«A todos los cubanos que estamos hartos de que nuestro país sea el parque temático de una ideología», dedicó el cineasta Pavel Giroud su reciente recepción del Premio Platino de Cine Iberoamericano al mejor documental por El caso Padilla, que se acaba de estrenar en España. 78 minutos para recrear las aciagas horas de aquella noche cerrada y de encierro, a partir de las 21 horas del martes 27 de abril de 1971, en la atestada y silente sede de la Uneac habanera. El poeta Heberto Padilla (Pinar del Río, 1932 – Alabama, 2000), encarcelado desde un mes antes, es conminado a salir al estrado a urdir su mea culpa, una «sentida autocrítica» de su condición de miserable agente contrarrevolucionario, con la acusación extendida a numerosos escritores cubanos allí presentes, incluida su propia esposa, la escritora y pintora guantanamera Belkis Cuza. Toda una autoinculpación de ópera bufa, que Octavio Paz definiría como la «autohumillación de un incrédulo».
Significó un antes y un después en el apoyo de la cultura de Occidente al castrismo, a la resaca de las revueltas sesentayochistas. Pues lo cierto es que hasta ese caso, a lo largo de la anterior década, La Habana había sido una fiesta con barra libre de mojito para la izquierda planetaria crítica con el bloque soviético.
Ahora sería importantísimo que fuera Heberto Padilla, y no otro, quien argumentara sus desmentidos sobre la represión estalinista que se adueñaba de la Isla, si bien al hacerlo en un contradictorio ritual a punta de pistola, conseguiría el efecto inverso al esperado por Fidel. Pues la vital adhesión de la crema de la intelectualidad de la izquierda occidental, concienzudamente elaborada en infinitos y costosos tours culturales, a lo largo de un decenio, se derritió ipso facto aquella madrugada.
Fue el primero en advertir, cuando nadie le creía, el advenimiento de un nuevo «estalinismo tropical»
Lo chocante es que Padilla ni siquiera era un disidente, como repara, en su análisis de aquel paripé propiciatorio, el recién desaparecido Jorge Edwards, en Persona non grata, su célebre testimonio sobre sus encontronazos con el Régimen y el propio Fidel, que le harían dimitir al frente de la Embajada de Chile en La Habana, justo un mes antes. Lo chocante es que, hombre «cultísimo», políglota, cosmopolita, elocuente, Padilla había sido uno de los cicerones predilectos para mostrarles in situ la hora de la aurora cultural de La Habana a gentes de la talla de Hans Magnus Enzensberger, René Dumont, K.S. Karol, Jean Paul-Sartre, Simone de Bauvoir, al propio Edwards... Mucho antes de que aquella palinodia, representada con nocturnidad y alevosía (astutamente, a una hora de eventos culturales y en la emblemática sede cultural de la Uneac, aunque, esta vez, atestada de policías aviados de civiles) significara la desbandada oficial de cruciales adeptos (los citados más Paz, Moravia, Fellini, Susan Sontag, Carlos Fuentes, Juan Goytisolo...), José Ángel Valente había anotado en su Diario íntimo: «Heberto Padilla tiene un aire inteligente y mordaz... está inquieto, áspero cargado de críticas...». Era a principios de diciembre de 1967, durante el tour que el poeta orensano compartía por la tierra prometida con Celaya, Caballero Bonald, Blas de Otero, Alfonso Sastre y otros escritores españoles de izquierda. Ese fue el año de los primeros polvos del caso Padilla. En una reseña publicada en El caimán barbudo, había aprovechado su nada elogiosa crítica de la novela Pasión de Urbino, del encumbrado intelectual orgánico Lisandro Otero, para protestar por el silencio sobre Tres tristes tigres (que acababa de ganar el premio Biblioteca Breve-Seix Barral), del ya exiliado y entonces muy repudiado Cabrera Infante.
Para La Habana, era nuestro hombre en el orbe: corresponsal de Prensa Latina en Nueva York y, poco después, en Moscú
No obstante, Heberto Padilla (considerado por muchos «el más importante poeta civil cubano», y cuya obra ha quedado opacada por la relevancia, justamente, de su martirologio político) contaba, ya de entrada, con una atípica biografía, que, a cada nuevo paso, lo volvería a la vez propiciatorio e incomodísimo para el Régimen. Una biografía que empezó al revés, pues, ironías del destino, residió en Miami durante los últimos años de la dictadura de Fulgencio Batista, y, mientras muchos salían, él regresó a festejar la Revolución, en el 59. Periodista y escritor de una potentísima cultura anglófila, afectuoso, vehemente con la asunción de los nuevos vientos históricos (entonces sólo patrióticos y utópicos), fue el hombre perfecto para confiársele, nada menos, la primera corresponsalía de Prensa Latina en Nueva York, y, poco después, la de Moscú. Para La Habana, Padilla era nuestro hombre en el orbe. Sólo que estuvo casi un lustro en ese último destino, y a su regreso a la Isla traía un peligroso bagaje de conocimiento de primera mano del Telón de Acero, y de un período, además, de gran afloración de disidentes contra la barbarie del estalinismo anterior.
El punto de inflexión le llegará en 1968, cuando su duro manuscrito Fuera del juego se hace con el prestigioso premio de poesía de la Uneac. Ahí hay poemas titulados, por ejemplo, «Para escribir en el álbum de un tirano» y versos tan indigestos para el gusto de Fidel como que «La Historia es esa rata que cada noche sube la escalera...». El fallo es revocado, y el poemario calificado, curiosamente, de «antihistórico». Antes de que, en 1971, luego del mea culpa de Padilla, el Congreso Nacional de Educación y Cultura declarase su adhesión sin ambages a la causa soviética, Fidel Castro estuvo ensayando delicados funambulismos. Justo en 1968, al tiempo que él mismo defendía la invasión soviética en Praga, sometía a los intelectuales a un doble vínculo imposible de satisfacer: secundarle sin rechistar en esa defensa y acusar a quien osara declararse prosoviético, en vez de «profidelista»... es decir, partidario de ese profiterol ‘made in La Habana’ y sólo en ella, con ingredientes troskistas, cheguevarianos y de un socialismo utópico y libertario, cuya imagen siempre hubiera querido proyectar: aires sesentayochistas de un socialismo cálido y rumbero, a ritmo de incesantes maracas, chapaleando en una placenta solar con líquido amniótico de mojitos.... Pero un poeta ingrato, de subvencionada estancia en Moscú, le aguó la fiesta en sus barbas, trayéndole abruptamente el frío de la realidad. Fue el primero en advertir, cuando nadie le creía, el advenimiento de un nuevo «estalinismo tropical» en toda regla.