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Jano, contra la mayoría

Jano, contra  la mayoría

Jano, contra la mayoría / juan ezequiel morales

Juan Ezequiel Morales

Juan Ezequiel Morales

Jano García, economista, acaba de publicar Contra la mayoría (La Esfera de los Libros, 2023). A la pregunta de si se sentía más libre con 20 años que ahora, Jano responde: «Muchísimo más. Ahora tienes todo tipo de limitaciones a la hora de expresarte, a la hora de actuar. Todo es el qué dirán. Todo parece regido por una capillita de reformadores morales que intentan limitar lo que es la libertad». Y ¿cuáles son esas libertades que tenía con 20 y que ahora con 33 no tiene?: «Vivimos en esta época de los ofendidos. Por ejemplo, hace nada Nelson Piquet comentando la Fórmula 1, dijo el negrito, refiriéndose a Hamilton. Le han metido una sanción de un millón y pico de dólares. Es una cosa delirante. Evidentemente, no es que sea racista, sino que simplemente es un comentario. Ya está. Vivimos en este mundo en el cual todo ofende y aquí parece que, si no formas parte del gremio de los ofendidos, entonces no puedes obtener ciertos privilegios o recompensas que te da esta sociedad» (entrevista en The Objective).

Después de este exordio, y teniendo en cuenta que el texto de Jano pretende hacer un repaso y una crítica a la democracia, despojándola de ese aspecto de sacralidad gratuito, vemos primero que recuerda que las polis en las que había aparecido la democracia eran insignificantes: «Toda la vida política se configuraba en poblaciones de unos millares, nada que ver con los vastos números demográficos que poseemos ahora». Atenas tenía unos 35.000 ciudadanos, y los representantes democráticos eran unos 400, con Clístenes llegaron a 500. Consecuencia: «Resulta imposible que un país de veinte millones de habitantes o de ciento veinte millones de habitantes pueda decidir diariamente sobre asuntos políticos; de ahí que se escoja a una serie de representantes para que hagan el trabajo».

Aristóteles consideraba la democracia como el mal menor para los ciudadanos «siempre y cuando estuviera regida por gente de alto conocimiento cultural y honestidad sólida». Y éste fue el germen de las democracias censitarias, defendidas incluso por Stuart Mill, que perduraron hasta principios del siglo XX, cuando la popularización de la educación pudo ofertar a todos los ciudadanos un mínimo de igualdad. No obstante, fueron mujeres socialistas, como Victoria Kent, quienes rechazaron el voto a las mujeres porque no las consideraba aptas para votar a la izquierda. En 1931, la socialista Margarita Nelken, diputada del PSOE unos meses después, escribía en su libro: «Poner un voto en manos de la mujer es hoy, en España, realizar uno de los mayores anhelos del elemento reaccionario». En efecto, el noviembre de 1933 votaron por vez primera las mujeres y ganó la derecha, con lo que el PSOE decidió un golpe de Estado para octubre de 1934.

Dice Jano: «¿Acaso alguien consideraría un país democrático aquel que impide votar al 75% de la población como ocurría en la Antigua Grecia? En la respuesta ya encontramos una discrepancia entre lo que hoy pensamos que es la democracia y lo que pensarían de ella aquellos que la fundaron. No es baladí que en los países occidentales los haya que se atreven a reprochar a los fundadores de la democracia que ellos no eran demócratas, que los demócratas somos nosotros... Es como si nosotros reprochásemos a Jesucristo no haber sido un auténtico cristiano y alegásemos que, en realidad, los cristianos somos nosotros y el cristianismo es lo que nosotros decimos que es».

Después de perpetrar un ataque a la viabilidad de un referendo eterno para que la representatividad estuviera a salvo, Jano García pasa a exponer algunas paradojas de la democracia como cuando Robert Michel, exponente de la ley de hierro de las oligarquías, dice que los resortes de la democracia vienen nutridos por la partitocracia o las empresas y que, ambas, tienen un comportamiento antidemocrático para poder subsistir. Lo antidemocrático pervive dentro de lo democrático. Jano explica que es imposible un país gobernado por más de 50 partidos políticos y que, en consecuencia, la partitocracia es inevitable, e indica que cualquier democracia se convierte en totalitaria frente a ciertas circunstancias, por ejemplo: «En multitud de países democráticos la pandemia provocó que el poder encontrara la excusa perfecta para convertirse en omnipresente. Ante la histeria colectiva generada por la incertidumbre, la desinformación y el constante martilleo apocalíptico de las rameras informativas del poder, los gobernantes apostaron por aumentar de forma salvaje los límites del poder». En Suiza se votó si los ciudadanos que no estaban vacunados podían ser libres o deberían ser despojados de su status de ciudadanía, y el 62% votó a favor de la ley que despojaba ipso facto la libertad de los no vacunados: «A los demócratas les parecerá estupendo, pues sus requisitos se cumplen, pero la realidad es que este hecho tan reciente nos demuestra que el cuento democrático guarda, cuando menos, bastantes sombras».

El efecto psicosocial que convierte a cada ciudadano en un dictador de la mayoría es el colaboracionismo: «En Alemania, los ciudadanos colaboraban denunciando al judío que trataba de escabullirse de las leyes de Núremberg. En China, los hijos denunciaban a sus propios padres por ser contrarrevolucionarios e impedir el progreso de las políticas de Mao. En la URSS, los ciudadanos eran clave a la hora de espiar a sus propios amigos y familiares. En Estados Unidos, aquellos que hacían la vista gorda con las leyes raciales eran denunciados ante la autoridad. En Reino Unido, los homosexuales eran delatados para sufrir los castigos legales que pesaban sobre ellos». Y el relato de la actualidad, por Jano, incluye que el camarero pasó a ser un agente de la autoridad que te impedía la entrada a un establecimiento, las azafatas exhibían su fuerza exigiendo a los pasajeros que se colocaran la mascarilla, el enfermero se jactaba de impedir la entrada al país a los ciudadanos que no tenían el certificado, los vecinos denunciaban a los suyos por pasear de más a su perro «y la masa, dando muestra de su miserabilidad, se erigió en salvadora de la humanidad señalando a los que no se postraban frente a la irracionalidad y el poder. Encantados con compartir el poder con los gobernantes, los gobernados reafirmaron la execrable naturaleza de la mayoría».

Esto, finalmente, hace que Jano afirme: «Prefiero un dictador bueno a un demócrata malo». ¿Prefiere a un dictador bueno que a Pedro Sánchez? Y contesta: «Hombre, sí, claro». La democracia y dentro de la democracia la izquierda, son dos creencias indiscutibles, principios sine qua non en la mente de los individuos-masa, con las que cualquier caterva de políticos tienen éxito si se la apropian simbólicamente. La democracia, un espejismo aprovechado por perillanes, pícaros y bribones para hipnotizar a los ciudadanos, al rebaño. Pero, como decía Aristóteles, el menor entre todos los males.