El Presidente de la Academia de Cine, Fernando Méndez-Leite, lo anunciaba el pasado 11 de febrero durante la 37ª ceremonia de entrega de los Premios Goya: coincidiendo con el décimo aniversario de la muerte de Elías Querejeta, «vamos a crear un premio, de periodicidad bienal, que llevará su nombre, para destacar la trayectoria profesional de los productores españoles, especialmente por su apuesta decidida por la carrera de cineastas noveles o por haber asumido riesgos en el desarrollo creativo de su oficio».
Esta distinción, que ha recaído, en su fase fundacional, en la figura del veterano productor grancanario Andrés Santana (San Mateo, 1949), será entregada el próximo 25 de septiembre en la 71ª edición del Festival de San Sebastián, que se desarrollará entre el 22 y el 30 de septiembre.
De formación autodidacta, cauto, sereno, pausado y algo tímido, aunque dotado de un carácter especialmente perseverante y decidido en relación con el implacable tesón que le imprime siempre a sus trabajos, destaca entre sus más valiosas virtudes un olfato privilegiado para detectar la potencialidad cinematográfica que esconde cualquier proyecto por extraño o atípico que pueda parecer a los ojos de un lego en la materia.
Desde el momento en que ojea un guion y detecta rápidamente su posible viabilidad o inviabilidad Santana se convierte en una auténtica locomotora incapaz de detener su marcha hasta que da por concluido su trabajo. La tenacidad y la pasión constituyen, por lo tanto, el motor profesional de este self made man al que le faltan siempre horas para buscar y rebuscar nuevas historias que llevar a la pantalla y nuevos cineastas que apadrinar.
Tiene, en resumidas cuentas, lo que en el argot armamentístico denominan precisión de tiro, un argumento más que explica, entre otras muchas cosas, que haya obtenido en cuatro ocasiones el Goya de su especialidad y nominado en otras 14, así como una nominación al Oscar, con títulos del calado artístico de Los santos inocentes (1984), de Mario Camus; Secretos del corazón (1997), de Montxo Armendáriz; Laberinto de pasiones (1982), de Pedro Almodóvar; El rey pasmado (1992), El viaje de Carol (2002) y Días contados (1994), de Imanol Uribe; Visionarios (2001), de Manuel Gutiérrez Aragón; Después de tantos años (1994), de Ricardo Franco; El viaje a ninguna parte (1985), El mar y el tiempo (1989) y Mambrú se fue a la guerra (1985), de Fernando Fernán Gómez; Mararía (1998), de Antonio José Betancor; Blackthorn (2010), de Mateo Gil, o Lluvia de otoño (1989), de José Ángel Rebolledo.
Un lustroso currículo que revela con clarividencia el tipo de cine que siempre le ha interesado producir, muy alejado del cine mainstream cuyo rastro sigue hoy con tanta atención la industria cinematográfica nacional.
Al igual que muchos hombres y mujeres de su generación, el virus del cine se adueñó de él de tal manera que ni los profundos lazos emocionales que le unían -y le unen- a su familia pudieron disuadirle nunca de su firme deseo de hacer lo que su ventilada conciencia le dictaba: transformar su excitante experiencia como espectador precoz en las míticas sesiones dobles del viejo Torrecine, del Cairasco o del San Roque en el germen de un largo y brillante recorrido profesional sin fecha de caducidad.
Más que una vocación, su vínculo con el séptimo arte proviene, por tanto, de una prolongada e intensa adicción a un oficio que le ha proporcionado un caudal de satisfacciones de vital importancia para su formación integral, tanto como ciudadano comprometido como profesional capacitado para abordar los proyectos más ambiciosos.
Una vez instalado en Madrid, ciudad a la que, según sus propias palabras, le debe muchos de los momentos más gratificantes de su vida cinematográfica, Santana intenta esquivar como puede los mil y un obstáculos que se interponen ente su sueño y la dura realidad de un mundo laboral complicado, especialmente para un joven inexperto y sin credenciales de ningún tipo, aunque con hambre de saber, que aspiraba a desarrollar su vocación por encima de cualquier contingencia.
Porque, junto a la denominada literatura subversiva, demonizada hasta el delirio por las autoridades franquistas, el cine era, en aquel tiempo, la única ventana que nos acercaba al mundo exterior; el único aliviadero ante tanta indigencia cultural, tanto aislamiento y tanto hastío.
Y como telón de fondo, subrayémoslo, el paisaje umbrío y desolador de una dictadura que se perpetuaba ante la impotencia de una sociedad ahogada por la represión y la censura en un contexto geográfico y social poco propicio para soñar con otro objetivo que no fuera la mera supervivencia. Santana, sin embargo, sí consiguió soñar y logró, además, convertir su sueño en una más que perceptible realidad merced a su inquebrantable voluntad de salir del hoyo de la mediocridad en la que nos hundió el ancien régime durante cuatro largas y lacerantes décadas y emprender su propio vuelo sin otras armas que su absoluta certeza sobre un proyecto de futuro que, por fortuna, acabó colmando muchas de sus expectativas.
Así pues, tras una larga temporada en la que interviene como figurante en numerosas producciones nacionales y en no pocas coproducciones, entre las que destacan, naturalmente, innumerables spaguetti western, subgénero de sólido arraigo en la industria española de aquellos años, se aleja desencantado de su propósito por consumar algún día su primigenia vocación de actor y reorienta su carrera hacia un ámbito en el que, con el paso del tiempo, lograría consolidarse como una de las figuras más respetadas de nuestra industria.
Primero como productor asociado, luego como jefe de producción y, finalmente, como productor, ha acumulado en su haber más de medio centenar de películas, muchas de las cuales se incluyen hoy, por méritos propios, en el cuadro de honor que agrupa la memoria del mejor cine español de las últimas décadas.