Obituario

Jorge Edwards, “el Montaigne chileno”

Su capacidad infinita de memoria se va con él. Quedan sus libros, muchos de los cuales fueron dedicados a la memoria de otros

Jorge Edwards.

Jorge Edwards. / EFE

Juan Cruz

Juan Cruz

El penúltimo superviviente del periodo más fértil de la cultura literaria en español del siglo XX, Jorge Edwards, murió a los 91 años en Madrid poco después de decirles a sus últimos visitantes que se iba a dormir una siesta. Fue por la tarde del viernes, pues, una vez que habían pasado los ruidos de Madrid y la ciudad en la que pasó sus últimos años, y tantos años, inauguraba su rato de silencio en la calle Núñez de Balboa, cerca de donde estaban sus librerías y sus amigos y sus bares.

El escritor que estuvo con él poco antes, el peruano Jorge Eduardo Benavides, lo recuerda en ese instante entre la duermevela y la esperanza, como si en efecto considerara que, a pesar de su edad, iba a seguir atendiendo a quienes lo invitaran a salir, a comer o a tomar copas, como había pasado hasta tiempo reciente. Pero murió. Murió Jorge Edwards y se cierra una época que hubiera sido otra, o no hubiera existido, sin su capacidad de memoria.

Una capacidad infinita de memoria, en efecto, se va con él. Quedan, naturalmente, sus libros, muchos de los cuales fueron dedicados a la memoria de otros, de sus parientes, por ejemplo, y de otro muy principal, Pablo Neruda, al que conoció cuando el recién fallecido era un muchacho y ya el autor de Canto general era más que un poeta, era un icono mundial de la lírica y del compromiso contemporáneo.

Tuvo la audacia, en el mundo de la memoria, de confrontar en primera persona uno de los acontecimientos más promisorios, y más triste, de la vida moderna en América Latina, la revolución cubana. Su aspiración a encontrarse allí, donde había ido como encargado de negocios del Gobierno de Salvador Allende, con un mundo verdaderamente nuevo se truncó en seguida.

La Revolución era un conjunto disímil de burocracias y de órdenes no realmente revolucionarias, y él describió ese universo decepcionante en Persona non grata. Él se calificó así, cuando lo ingrato, para él, y para el futuro de aquellas esperanzas, era comprobar que la revolución ya tenía que recordarse (pues fue pronto un recuerdo) en minúscula.

Esa decepción de Edwards marcó ese libro, pero desgraciadamente marcó, así eran las cosas entonces, así siguen siendo ahora, también la relación del mundo de la literatura del compromiso con el autor de aquellas denuncias que unían rabia y melancolía. Ese Persona non grata fue el testimonio vital de un hombre que, sin haber sido víctima de la melancolía, sí fue reo de una pasión inesperada: la de tener que rehacerse como escritor, como intelectual, en medio de los avisos de traidor que al fin le resbalaron. Jamás perdió el humor, y por supuesto que tampoco la memoria, que acaso fue el factor que lo mantuvo vivo hasta las últimas horas en que sus amigos, esta vez Jorge Eduardo Benavides, lo fueron a ver para que él siguiera contando detalles inéditos del largo tiempo de vida y de amistades.

Pues Edwards fue durante mucho tiempo, salvadas las reticencias mezquinas de las primeras horas de su historia postCuba, el amigo de todo el mundo, como Kim de la India. Era invitado a casas y a trayectos literarios, hizo su vida cerca de Carlos Barral o de Mario Vargas Llosa, de Juan Marsé o de Carmen Balcells, en ningún caso lo persiguió aquel episodio más allá de las mezquindades contemporáneas. Sobre su memoria (es infinita la extraordinaria biografía/novela sobre su tío Joaquín Edwards, El inútil de la familia) se edificó el mundo que otros no supieron contar, jamás Jorge Edwards fue un egocéntrico.

Al contrario: Edwards estaba hecho, como escritor, para dar testimonio del tiempo pasado sin que el presente le llevara a las melancolías sucesivas del rencor. Era un conversador tranquilo; sabía más que lo que contaba, y hablaba como si lo estuviera escribiendo. En los últimos meses de su relación más cercana al destino que ahora fatalmente se ha cumplido, hablando de él y de los suyos (es decir, de todo el mundo que rozó las fronteras y los territorios del boom) se refería a los otros como si los hubiera tocado o encontrado recientemente.

Recuerdo que en la última entrevista que le hice, sobre el probable envenenamiento de Pablo Neruda, lo contaba todo con tal lujo de detalles, de sospechas, de nombres propios, de barbarie alrededor y también de estupor, que parecía que tenía una línea directa con el más allá, o el más acá, de recuerdos que parecían reliquias del presente.

A esa conversación me acompañó Benavides, y coincidió por casualidad con aquella polémica, aun presente, sobre el envenenamiento del poeta. Habló con nosotros con fluidez, parecía renacer no sólo su memoria, sino el espíritu que la habitaba, y al final nos convidó a almorzar a cualquier sitio con tal de seguir hablando, o escuchando hablar, pues él era más conversador que otra cosa, aunque la otra cosa, precisamente la literatura, fuera la razón verdadera de su prestigio.

Otra de esas veces en que conversé con él, junto con su amigo, el profesor asturiano Eduardo San José, estuvo dándole hilo a una cometa inédita: su capacidad para estar atento a la vida que seguía, siendo él parte de la misma, y no un hombre que se despedía. Tenía 92 años y nos recibió vestido para ir a almorzar, para seguir hablando con Eduardo sobre los cuentos completos que, una vez sellados y acabados, podrían ser editados como una novedad y un homenaje al gran cuentista que seguía siendo.

Antes de esa penúltima entrevista, una vez que le fui a ver porque sí, Jorge Edwards me preguntó: “¿Y no me vas a entrevistar?”. En ese rasgo tan solo, además de otros muchos, se escondía la alegría de vivir de un coqueto que sólo quería que estuvieran cerca por lo menos un millón de amigos. Los consiguió, a pesar de Cuba y de otras parábolas de los malos tiempos. Fue además una buena persona, y eso es algo que, pasando lo que ha pasado por debajo de los aguaceros que le deparó la vida, es mucho más que un elogio: es la parte más notable de una comprobación.

Murió un hombre bueno que antes que del mundo o de los otros se reía de sí mismo como si él fuera también, como aquel antepasado suyo, el inútil de la familia, cuando fue quizá el más listo, y el menos vacuo, de sus contemporáneos.

De él me dijo ayer Jorge Eduardo Benavides: “Fue un intelectual de enorme trascendencia y exquisita sensibilidad. Nos dio páginas hermosas y sobre todo valientes. Un hombre íntegro, lúcido y vital. Hace unos diez años, en Ginebra, cuando él acababa de terminar su labor como embajador chileno en París, me confesó su deseo de mudarse a Madrid. ´Quiero vivir allí antes de hacerme viejo`. Tenía ochenta años. Creo que eso pinta de cuerpo entero su inmensa vitalidad, la que mantuvo hasta el último momento. Mañana nos íbamos a tomar un aperitivo. Eso me dijo horas antes de morir”. Y me dijo esto Fernando Iwasaki, peruano, amigo suyo, escritor como él: “Fue un Montaigne chileno: un escritor de la memoria, un artista del retrato literario y un cronista excepcional de las ciudades que amó”.

Siempre nos decía: “¿Cuándo vamos a almorzar?” Vivió para juntarse con otros. Y jamás vendió su alegría de vivir: la regalaba.