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Summa de Álvaro Mutis

Se cumplen cien años del nacimiento y diez de la desaparición del escritor colombiano, creador de Maqcroll el Gaviero

Álvaro Mutis

Nunca he conocido a un poeta tan poco parecido a lo que cabe esperar de la presencia de un poeta -y menos aún siendo autor de unos versos tan dramáticos como los suyos- como este Álvaro Mutis (Bogotá, 1923 - México DF, 2013), de cuyo nacimiento se cumplirán cien años este verano, y, a unas semanas de distancia, diez de su desaparición. Esbelto, rebosante de una simpatía de veras carismática (no todas lo son) y ataviado como un lord inglés, el autor de Summa de Maqcroll el Gaviero era capaz de exponer los argumentos más severos sobre la condición humana, o de glosar sus propios versos, tan sombríos, ya digo -que hablan de la derrota del hombre, anticipada y sin remedio-, muerto de la risa. Las dos veces que lo entrevisté, para el desaparecido diario El sol -una de ellas en una larga cena con otros contertulios, en la que aprovechó la presencia de un chateaubriand sobre el plato para declamar de memoria pasajes enteros de los Diarios de ultratumba del romántico francés-, me sorprendió, en efecto, su empática sonrisa contagiosa, hasta la carcajada limpia, muy franca, mientras abría su fauce de tigre de Bengala, para remarcar su escepticismo. “Me han ofrecido varias veces importantes cargos públicos, pero sistemáticamente los he rechazado”, revelaba. “Porque la política me parece una de las formas más directas de la superficialidad, y, desde luego, una engañifa en su promesa de redención colectiva. Aunque quisiéramos no reconocerlo, el hombre es fatalmente un ser individual”.

Algo inaudito entre las élites culturales latinoamericanas, Mutis era un monárquico irredento -como se observa, por ejemplo, en su poemario “Crónica regia y alabanza del reino” (1985), donde describe con lucidez conmiserativa la trágica soledad de Felipe II arrumbado en sus aposentos de El Escorial, metiéndose en su mente-; y sorprende, por ello, su íntima amistad con reconocidos autores de izquierda, como Mario Benedetti o, sobre todo, su compatriota, vecino de exilio en México y compinche del alma, Gabriel García Márquez. Éste destacó, en un artículo de homenaje con motivo de su premio Cervantes, en 2001, que Álvaro Mutis le había dado diecisiete veces la vuelta al mundo sin que el carácter le hubiese cambiado un ápice. Gabo debe de ser de las pocas personas que conozcan el verdadero trasfondo del turbio asunto que precipitó el exilio de Álvaro Mutis a México, pero no dijo ni mu en sus memorias, y -fallecido apenas seis meses después que aquél- se lo llevó a la tumba.

Mutis se fugó en una avioneta, financiada, al parecer, por sus amigos, cuando, siendo relaciones públicas de la Standard Oil en Bogotá, fue demandado por su empresa por malversación de fondos. Según sus detractores, todo consistió en un conchabado paripé de la compañía para, con esos fondos, comprar a parlamentarios colombianos para que favoreciesen sus intereses. Pero el coste de esta versión sería demasiado elevado para Mutis, quien, detenido al poco tiempo en el Distrito Federal, pasó 15 meses encarcelado en la más famosa prisión mexicana, una negra experiencia que recoge en su Diario de Lecumberri. Según una versión opuesta, empleó el dinero en ayudar por su cuenta a perseguidos políticos, y según atajó el propio Mutis, se lo gastó en actos culturales, fiestas y comilonas con sus amigos escritores y artistas.

Nunca se sabrá, porque el expediente fue borrado. Pero, lo que sí es cierto es que, al igual que hiciera con él Luis Buñuel, cuando, a su llegada a DF, le presentó una carta de recomendación de un conocido colombiano del cineasta, y éste lo colocó en una agencia de publicidad, Álvaro Mutis tuvo fama de una extraordinaria generosidad y bonhomía para con sus paisanos, profesores e intelectuales de todo signo, trasterrados a México en oleadas, con las puertas de su casa siempre abierta, y preocupado en encontrarles empleo. Su portentosa y envolvente voz metálica, que le sirvió para iniciarse como locutor radiofónico, le hizo recalar en el doblaje, y de él es la voz en castellano, por ejemplo, del protagonista de la legendaria serie televisiva Los Intocables. Luego fue relaciones públicas de una compañía aérea y gerente de dos importantes cadenas cinematográficas.

Pero de nada de esto estaríamos hablando si no existiese su aventurero y hondo personaje Maqroll el Gaviero. Así como Gabo forjó con Macondo un territorio mítico, Mutis optó por darle vida a un único y desarraigado personaje, que aparece ya en sus primeros poemarios, La balanza (1948) y Los elementos del desastre (1953), y que, tras recorrer casi toda su obra poética, quedó catapultado en la saga de libros de narrativa que escribió en su madurez, cuando era ya más que quincuagenario.

Ese marino errabundo, “estoico en el pensar y hedonista en el vivir”, se convirtió en su mejor alter-ego. Navega por puertos y ciudades de Asia, Europa y El Caribe que el propio Mutis llegó a conocer. Pero el Gaviero le permitió contrastar, sobre todo, su más frecuentada y primordial singladura, entre los cafetales de la finca familiar en el corazón de Colombia y las larguísimas travesías de ida y vuelta por mar hacia Europa, a causa del destino diplomático de su padre en Bruselas. Y el resultado es un mar de café, con sus grumos y sus brumas, perceptible en los recurrentes “nocturnos” de sus poemas. De raíz simbolista y, a la vez, realista, clasicista y narrativo, se consideraba esencialmente un poeta, cuyas narraciones son sólo, señalaba, “acotaciones y apostillas a mis versos”. Contrabandista, acaso, entre ambos géneros, en realidad, no hacía distingos, pues creía que la poesía debe acompañar a la prosa como a la fruta el hueso.

Decía compartir con su personaje dos aspectos fundamentales: la necesidad de aceptar el destino y su absoluta indulgencia. Todo lo explicaba, como digo, con su abierta fauce risueña de tigre de Bengala; de ese modo conseguía amortiguar sus drásticas conclusiones. “La literatura debe tener un valor extemporáneo, susceptible de producir una emoción en su pasado y su futuro”, señalaba. “Mucho de lo que se produce hoy es mera retórica consumista”, decía ya a finales del siglo pasado. “Yo persigo la máxima de Rilke: Escribe sólo si el no escribir te causara la muerte”.

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