Coraje, sudor y pólvora

La invisibilidad actual del ‘western’ en las carteleras comerciales alimenta la añoranza por uno de los géneros más icónicos y populares

Claudio Utrera

Claudio Utrera

Al rescate de la épica del ‘western’ 

La desaparición de un género que en sus principios representaba el ‘sueño americano’ para evolucionar hasta una autocrítica ajena al consabido ‘espíritu de conquista’  

Su recorrido histórico ya parece más materia para el recuerdo que otra cosa dado el prolongado silencio al que ha sido sometido por los productores desde hace décadas, por eso el western es, por encima de cualquier otra consideración, un género cinematográfico genuinamente estadounidense que ha tenido en la historia del cine de ese país un arraigo y trascendencia de primer orden, además de la suficiente influencia internacional como para que medio mundo se pueda sentir profundamente concernido con él. Es más, para un amplio espectro de la crítica especializada se trata de la manifestación artística más popular que ha engendrado el pueblo norteamericano acerca de su propia historia, utilizando, eso sí, una narrativa eminentemente épica sobre la que se deslizan escenarios, personajes, conflictos y tramas con los que todos, en cualquier rincón del planeta, nos podemos sentir profundamente identificados.

«Creo que en la actualidad», decía Borges, «cuando los literatos parecen descuidar sus deberes épicos, son los westerns los que, por extraño que parezca, han rescatado la épica… y ante el mundo quien lo ha hecho es nada menos que Hollywood». No obstante, lo más curioso es que, pese a sus raíces históricas, el género no siempre se nutrió de realidades documentadas sino de realidades emanadas de la irrefrenable imaginación de los guionistas, circunstancia que favorecería en gran medida el nacimiento de todo una mitología inspirada en el deseo de forjar una narrativa que situara a los Estados Unidos de América en un nuevo polo de atención cultural de cuya rápida extensión por todo el mundo dan fe los millones de seguidores que se agregaron a esta convocatoria cuasi ecuménica que propusieron de los grandes cerebros hollywoodienses.

El factor histórico tiene una gran importante sobre este cine, pero también las novelas escritas desde finales del XIX

Prácticamente, todos los calificados, de una u otra manera, como grandes actores o actrices de Hollywood han protagonizado alguna vez un western, si bien este tipo de películas se asocia especialmente a ciertos nombres como John Wayne, Gary Cooper, James Stewart, Burt Lancaster, Richard Widmark, Joel McCrea, Ben Johnson, Claire Trevor, Lee Marvin, Caroll Baker, Linda Darnell, Kirk Douglas, Victor Mature, Barbara Stanwick, etc. También se identifican frecuentemente los largometrajes que nos ocupan con cineastas de la talla de John Ford, Raoul Walsh, King Vidor, Sam Peckinpah, William Wellman, Fritz Lang, Arthur Penn o Henry Hathaway, aunque del mismo modo que sucede con los intérpretes, son numerosísimos los realizadores de prestigio que han dirigido uno o varios westerns destacables.

El factor histórico tiene, como decimos, una gran importancia en este tipo de cine, pero también es muy apreciable la incidencia de las innumerables novelas sobre el tema escritas desde finales del siglo XIX y principios del XX, algunas publicadas por entregas. En este aspecto son, indiscutiblemente, escritores a destacar los míticos Zane Grey, John Fenimore Cooper, Louis L´Amour y un largo etcétera de nombres que marcaron la pauta a seguir en la cristalización de la leyenda del far west en la pantalla, así como incontables novelas gráficas sobre las agitadas hazañas de sus personajes más icónicos, en cuyas adaptaciones fílmicas jugaron un papel esencial las bandas sonoras de compositores tan decisivos para el perfil emocional y estético de aquellas películas como Dimitri Tiomkin (Solo ante el peligro, High Noon, 1952), Río Bravo , Río Bravo, 1959), Duelo al sol , Duel in the Sun, 1946), Alfred Newman (La conquista del oeste, Hang´em High, 1969), Cielo amarillo, Yellow Sky, 1948), Victor Young (Johnny Guitar, Johnny Guitar, 1953), Raíces profundas, Shane, 1953), Elmer Bernstein (Los siete magníficos, The Magnificent Seven, 1960) o el italiano Ennio Morricone (La muerte tenía un precio, Per qualche dollari in piu, 1965)

Ya no existen los buenos de una sola pieza ni los villanos integrales. Tampoco se prodigan los lugares comunes

Desde la burda y maniquea historia de indios y vaqueros (Las aventuras de Tom Mix, Hoppalong Cassidy…) hasta obras de la complejidad moral e ideológica de Grupo salvaje (Peckinpah), Tierras lejanas (Mann), Soldado azul (Nelson), Sin perdón (Eastwood) o El zurdo (Penn), pasando por esas sólidas y profundas meditaciones sobre la amistad que representan títulos como Río Bravo (Hawks) El Dorado (Hawks), Los cuatro hijos de Katie Elder (Hathaway), El valle del fugitivo (Polonski), Dos cabalgan juntos (Ford), El hombre de las pistolas de oro (Dmytryk) o El día de los tramposos (Mankiewicz) contribuyeron a consolidar el género más genuinamente americano, portador de una nueva poética de la imagen, de una herramienta nueva para interpretar la historia de los USA y a servir de crónica, más o menos fidedigna, de una época de tanta influencia para la identidad del país como fue la heroica, prolongada y sanguinaria conquista del Oeste.

Aunque el western vivió tiempos mejores –y también peores, qué duda cabe– en la actualidad se encuentra sumido en el máximo ostracismo y en el más incomprensible de los olvidos pues salvo alguna que otra incursión firmada por algún peso pesado del Hollywood contemporáneo como Tarantino (Django desencadenado, Django Unchained, 2012), hoy carece de la menor representatividad en las carteleras internacionales, realidad que nos inspira los siguientes interrogantes: ¿no interesará ya el género a los espectadores del siglo XXI? ¿Existirá realmente una crisis entre los nuevos creadores cinematográficos en su conexión con el cine del pasado o asistimos acaso un compás de espera hasta que se produzca una eventual revitalización del género?

La obra magistral de Sam Peckinpah sirvió para poner en solfa el consabido «espíritu de conquista»

La gran aventura del far west es, en cualquier caso, la más grande del tumultuoso periplo histórico que selló la formación de los Estados Unidos y su transformación de la lejana y ya olvidada tierra de cazadores, hasta su transformación en primera potencia económica y militar del mundo en algo más de 200 años. Y en su relativamente corta historia general, este episodio es solo un pequeño suceso local, de corte doméstico. Sin embargo, el cine estadounidense ha logrado transformar la gesta de la conquista en una auténtica canción de gesta, saga, romancero, poema, leyenda, aventura sin igual… que ha apasionado a todo ciudadano del país y desde allí ha dominado, durante décadas, el mundo. Tal es así que esta aventura ha pasado a ser patrimonio de todos los hombres y mujeres de cualquier raza o nación; ha influido en las costumbres de todo el mundo de manera más profunda y decisiva de lo que pueda suponerse: el primer golpe asestado a la arcaica, ridícula e injusta caballerosidad del duelo fue, no lo olvidemos, el primer puñetazo con el que el cowboy derribó a su enemigo en una película.

De las muchas realizaciones extraordinarias que EEUU han logrado en muchos órdenes, una de las más asombrosas, verdaderamente increíble, es haber inventado un género con rasgos incomparables y de haberlo impuesto urbi et orbe en el espíritu del hombre moderno. Una obra colectiva, en gran medida anónima. Ahora bien, no todo en el western es digno de alabanza, la mayor parte de la producción realizada hasta la década de los años treinta del siglo pasado adolece de un planteamiento donde prevalece una mirada artificiosa y la mayoría de las veces, la anécdota histórica entorpece la hondura del relato, dejándonos una sensación intelectualmente irrelevante. Así surgió, pese a todo, una galería de mitos que han llegado a trascender más allá del rectángulo de la pantalla, mitos que guardan una estrecha relación con un pensamiento basado en los valores más tradicionales, pero que han llegado a germinar profusamente en nuestro imaginario, casi como una religión.

Salvo la incursión de Tarantino, los filmes de vaqueros carecen de representatividad en la creación cinematográfica

Nombres del relieve artístico de John Ford, William Wellman, Raoul Walsh, Henry Hathaway o Cecil B. de Mille realizaron sus primeros filmes partiendo de estos presupuestos, es decir, subrayando una serie de valores de marcado perfil reaccionario, aunque envueltos, eso sí, de un aura mítica de fácil identificación con el gran público. Precisamente, la validez y autenticidad de dichos valores están ahí, en una puesta en escena tan ingenua como mixtificadora; en esa concepción maniquea del hombre; en la desproporción existente entre el marco naturalista donde se desarrollan las historias y el tono solemne de los personajes que las protagonizan porque ese fue el corte ideológico que diseñó una filosofía del existir, la de aquellos hombres y mujeres que emigraron del viejo continente, durante la segunda mitad del siglo XIX, para crear en “la tierra prometida” una de las potencias más influyentes del planeta.

Porque es que, en resumidas cuentas, los westerns no son otra cosa que crónicas lírico-épicas de la gestación de ese gran país hasta el punto de convertirse en un auténtico testimonio a los que, sin duda, habría que acudir a la hora de estudiar a fondo, no tanto los propios hechos históricos en los que se inspiran como en la arquitectura moral y política sobre la que se edificó el american way of life como característica esencial del comportamiento moral de una sociedad excesivamente deificada por la ambición desmedida de unos pocos frente a la precaria existencia de una inmensa mayoría.

La gran epopeya que relatan millares de libros y películas muestran fundamentalmente un poderoso estigma, un sello inconfundible que continua fresco y vigente en la sociedad norteamericana actual. De ahí que los westerns modernos, los producidos entre las décadas de los cincuenta y setenta, observan la historia con cierto sentimiento de culpa y desde una perspectiva autocrítica de la que carecían la inmensa mayoría de los clásicos, de ahí también que esa mirada sea generalmente amarga y desencantada. Esta corriente de obras comprometidas, uno de cuyos paladines fue el gran Sam Peckinpah, sirvió para revisar los conceptos más convencionales y simplistas del género y poner en solfa el consabido «espíritu de conquista» empatando con la gloriosa tradición literaria contemporánea encabezada por dos Passos, Fitzgerald, Faulkner y Anderson.

La gran aventura del ‘far west’ es la más grande del tumultuoso periplo que selló la formación de los Estados Unidos

La energía dramática que emanaba de cintas como La diligencia, de John Ford; Río Bravo, de Howard Hawks; Dallas, ciudad fronteriza, de Stuart Heisler; Murieron con las botas puestas, de Raoul Walsh; Apache, de Robert Aldrich; Fort Apache, de John Ford; Incidente en Ox Bow, de William Wellman; Los siete magníficos, de John Sturges; Lanza rota, de Edward Dmytryk o La ley de la horca, de Robert Wise daba paso al desencanto y el pesimismo crepuscular de obras como El zurdo, de Arthur Penn; Grupo salvaje, de Sam Peckinpah; Soldado azul, de Ralph Nelson; Dos hombres y un destino, de George Roy Hill; Pequeño gran hombre, de Arthur Penn; Monty Walsh, de William A. Fraker; Los valientes andan solos, de David Miller; Willy Penny. El más valiente entre mil, de Tom Gries o Los vividores, de Robert Altman.

En los primeros se respiraba cierta condescendencia, una manera muy sutil de representar «el sueño americano» desde ciertas posiciones liberales. En cambio, en el segundo bloque afloran en toda su crudeza las brutales contradicciones que asolan a un país enraizado en los principios que fundamentan la ley del más fuerte, con muestras muy explícitas del escenario de violencia que envolvía aquel «sueño», que hoy pervive, aunque con parámetros mucho algo más flexibles. Ya no existen los buenos de una sola pieza ni los villanos integrales. Tampoco se prodigan los habituales lugares comunes del género. El neowestern entró así de lleno en la órbita de un nuevo realismo, vaciando los viejos argumentos de testosterona y de atávicos conceptos morales para ahondar en las auténticas raíces de una mitología concebida como el espejo más fiel de una nación joven, innovadora y llena de grandes ambiciones.