El burrito de Marsé

'Chingaputamadrazo'

En la despedida de la ciudad chiquita más bella del mundo y su Congreso de la Lengua, un curioso hallazgo en un diccionario de mexicanismos

Fachada del ayuntamiento de Cádiz.

Fachada del ayuntamiento de Cádiz. / EP

Juan Cruz

La vida te va diciendo “no lo intentes”, hasta que finalmente ella misma te dice “fíjate”, y eso es lo que ha pasado esta pasada noche, previa a mi despedida de la vida en Cádiz, acaso la ciudad más bella y chiquita del mundo. Llena de luz y de sombras, como una dama o como un niño. Me voy, así es la vida. Dije, al llegar, que daba vergüenza irse lejos de Cádiz, pero aquí estoy, marchándome.

Una ciudad en la que, la primera vez que vine, sentí que era parte de mi isla, a la que llegaban los tristes estudiantes alegres, a aprender medicina. Luego la vida, la vislumbré, más bien, por las noches. Era tan bella, tan querida, tan nocturna, que parecía esperar alegría o tristeza, pero siempre estaba alerta, al acecho, como un pájaro que viniera en los barcos de Colón antes de llegar a La Gomera.

Esta vez vine a un Congreso de la Lengua, el que se ha celebrado aquí en lugar de en Arequipa, Perú, porque allí las cosas están que arden. Aquí están mejor las cosas desde hace rato, pero España vive como si le fuera mal. Hay maldad en rincones de la vida, está todo patas arriba, pero es mentira. Casi todo está mejor que en cualquier parte, aunque la gente vive quejándose para desvivirse, pero es mentira.

Cádiz, por ejemplo, es feliz, como son otros islotes de islas felices, o de continentes miniados en los que caben los buenos y los malos. Por la mañana, sin embargo, se despiertan feroces los caballos perversos, y vuelve la televisión, la radio o los periódicos, a decir que todo va a peor, y no es cierto. Va peor donde matan y donde obedecen a los que mandan matar. Los niños van a las escuelas y vuelven y nadie los persigue. Perseguían cuando el napalm y persiguen en países horribles que no se salen con la suya, aunque siguen matando, con sus fusiles de acabar con todo.

Me voy de Cádiz, esta mañana. Cuando ustedes vean que ya no hay luz en este soporte, es que me he ido. Se quedarán amigos, rememorando conversaciones de la noche, poetas a los que les he entregado mi energía, seres humanos a los que acabo de conocer en las barras de los bares, y todo lo que vean que dejé atrás es esencialmente como un reloj de arena al que me aferro para que no me quiten los horarios que me quedan.

Irse de Cádiz es vivir de otra partida, y algún día tendré que decirlo con menos palabras, porque la verdad es que ya me estoy yendo y no quiero dar más detalles de la despedida. Ojalá un día, temprano, cuente que Cádiz se va conmigo, pero me voy solo, como un tablero de niños jugando al escondite.

Ayer por la mañana muy temprano fui a una de esas tenidas que me depara el trabajo. Iba a acompañar a mi amigo el escritor Gonzalo Celorio, acaso el más lúcido, y tranquilo, de los acompañantes. Íbamos a donde no nos esperaban sino el silencio o las palabras. No había, ni siquiera, sillas donde estuviéramos bien sentados, hasta que nos sentaron, y yo sentí enseguida que iba a estar charlando con él sobre la voluntad que lo mantiene: la literatura.

Antes, por la mañana, le escuché entrar en una sala donde estaban diccionarios mexicanos (Diccionario de mexicanismosen los que él ha colaborado. Estaban relucientes esos diccionarios, como de plata, azul u oro, y abrí uno de ellos, una caja como de aguardiente esperando por nosotros. Nadie se creyó lo que encontré enseguida que saqué el diccionario de la materia amarilla que lo guardaba, de modo que en cuanto abrí el envoltorio y hallé lo que venía en la acepción correspondiente alguien dijo: “Eso lo ha inventado”.

No me lo había inventado. Decía exactamente esto la definición que nos esperaba: chingaputamadrazo. Creo que el único que me creyó que eso estaba ahí escrito fue el burrito de Juan Marsé, este pequeño platero sin obsesiones que me acompaña desde que llegué el lunes a sentir que Cádiz es mi patria, o mi sol, o mis noches, o una despedida.

Un día, quizá, cuando vuelva a Cádiz, contaré aquí o en cualquier parte por qué ahora, a esta hora de la noche, me siento tan feliz de haber acompañado al burrito a decirle hola a la ciudad para decir, también, que ya nos vemos.

Hasta siempre, o no quién sabe.