«Cuando era niño, me metieron en una familia», dijo de sí mismo, para ilustrar de ese modo inmejorable su antigregarismo radical. Y en sus poemas, precisó: «Soy un errantómano en permanente orgiasmo», para llamarse, sobre todo, «vocero del silencio». El carnavaleo de su origen gaditano, hace cien abriles, le alcanzó para atesorar un ajuar tan variopinto como «lobo», «payaso», «apátrida», «trotamundos»... hasta «monje nihilista», «arlequín errante», «náufrago del éxodo», «viudo mágico» o «pordiosero erótico».

Carlos Edmundo de Ory (Cádiz, 1923 - Francia, 2010) -que el próximo jueves 27 de abril habría cumplido cien años- es autor de una poesía de difícil clasificación, siempre en proceso y atenta a la conjura de los dualismos más dispares, con abruptos cortes cíclicos, además, cuyos restos nunca dejan de formar parte del alud terminal («criadero de cánones y fugas», dice un verso, para indicar también que «en mi poesía no hay sitios; sólo hay fulgor»).

Una caricaturesca proyección como poeta maudit, junto a un cúmulo de paradojas, contribuyó a eclipsar la justa ubicación de su obra. Y es que, aun guiado por una insobornable actitud órfica y privadamente fundacional –afín, en ese sentido, a otros coetáneos incunables, como Cirlot, Brossa o Francisco Pino-, en su caso es posible que el hambre, siempre voraz, de los caricaturistas haya coincidido con sus proclamadas ganas de comer en otra parte; pues, en algunos respiros de su asumido «itinerario del solista proscrito», De Ory se coloca «el pelo verde de Baudelaire» –o al menos no se lo corta–, para anunciar: «Me duele el corazón de ser un genio», o «(Yo tengo...) como todos los grandes poetas», o «El mundo de los necios abandono transformado / porque se ha desgarrado para mí el velo del engaño», o, en fin, «Mi poesía aspira a ser escuchada por Dios»... Pero aún así, con adelantarse él mismo a proporcionarles el esbozo del retrato rápido de su trastierro –agregando a la mentada panoplia su condición de «delincuente puro» o «huraño criminal de la infancia»- hay paradójicos factores objetivos que incidioeron en el desdibujamiento de un poeta, a cada paso, tremendamente bipolar, y, en conjunto, poliédrico.

Uno de los más gruesos es el desajuste entre una creación tan torrencial y precoz, como ha podido verse luego, y un poeta que, casi al filo de su cincuentena, sólo había publicado dos volúmenes Los sonetos (1963) y Poemas (1969). Únicamente a partir de la publicación de Poesía -1945-1969 (1970) -en edición de Félix Grande-, se levantó con fuerza la espita de su largo silencio editorial, al punto de que, en apenas ocho años, se sucedieron otras tres antologías, que daban cuenta de las extrañas sincronías cruzadas de un autor que venía atendiendo, casi desde su pubertad, a los más diversos flancos.

Tan sólo tras su antología Música de lobos (2003) –que incluye 14 títulos- preparada para Galaxia Gutemberg / Círculo de lectores por Jaume Pont, se ha podido ver el genio horizontal de un De Ory mucho más libre que sus restricciones programáticas. Da ahí rienda suelta a su principal rasgo: el maridaje irreductible entre religiosidad y carnalidad (y por aquí su declarada veneración de Novalis), con afirmar que «los dos poderes más grandes son / la excitación religiosa y el anhelo sensual». «El erotismo –ha explicado luego en sus Diarios- es inseparable de la muerte, y la cantidad de lirismo proviene del aniquilamiento, de la perdición».

Siempre bajo un plano de isomorfismo entre erotismo y destrucción, su rasgo estriba, muchas veces, en dar cuenta de la elegía desamorosa en el momento presente del fervor carnal, y, sobre todo, en equiparar este último al acto poético: «Todo poema vive en los labios donde fue / vivida la dulzura de muchacha besada». La esencia de la poesía y del amor se expresan a través de la feminidad; «las palabras son mujeres», aseveraba, para apreciar, en su reverso destructivo, que la reciente mujer amante, ahora «Te mira ojo a ojo Te / pide no se qué Te mata», y concluir, en otra parte, con estas inquietantes tablas: «Hablar a una mujer que nos ama / de otra mujer que amamos / no se puede hacer en este mundo / ¿Pero quién tiene la culpa? / Yo me callo - nieve helada».

El Ory que de veras reluce es un poeta sincronizante, de irreductible vocación polifónica, con los más diversos flancos entretejidos en un ioperable palimpsesto. Deja ver, por ejemplo, que la factura de sus cuadros sobresale muy por encima de los restrictivos marcos de sus manifiestos programáticos. Así, cofundador, primero, del Postismo (1945) -movimiento efímero de surreales tintes tan contradictorios como una suerte de agazapamiento a la retaguardia del vanguardismo, y en el que también participó, por cierto, su amigo el poeta Féliz Casanova de Ayala-; ideador luego del Introrrealismo (1951), al hilo del expresionismo y el existencialismo europeos de posguerra, y creador del Atelier de poésia ouverte, al aire de los vientos contraculturales del 68, parecería que el Ory más mate es el que se empeña en colocar a los bueyes de sus versos detrás de las carretas proclamadas; y en darles, según cada nueva horma contingente, abruptos golpes de timón, lo que, sin duda, resulta ocioso a su demostrada capacidad de navegar en solitario, sin minueto ni carta preconcebida, «con voluptuosidad de góndola vacía».

Por fortuna, reconoce que «Nadie nada nunca me es constante», y que «mi poesía no sale por la puerta, sino por las rendijas», y muy pronto vuelve a surtir el Ory más genuino, aquel precisamente capaz de aunar y pulverizar los ismos más dispares. El que, hermanando lo órfico y lo dionisíaco, inocula el vanguardismo en las estructuras clásicas, hasta obtener un fluido inextricable; y hace dialogar a Novalis y a Nietzsche con Unamuno y Vallejo (sobre todo, Vallejo, como se titula un soberbio poema suyo de homenaje al autor de Trilce, un libro cuyo ludismo alucinado es determinante entre sus ascendentes). El Ory que cincela, con los materiales más encontrados, una «autobiografía espiritual», que es, sobre todo, carnal («Amo a una mujer de larga cabellera»). El Ory que se conmina a «escribir a mandíbula batiente», para escrutar «lo callado a manos llenas»; y que ensaya, por eso mismo, una escritura orgánica, de su propia respiración, a través de «libros que son bronquios». El Ory que dijo escribir para «poner arriba el abajo» y para «llamar a las cosas por sus cumbres». El que proclama: «La poesía es un vómito de piedras preciosas»; o bien (se puede decir más bajito pero no más oscuro)- que se trata de «poner un huevo negro en el nido del no-decir».

«Hormigas de la memoria»


El crítico y también poeta Juan Manuel Bonet es el comisario de la exposición La cabaña central, recién inaugurada en Cádiz, para conmemorar el centenario de De Ory. Cartas cruzadas con algunos de sus más insignes corresponsales, como Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío o Francisco Nieva, junto a fotografías, cuadros, manuscritos, libros propios y ajenos o documentos de los variados ismos literarios en los que participó, componen esta muestra, cuyo título alude a la legendaria cabaña que tenía De Ory en Amiens, su localidad francesa de adopción. Devendría en “un lugar de peregrinación para quienes iban en busca del mago de la palabra”, explica Juan Manuel Bonet, que destaca “el uso radical y rupturista del idioma” en que se empleó toda su vida el gaditano, con géneros de su invención, como los aerolitos, además de ser un dietarista excepcional. 

Una máquina de escribir, un sombrero y un bastón que heredó de su padre, el periodista y escritor Eduardo de Ory, son algunos de los amuletos ahora expuestos. También diversos retratos, como el que le dedicó Luis Eduardo Aute con esta leyenda: “al genial, gentil y generoso Carlos Edmundo de Ory, Ory-gen del universo poético que más me embarga”. Son “hormigas de la memoria”, como define Laure Lachéroy, presidenta de la Fundación Carlos Edmundo de Ory y viuda del escritor, este viaje de vuelta de los objetos que compartieron en la cabaña francesa a las vitrinas de la ciudad natal del poeta.