«Si quieres ser una mujer, compórtate como una señora, porque hay muchas mujeres, pero pocas señoras». Es la frase que Melissa Verdú tiene grabada en la memoria desde que se la dijera su abuela, a la que recuerda como su ángel de la guarda: «Me lo enseñó todo sobre la educación y los modales». Fue su refugio en su infancia, la única persona que la aceptó y entendió cuando a los siete años tomó consciencia de que su sexo no coincidía con su género. Y que la apoyó tras confesar su mayor deseo: «Quiero ser artista».
Su historia empieza en el barrio de La Isleta, el 24 de febrero «de mil novecientos y algo», expone sin aclarar la fecha de su nacimiento. Allí vivía su abuela, a donde se trasladó, a los siete años, huyendo de su madre. De ella solo guarda imágenes atroces, de una persona que la rechazaba y la maltrataba. «Mi madre no me aceptaba, nunca me aceptó y sigue sin aceptarme», dice. En octubre el año pasado pudo cumplir un sueño ansiado durante más de 20 años: su cambio de sexo. Viajó a Tailandia, donde estuvo durante más de dos semanas. Su madre jamás mostró preocupación, ni una sola llamada. En febrero de este año se sometió a otra operación para cambiar su voz, una glotoplastia, dos días antes de su cumpleaños. Nada. «Mi verdadera madre fue mi abuela. Madre no es la que pare, es la que cría», añade.
Melissa iba a la escuela y era buena estudiante. Pero en su estancia en La Isleta tampoco encontró la paz. «Lamentablemente, pasados un par de años, un tío mío venía a ver el fútbol a casa de mi abuela, pero el fútbol era yo. Se quedaba y abusaba de mí», recuerda. Tras una pausa y un sorbo de su jarra de cerveza, prosigue, con un tono más bajo en la voz, que aún está recuperándose de la operación: «Era un depredador sexual. Lo hizo durante tres o cuatro años más». Jamás se lo contó a su abuela porque tenía miedo de que si se enteraba que su hijo abusaba de ella, tuviera que abandonar la casa.
A los 9 años su abuela la había apuntado en música y canto, respondiendo a su deseo de ser artista y fue durante su adolescencia cuando empezó a encontrar su hueco en los escenarios como una de las primeras transformistas. Trabajaba prácticamente a diario en Las Palmas de Gran Canaria y en el sur de la isla, sobre todo para el incipiente turismo.
«Mi vida giraba en torno a los escenarios y solo tenía en mente hacerme un vestido nuevo para estar más guapa y hacer mejores números», relata. Durante una actuación en una sala de transformistas y travestis de Gran Canaria, la vio el isletero Paco España, el reconocido como rey del transformismo que hizo sus primeros trabajos durante el régimen franquista. Tras la actuación, le ofreció viajar de la mano a Madrid y Melissa no dudó un instante.
Cuando llegó a la capital Franco ya había muerto y gobernaba Adolfo Suárez. Melissa era una joven de 16 años con los ojos como platos: «Era como estar en otro planeta», señala. Pasó a ser la sobrina de Paco España, quien le puso el apodo de Hosana, y comenzó a hacer giras: seis meses en Madrid y otros seis meses por el resto de la geografía española. «Casi siempre estaba con él, me sentía protegida. Lo admiraba y aprendía. Me enseñó a maquillarme. Me enseñó casi todo».
Vivió en una pensión y actuaba a diario. Lo poco que ganaba al principio lo invertía en nuevos vestidos y también enviaba dinero a Canarias. Y vivió la noche madrileña de la década de 1980. Además de Paco España, sus compañías más habituales eran bailarines, transformistas y transexuales. «La mayoría combinaba los espectáculos con la prostitución», dice. Pero su caso fue atípico en ese mundo, primero porque tuvo en todo momento presente el consejo que le había dado su abuela, y también porque se define como alguien que no puede ser sumisa, «solo soy sumisa si estoy enamorada» y, al final, «tuve suerte, salí artista».
Pero lo que sí era inevitable por aquellos años en el mundo que habitaba Melissa era el consumo de drogas. Tras 15 años formando parte de la compañía de Paco España, decidió seguir por su cuenta en Gran Canaria. Sus actuaciones aumentaban y cruzaba cada vez más la línea que separaba el trabajo de la fiesta. «En una noche, llegué a trabajar en ocho sitios diferentes. Y lo mínimo que cobraba eran 30.000 pesetas. Pero llegaba a mi casa sin un duro. Lo gastaba según lo ganaba», recuerda. Días sin dormir y anfetaminas para no comer y estar delgada formaban parte de la espiral autodestructiva en la que transcurrió su vida por aquellos años.
Fueron varios puntos de inflexión los que marcaron el cambio de rumbo en su vida que la ha llevado a la estabilidad en la que se encuentra ahora. Las noches de excesos, una relación de maltrato y una enfermedad crónica. Tras tocar fondo, comenzó su recuperación en todos los aspectos de su vida.
«Me dije: quiero vivir. Todo empezó a funcionar. Hice un nuevo tratamiento que me funcionó, aprendí a convivir con la enfermedad, me vine a Las Palmas, porque era la manera de dejar la noche... Fue como volver a nacer. Cuando volví a querer estar bien, sana, guapa y empecé a operarme», explica.
Y volvió a subirse a los escenarios, pero de otra forma: «Intenté que el reencuentro no fuese con el mismo ambiente. Quería alejarme de las cosas malas y de la gente nociva, tóxica. Donde yo sabía que podía haber tentaciones, no iba. El primer día que volví a actuar sin consumir, para mí fue un triunfo: ahí gané», relata.
Alejada de la espiral autodestructiva de las noches interminables, Melissa está en paz y no guarda rencores. Desde hace 14 años ha encontrado la estabilidad, en su casa, viviendo con su pareja y sus «tres hijos de cuatro patas». Y la guinda, su operación, ha sido como salir de la crisálida, como una liberación para ser ella misma, la que siempre había sido. Y aún le quedan ganas, a una edad que no revela, para volver a ser Mely Hosana en actuaciones esporádicas, como por ejemplo, siendo jurado en concursos de transformistas. Pero lo que más desea y espera lograr, es que se abra el telón del teatro para relatar, con tonos de comedia, toda una vida sobre los escenarios.