriores a la Guerra Civil fueron especialmente contradictorios desde el punto de vista de la aplicación de la doctrina liberal norteamericana: un componente ideológico inalterable que, desde la presidencia de Lincoln hasta la de Wilson, se aplicó de distintas formas en los estados más occidentales en relación con los más orientales. Entre el último tercio del siglo XIX y las dos primeras décadas del siglo XX las demandas de un sector de las mujeres que, a pesar de los éxitos conseguidos en la Declaración de Séneca Falls de 1848, continuaba luchando contra las restricciones sociales en los Estados Unidos, iban claramente por detrás de las súplicas provenientes de la población de color por la abolición de la esclavitud.

Antes de que el sufragio femenino se convirtiera en un derecho constitucional, la búsqueda de decisiones de la mujer en los estados del Pacífico se aceleró de tal manera que la modificación de la moral y las costumbres se alcanzó casi al mismo tiempo que el apoyo al sufragio para los residentes afroamericanos. En los estados del Atlántico, por el contrario, los avances de la comunidad negra que se impuso a sí misma aprovechar la puerta constitucional para avanzar en sus reivindicaciones relegaron a un segundo plano la lucha por la equidad de género de las mujeres. Algunas organizaciones feministas como Working Women’s Association, New England Woman Suffrage Association…, y destacadas intelectuales y sufragistas que han pasado a la historia de los Estados Unidos como pioneras del proceso abolicionista abrieron aún más las puertas al mundo del activismo determinante, en aquellos momentos, a la hora de conformar un pensamiento.

Verdadera democracia

Lucretia Mott, Elizabeth Cady Stanton y Susan B. Anthony, entre otras, acordaron conducir al país hacia lo que ellas creían que era una verdadera democracia en asuntos tan importantes como el derecho al divorcio y a la custodia de los hijos, el derecho de propiedad y el derecho laboral. El consejo editorial de Revolution, la revista en la que, a través de las referidas asociaciones, Mott, Anthony y Stanton lograron fijar los cimientos del feminismo moderno, se dedicó, por un lado y casi desde su lanzamiento, a divulgar el descontento feminista con las políticas del Gobierno Federal. La mayor parte de los artículos y colaboraciones que llegaban a la redacción desde el Atlántico señalaban no solo las contradicciones en las que caía el Partido Republicano en temas relativos a la legislación sobre la población de color, sino a la nula voluntad de sus integrantes en promover reformas sociales que condujeran a los distintos estados americanos hacia la ansiada ecuanimidad entre el hombre de piel blanca y la mujer.

Inmersa en un proceso de evolución cada vez más complejo, la referida publicación se convirtió casi de la noche a la mañana en un fenómeno comunicativo que ayudó a las distintas plataformas pro derechos de la mujer a plantear sus retos y escenarios. En este sentido, mientras un sector del movimiento sufragista creía que se debería promover la equidad en las regiones centrales del país donde se esperaba que una sociedad más libre, igualitaria y justa mostrara al resto de la nación su sensibilidad respecto a la labor que la mujer había desempeñado desde la colonización hasta la organización de los territorios, la otra parte de la estructura feminista quiso enfocarse en los estados del Oeste donde las leyes que la marginaban habían dejado de ser parte del código legal hacía ya algún tiempo.

Novelas

Conocida principalmente por el éxito obtenido con algunas novelas de ambiente aristocrático, encogimiento de las heroínas por las leyes sociales y vigilancia de los sentimientos tal y como apreciamos en Lily Bart, la protagonista femenina de La casa de la alegría y Ellen Olenska en La edad de la inocencia, Edith Wharton zarandeó desde el pensamiento feminista de algunos de sus personajes a la rica sociedad estadounidense de la que procedía al exponer a través de los diálogos lo que ella misma pensaba sobre la integración de las individualidades una vez superados los estereotipos del sistema sexo-género.

En La casa de la alegría, por ejemplo, la joven Lily Bart se muestra como una mujer que no sabe, o no puede, elegir de manera responsable su propia forma de actuar dentro de la sociedad de ricos neoyorquinos a la que pertenece. La mayor parte de sus comentarios y gestos sobre su inesperado amor, Lawrence Selden, está sometida a la voluntad de la burguesía norteamericana que nubla por completo sus sentimientos al superponer, equivocadamente, la conveniencia económica al afecto que siente por el prestigioso pero humilde abogado. «¿Qué es el éxito?», pregunta en una ocasión el apuesto jurista a la Lily Bart durante una de aquellas tardes en las que ambos acordaban pasear juntos por los parques de Nueva York. «Mi idea del éxito», revela sin atender a ninguna perspectiva teórica o roles de género construidos socialmente, «es la libertad personal. De todo… del dinero, de la pobreza, de la comodidad y la ansiedad, de todos los accidentes materiales. Mantener una especie de república del espíritu: a esto llamo yo éxito». Inmediatamente después, su fiel acompañante, la señorita Bart, baja la mirada y con cierta inocencia, tal vez como el ave que surge de la marginación o como una hembra que se sabe producto de una construcción social sustentada en la biología y da la razón a las tradicionales concepciones esencialistas de la mujer, confiesa: «Me encuentro perdida, ¿verdad? Quizá se deba a que nunca he tenido elección. Quiero decir que nunca ha habido nadie que me hablara de la república del espíritu».

"Las mujeres deben ser libres"

Profundamente enamorado de Ellen Olenska, Newland Archer, el personaje que va a poner en cuestión el sacramento del matrimonio en La edad de la Inocencia, se debate entre el amor de su prometida, May Welland, y la admiración que, de vuelta a Nueva York, comienza a sentir por la prima de esta: «Y una vez más tuvo que aceptar que el matrimonio», nos aclara el narrador atendiendo a las viejas convicciones establecidas, «no era un anclaje en puerto seguro, como le habían enseñado, sino un viaje por mares que no figuran en los mapas». De esta forma, navegando a la deriva entre sus pensamientos, el propio Archer exclama: «Las mujeres deben ser libres, tan libres como nosotros», señalando, de este modo, la raíz de un problema que su propio mundo había decidido considerar inexistente. «Tales generosidades verbales», desvela el relator, «no era de hecho más que un engañoso disfraz de las inexorables convenciones que ataban una cosa con otra y encerraban a todos dentro de los viejos moldes».

La división de papeles en función del sexo se retoma, amplía y continúa en la variada colección de relatos e historias cortas que la escritora de la Gran Manzana publicaba en la prensa, revistas de literatura o colecciones preparadas para tal efecto. La señora Lethbury en La misión de Jane y Grace Ansley junto a su vieja amiga la señora Slade en Fiebre romana forman, aun sin pretenderlo, parte de un principio organizador que no reconoce la diversidad en las mujeres al recaer sobre ellas un modelo de opresión y percepción social de difícil desarraigo.

París

«Los hombres estáis tan ocupados…», replica la señora Lethbury a su marido en los primeros compases del relato, «y las mujeres listas o bonitas…, bueno, supongo que eso también cuenta como una ocupación. A veces me da la impresión de que una vez servida la cena no me queda nada más que hacer hasta el día siguiente», concluye afligida como queriéndose adelantar a algunas de las proclamaciones que, en la Francia de Gaulle y en la ciudad de París donde la propia Edith Wharton decidió vivir durante los últimos años de su vida, encumbraron a Simone de Beauvoir durante la segunda ola del feminismo.

La mujer abnegada, eternamente inocente, romántica, caída, ejerciendo el rol de mercancía social o en su variante de Nueva Mujer desarrollan su papel eternamente alejadas de lo que sucede en la ciencia, en la industria, en el arte y en la cultura. Apartadas de un mundo en constante ebullición, Edith Wharton trata de enfocar sus relatos en lo que se ha dado en llamar el «Culto a la Verdadera Mujer»: una idealización de la mujer-madre que, en la esfera doméstica, el hogar y la familia, es donde ejerce toda su influencia. Para criticar los códigos de conducta y las costumbres de las damas de la alta sociedad de Manhattan, no importa si la acción discurre en un lujoso ático de la Quinta Avenida, en los interiores de un chalet con garaje privado, porche y jardín o en un apartamento recién remodelado de la zona alta de Park Avenue, la amplia avenida de Nueva York en la que parecen vivir las señoras Ansley y Slade en Fiebre Romana. El «Culto a la Verdadera Mujer», componente básico de la sociedad norteamericana del cambio de siglo refleja la hipocresía de los ricos que, en un mundo de aparente lujo y nimiedad, reduce la responsabilidad de la mujer a cuestiones de la vida familiar.

Tributo

En Fiebre romana, Edith Wharton nos recuerda que las sociedades no permanecen estáticas, reproduciéndose y perpetuándose de idéntica manera. En dicho relato, el huracán modernista está presente en el diálogo que, ante las ruinas del Anfiteatro Flavio, futura metáfora del falogocentrismo acuñado por Jacques Derrida en La farmacia de Platón y posteriormente aplicado por las teorías psicoanalíticas y feministas más contemporáneas, mantienen estas dos mujeres estadounidenses de mediana edad actualmente en Roma junto a sus dos hijas, Barbara Ansley y Jenny Slade. Sus madres, recuerdan, no eran como ellas; mucho menos sus hijas. Delphin Slade, el padre de Jenny, por otra parte, uno de los mejores abogados de Nueva York fallecido recientemente, no solo despierta el poder masculino del antiguo imperio romano que hace de fondo de escenario durante todo el relato, sino los celos y el odio de Ansley contra Slade y viceversa. Enamoradas en los años de juventud del mismo hombre, la señora Slade intenta transformarse en Lesbia, la musa que, en el siglo I a. C., eclipsara a Catulo en la antigua Italia y fuera el tema central de su poesía: «Lo siento por ti», replica como si quisiera emular al poeta de Verona y recitar en métrica sáfica, «al fin y al cabo yo lo tuve todo; lo tuve durante veinticinco años y tú nada más que una carta que él ni siquiera escribió». En un nuevo intento por censurar el patriarcado y zanjar de una vez por todas el asunto que las trae entre manos, Wharton pone en los labios de la señora Ansley la capacidad reproductiva al señalar la maternidad como principal objetivo de la mujer: «Tuve a Bárbara», responde a fortiori, utilizando, esta vez, su cuerpo de mujer como un instrumento de control.

Ciento sesentaiún años después de su nacimiento el 24 de enero de 1862, el presente trabajo sobre la vida y la obra de Edith Wharton es un humilde tributo a su recuerdo.

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