Centenario del escritor japonés
Yukio Mishima, atravesado por el conflicto entre tradición y modernidad
El autor de ‘El pabellón de oro’ y ‘Confesiones de una máscara’, que se hizo el ‘seppuku’ hace 55 años, fue un literato de extremos que volcó en sus libros las contradicciones del Japón contemporáneo
Eduardo Bravo
En octubre de 1853, el comodoro Matthew C. Perry, al mando de varios buques de la Armada de EEUU, bloqueó la bahía de Edo, actual Tokio, para forzar a que Japón «accediera» a establecer relaciones comerciales con otras naciones. A partir de entonces, el país iniciaría un proceso de occidentalización que afectaría profundamente a diferentes aspectos de la vida nipona y que tendría su colofón con el lanzamiento por parte de EEUU de dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, la capitulación del Ejército japonés el 15 de agosto de 1945, la ocupación de su territorio por una potencia extranjera por primera vez en su historia y la Ningen senger (Declaración de Humanidad), alocución realizada por Hiro Hito el 1 de enero de 1946, en la que el emperador reconocía que no era un Dios sino un simple mortal.
El conjunto de esos acontecimientos, demasiados para un periodo inferior a un siglo, marcó la vida de Kimitake Hiraoka, un joven escritor nacido el 14 de enero de 1925 en Tokio y criado por su abuela, mujer severa, poco cariñosa y cruel, que aisló a su nieto hasta el punto de encerrarlo en casa para preservarlo de la luz del sol. Enclenque y con problemas para relacionarse, Kimitake buscó refugio en la literatura y comenzó a firmar narraciones breves con el nombre de Yukio Mishima, seudónimo que eligió para no abochornar a su padre, contrario a que su hijo se dedicase a las letras.
Tras ser declarado no apto para el Ejército, lo que le libró de combatir en la guerra pero le generó un hondo sentimiento de culpa por no haber contribuido a la defensa de su país, el joven Mishima estudió Derecho en la Universidad de Tokio. Al finalizar la carrera, entró a trabajar en el Ministerio de Economía, puesto que abandonaría para dedicarse por completo al mundo del arte, creando una vasta obra en la que reflejaría el desencanto provocado por la pérdida del esplendor de ese Japón mítico y su sustitución por la prosaica cultura occidental.
Éxito precoz
Después de algunas publicaciones en revistas y antologías, en 1949 vio la luz la primera novela de Mishima, Confesiones de una máscara, en la que narraba algunas de sus traumáticas experiencias infantiles y exponía una de las contradicciones que le acompañarían toda su vida: la homosexualidad, su autoaceptación y el difícil encaje de esa opción sexual en la rígida sociedad japonesa.
Si bien Mishima llegaría a contraer matrimonio, del que nacerían un niño y una niña, sus pulsiones tenían un inequívoco poso homoerótico. Aficionado al culturismo, uno de sus referentes estéticos más repetidos fue el martirio de san Sebastián, presente en Confesiones de una máscara a través del lienzo de Guido Reni, y que incluso llegaría a encarnar él mismo. Sería para Hosoe Eikō, fotógrafo con el que, en 1963, realizó Barakei (Calvario de rosas), libro en el que el escritor protagonizaba diferentes escenas, bien imitando al mencionado mártir cristiano, bien posando con espadas como si fuera un samurái, bien semidesnudo y atado con sogas.
En esa época, Mishima ya era uno de los escritores japoneses más relevantes de su época. Pese a su juventud, no tardaría en ser nominado al Nobel, candidatura que se repetiría en años posteriores y que estaría avalada por títulos como Sed de amor, El rumor del oleaje, El pabellón de oro, Después del banquete, El marino que perdió la gracia del mar, numerosas piezas de teatro Nō moderno, varios ensayos y diversos artículos, en los que este escritor de prosa tan virtuosa como provocadora escandalizaba a la sociedad nipona con historias sobre homosexuales, familias desestructuradas, matrimonios decadentes y jóvenes inadaptados, en las que no hurtaba violencia, erotismo y escatología.
Pieza ambiciosa
Pese a la calidad literaria de esa abundante y variada producción, Mishima solía despreciar muchos de sus libros, obsesionado por escribir una pieza más ambiciosa. Nada menos que una tetralogía titulada El mar de la fertilidad, compuesta por Nieve de primavera, Caballos desbocados, El tiempo del alba y La corrupción de un ángel. La importancia de El mar de la fertilidad para Mishima fue tal, que durante sus últimos meses de vida puso todo su empeño en lograr finalizar la tetralogía. Solo cuando estuvo liberado de esa carga, puso en marcha la que sería su despedida del mundo: un espectacular plan a medio camino entre la acción política, la rebelión militar, el happening artístico y la astracanada que, a pesar de todo, no dejaba de ser consecuente con su trayectoria vital.
Desde mediados de los 60, el escritor había comenzado a radicalizarse. Aunque siempre había sido un firme defensor del Japón más tradicional -lo que no impedía que su vida privada contraviniera esa restrictiva visión del mundo-, empezó a desarrollar su faceta más violenta a través de la instrucción militar y la creación de Tatenokai (la Sociedad del Escudo), una milicia autorizada por el Gobierno cuyo objetivo era proteger al emperador porque, según él, el Ejército nipón, limitado por los acuerdos de paz, no tenía capacidad para hacerlo.
Esa escalada violenta llegó a su punto culminante el 25 de noviembre de 1970. Esa mañana, tras enviar el manuscrito de La corrupción de un ángel a su editor, Mishima, junto a cuatro de los alrededor de 80 miembros que formaban la Sociedad del Escudo, se personó en el Ichigaya, cuartel general del Comando Oriental de las Fuerzas de Autodefensa en Tokio, y solicitó ver al general Kanetoshi Mashita. Cuando el militar vio entrar a Mishima a su despacho portando una vieja espada de samurái, le preguntó si estaba autorizado a llevar un arma de esas características. Seguro de sí mismo, respondió que no era preceptivo permiso alguno para poseer una obra de arte y, con cordialidad, le invitó a examinar la antigüedad con más detalle. Cuando Mashita se disponía a observar el arma, los visitantes lo rodearon y le ataron las manos a la espalda.
Última función
Tras un enfrentamiento con el cuerpo de guardia en el que cayeron heridos una decena de hombres, Mishima ordenó que los soldados presentes en el cuartel formasen bajo el balcón del despacho y, con la cinta de samurái ceñida en su frente, pronunció un discurso que fue registrado por los medios nipones que, a esas alturas, ya estaban enterados de lo que sucedía. Sin embargo, en contra de lo que había soñado, los soldados no vieron en él un líder carismático capaz de encabezar una revuelta contra el Gobierno, sino un personaje esperpéntico que, además, se permitía criticarles por su cobardía, sus modales afeminados, su falta de compromiso con la defensa de Japón y su apoyo a una constitución redactada bajo tutela de los ocupantes, que les negaba su propia existencia como Ejército. Harto de interrupciones y cuchicheos, dio por finalizado el discurso y regresó al despacho. Allí se desnudó de cintura para arriba y dio inicio a la ceremonia del seppuku que, como el resto del plan, no pudo llevarse a cabo con el reposo y la solemnidad que deseaba.
El seppuku, suicidio ritual que no se practicaba en Japón desde el final de la Segunda Guerra Mundial, había sido abordado por Mishima en algunas de sus obras. Por ejemplo en Patriotismo, relato adaptado al cine en formato cortometraje por el escritor, que además de dirigirlo, interpretaba al protagonista. No obstante, la escena que se desarrolló en el despacho de Ichigaya superó cualquier ficción. El que iba a ser un acto teatralizado para la posteridad, en el que se exaltaría el heroísmo del escritor e inspiraría patriotismo en los ciudadanos, acabó siendo una carnicería que más bien recordaba al ridículo suicidio de María Montez relatado por Kenneth Anger en Hollywood Babilonia.
Aunque Mishima había determinado que Masakatsu Morita lo decapitaría inmediatamente después de que el escritor se clavara la espada en el abdomen, la tensión del momento, las urgencias y la poca destreza del joven seguidor provocaron que Morita no fuera capaz de dar un tajo certero. Fueron necesarios varios golpes antes de que otro de los miembros del comando, Hiroyasu Koga, tomase la espada y, esta vez sí, pusiera fin a su agonía.
La noticia, que no tardó en ser conocida en todo el mundo, dio lugar a las más variadas interpretaciones. En España, José María Carrascal no perdió la oportunidad de dar la suya propia en el diario Pueblo: «Asia se resiste a occidentalizarse. Su cultura es muy vieja para asimilar rápidamente la civilización técnica. El harakiri [sic] de Mishima lo confirma». Para otros analistas no fue más que el último de los actos de exhibicionismo del escritor que, consciente de todos los interrogantes que iba a provocar su acción, compartió con su círculo más cercano sus reflexiones al respecto: «Aunque no me entiendan inmediatamente, no pasa nada, porque el Japón de dentro de 50 o 100 años me entenderá». Más de medio siglo después, en eso sigue.
Del ‘boom’ a la normalidad en España
«En el Colegio de San Isidoro para huérfanos de periodistas, se ha celebrado una fiesta, que comenzó con un recital de piano a cargo de Juan José Menéndez Lazcano. A continuación, el grupo escénico del colegio, reforzado por colaboradores de los Colegios Mayores Padre Poveda y de la Compañía de María, representó dos obras cortas de teatro Nō moderno: El ropero del amor y La princesa AOI, de Yukio Mishima». La noticia, aparecida en la edición del 11 de abril de 1962 del diario Pueblo, demuestra cómo, a pesar del aislamiento del franquismo, los lectores españoles supieron de la existencia del autor japonés casi al mismo tiempo que los europeos.
En 1964, por ejemplo, el nombre del escritor aparecía en los medios con motivo de su candidatura al Premio Internacional de Literatura con Utaga no ato (Después del banquete). Ese mismo año, Seix Barral lanzó El pabellón de oro en versión de Juan Marsé -que partió del texto francés para su traducción- y, dos años más tarde, Lumen publicó Barakei (Ejecutado por las rosas) en una edición de 1.500 ejemplares firmados por Hosoe y Mishima, cuya cotización actual entre los coleccionistas supera los 2.500 euros.
En todo caso y a pesar de la relevancia mediática de su suicidio, durante los años 70, las obras de Mishima o relacionadas con el autor japonés se publicaron con cuentagotas. Si bien en 1979 apareció Mishima o el placer de morir, del psiquiatra Juan Antonio Vallejo-Nájera, sería con el cambio de década cuando España viviría una verdadera fiebre Mishima. En 1980, Bruguera publicó El marino que perdió la gracia del mar, Planeta se animó con Confesiones de una máscara en 1983, RTVE emitió un reportaje de casi 20 minutos sobre el suicidio del autor coincidiendo con los 15 años de su muerte, El pabellón de oro fue incluido en la colección de quiosco Literatura contemporánea de Seix Barral (1985) y, ese mismo año, se estrenó en los cines Mishima, una vida en cuatro capítulos.
La película de Paul Schrader, producida por Francis Ford Coppola y George Lucas, así como la banda sonora de Phillip Glass, hicieron que se retomase la publicación de los volúmenes que faltaban de El mar de la fertilidad iniciada en los 70. Además, El Aleph publicó la biografía Vida y muerte de Yukio Mishima, de Henry Scott Stokes (1985), Siruela incluyó, en su colección El ojo sin párpado, La perla y otros cuentos (1987) y ya para entonces, Mishima llenaba suplementos literarios, revistas de tendencias, escaparates de librerías y programas de televisión.
Sin embargo, pasada esa fiebre, llegó la (casi) nada. Si bien un grupo indie se inspiró en él para su nombre, las ediciones de Luis de Caralt se liquidaron en los establecimientos VIP y, a pesar de que Alianza incluyó los títulos de Mishima en su colección Libro de bolsillo con traducciones realizadas directamente del japonés, el escritor pasó de ser una figura mítica asociada a la modernidad a un autor de fondo. El centenario de su nacimiento es una buena ocasión para acercarse de nuevo a un escritor cuya obra combina como pocas el lirismo y el exceso. | E. B.
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