Entrevista

Maximiano Trapero, catedrático de universidad: «Si La Graciosa está muy poblada es justo que se le llame ‘isla’»

«El cambio toponímico más importante ocurrido en los últimos años es llamar ‘Archipiélago Chinijo’ a lo que antes eran islotes», destaca el profesor emérito honorífico

Maximiano Trapero

Maximiano Trapero / José Carlos Guerra

Maximiano Trapero (Gusendos de los Otelos, León, 1945) es, de lejos, uno de los investigadores vivos más importantes del Archipiélago. Reconocido internacionalmente por sus estudios en los campos de la semántica léxica, la toponimia, la poesía oral de tipo tradicional y la poesía improvisada en el mundo hispánico. El trabajo de campo de este catedrático de Filología Española de la ULPGC y Premio Canarias de Patrimonio Histórico, le ha llevado por toda la geografía hispanohablante, incluida la isla de Pascua. Entre sus hitos que convulsionaron el mundo de la literatura española se encuentra el hallazgo en el romancero oral de La Gomera del asunto que da comienzo al Poema del Mío Cid. Sus estudios sobre el guanche (2007). Más allá de la cultura material, que concierne a los arqueólogos, otra contribución indispensable al conocimiento del Archipiélago es su Diccionario de Toponimia de Canarias (Ediciones Idea) con 40.000 topónimos recogidos, con la inclusión de numerosos guanchismos. La obra se presenta el miércoles en el Teatro Guiniguada con la presencia del rector Lluís Serra; la catedrática y académica de la RAE Dolores Corbella; el también catedrático Manuel Lobo, y el editor Francisco Pomares y el autor.

Treinta años de trabajo, diez volúmenes, 6.500 páginas, 40.000 topónimos. Para empezar, quisiera pedirle que recapitule sobre el recorrido y el alcance de este proyecto.

Contestar bien a esta pregunta ocuparía toda la entrevista, así que voy a resumir. Se trata de un estudio sistemático y pretendidamente exhaustivo de todos los topónimos de Canarias que siguen vivos, es decir, que son usados de continuo por las gentes de cada lugar. Un estudio así, con tales pretensiones, ha requerido de varias fases de trabajos sucesivos. Primero, de una labor de búsqueda y recolección, recorriendo cada isla y preguntando a las personas mejor informadas por los nombres de los accidentes de cada lugar. Segundo, confeccionar un corpus representativo de la toponimia de todo el Archipiélago, que en nuestro caso llega a unos 40.000 topónimos, con la indicación de la verdadera localización de cada uno de ellos (isla, municipio y zona), con la indicación del tipo de accidente que representa, y tratando de ser fieles en su escritura a la verdadera naturaleza lingüística del topónimo. Y tercero, el estudio filológico de cada uno de los términos que constituyen cada topónimo, porque hay topónimos simples, de una sola palabra, como Tenerife, y topónimos de múltiples términos, como Las Palmas de Gran Canaria, y cada una de esas palabras tiene referencias distintas, a la geografía, a la flora, a la fauna, a la historia, o pertenece a la lengua de los aborígenes canarios, como Tenerife. Todo ello, como ve, es muy complejo, y por eso esos treinta años de trabajo, y esas dimensiones de los diez libros publicados. En realidad, se trata de un solo libro, por eso el mismo título principal en todos ellos: Toponimia de las Islas Canarias, dividido en cuatro clasificaciones: el primero, dedicado a los topónimos de origen guanche (tres volúmenes), el segundo, al léxico de la flora y de la fauna (tres volúmenes), el tercero, a los de referencia histórico-cultural (dos volúmenes) y el cuarto, a los de referencia meramente geográfica (dos volúmenes).

¿Existe alguna otra región hispanohablante cuyos topónimos han sido estudiados con tamaña intensidad y sistematicidad?

No quisiera equivocarme, pero creo que no, teniendo en cuenta las dimensiones de nuestro archipiélago. Pero en lo que sí estoy seguro es que ningún otro estudio ha tenido la orientación semántica prioritaria del nuestro.

Su proyecto ha dado pie a un nuevo campo del saber bautizado por uno de los principales lingüistas del siglo XX, Eugenio Coseriu, como toponomástica. ¿Qué es la toponomástica? ¿Qué aspectos la validan para que el estudio de la toponimia deje de ser una empresa auxiliar de otras disciplinas?

A eso me refería en la pregunta anterior. Hasta ahora, básicamente, los estudios sobre la toponimia se reducían a indagar sobre la etimología de los términos toponímicos, sobre su primitivo significado, y se hacía asistemáticamente, término por término, como ciencia auxiliar de la geografía. Pero el léxico referido a la toponimia de cualquier lugar forma parte de la lengua que se habla en cada región, con sus características dialectales. A esa ciencia “teórica” del estudio de la toponimia, que es básicamente lingüística, es a lo que el gran Eugenio Coseriu llama “toponomástica”. Es decir, una ciencia autónoma, en cuanto estudio lingüístico de los topónimos, que se pregunta cómo son los nombres de lugar y cómo se hacen en las lenguas, y, en cada caso, en una lengua dialectal determinada. Porque las motivaciones de los nombres de lugar son iguales en todas las lenguas, y solo se hacen particulares según la geografía, la naturaleza. la historia y la cultura de cada región.

Antes complementaria y ahora con rango propio, la investigación sobre los topónimos desborda en cualquier caso a la filología e interpela a muchas otras disciplinas, entre ellas a la antropología, la geografía y la historia. ¿Puede abundar en esta cuestión?

Claro es. En el estudio de la toponimia se muestran todas las ramas de la filología, todas, desde la morfología hasta la semántica, desde la historia de la lengua hasta la ortografía. Pero debe entenderse que los topónimos tienen por referencia a accidentes geográficos, a la flora y a la fauna, a los hechos históricos ocurridos en el lugar, a las creencias religiosas, etc., o sea, a todos los aspectos que afectan al hombre como miembro de una comunidad en relación con la naturaleza, por tanto, puede decirse que el estudio de la toponimia es una “ciencia” multidisciplinar, teniendo a la filología como principal.

Para situarnos ahora a escala de detalle, le pregunto por algunos topónimos. Empiezo por El Sebadal porque se le debe a usted, justamente, que dejara de escribirse como El Cebadal.

Es curioso. Yo me adentré en el estudio de la toponimia por la ortografía, por cómo deben escribirse los nombres de lugar. Parece poca cosa, pero no lo es. La respuesta más inmediata sería: tal como se pronuncian. Bien, porque los topónimos viven en la oralidad; los que están escritos son una minoría de los que verdaderamente existen. Pero en esa pronunciación interviene la norma dialectal, como es la canaria, que no se ajusta en todo a la ortografía del español normativo. Y ahí está el caso de El Sebadal. Quienes empezaron a escribirlo con “c” fueron los militares de la Academia Militar de Toledo, encargados de realizar la primera gran carga toponímica de las Islas, y al preguntar por el nombre del lugar de la costa del sureste de La Isleta no pudieron decirles otra cosa que “Sebadal”, pero como ellos sabían que los canarios somos seseantes, corrigieron y “castellanizaron” el nombre como “El Cebadal”. Pero la realidad del lugar impone el nombre: si fuera “cebadal” sería porque hubiera allí un campo de cebada, pero lo que hay no son sino las “sebas” que con frecuencia arroja el mar a la costa. Y seba es una palabra de origen portugués, desconocida por los militares toledanos. Así que bastó explicar esto en un Consejo Municipal de Cultura del Ayuntamiento de Las Palmas para que de inmediato se cambiara el nombre en los letreros de las guaguas y todo el mundo asumiera la nueva y verdadera escritura del topónimo.

Además de corregir la escritura de, al menos, un topónimo, también tomó parte en el nacimiento de, al menos, otro: Tajogaite. Cuéntenos.

Cuando surgió el último volcán de La Palma los medios de comunicación empezaron a nombrarlo de muchas maneras, que si “Volcán de La Palma”, que si “de Cumbre Vieja”, que si “de Montaña Rajada”, que si “de Todoque” y otros más. A mí me preguntaron que cómo se debería llamar. Y yo dije dos cosas: primera, que había que esperar a que finalizara la erupción, pues de ello podría depender su nombre; y segundo, que, en todo caso, deberían ser los palmeros los que decidieran el nombre. Y yo hablé de uno: Tajogaite o Tagojaite, que son las dos variantes con que se denominaba desde antiguo el punto en que surgió el volcán. Y una vez finalizado, preguntaron a los palmeros y por mayoría decidieron el nombre de Tajogaite. Me parece muy bien, pues ese nombre figura y está estudiado en mi Diccionario de guanchismos, con la posible referencia a una planta.

Cuando uno dice guanches para referirse a indígenas de, pongamos, Fuerteventura o La Gomera, no faltan expertos que le corrijen, principalmente arqueólogos, y le dicen que guanches fueron solo los primigenios habitantes de Tenerife. Pero usted, autor del monumental Estudios sobre el guanche, recoge en el Diccionario de guanchismos topónimos, como La Guancha, que no son de esa isla. ¿Puede aclararnos este asunto?

No solo existe La Guancha en la costa de Gáldar y La Guanchía en lo alto del barranco de Teror, en Gran Canaria. Se pueden contar hasta cien topónimos vivos en Canarias que giran alrededor de la palabra guanche, ¡en todas y en cada una de las islas! Y los topónimos no mienten: si un lugar se llama Cueva de los Guanches, por ejemplo, y hay muchos, es porque allí vivían los hombres a los que así se les llamaba. ¿Y quiénes los llamaron “guanches”? Desde luego no ellos mismos, pues ningún pueblo se llama a sí mismo con un gentilicio o un etnónimo, sino “los otros”. Como fueron los españoles los que llamaron indios a los aborígenes de América. ¿Y quiénes fueron los que así llamaron a los aborígenes de Canarias? Los franceses, los primeros conquistadores de Canarias. ¿Y por qué con ese nombre? Porque guanche, junto a otras variantes, incluso el verbo guanchir, era el nombre que en el francés medieval significaba una de las acciones más llamativas que advirtieron en los canarios, que era la extraordinaria habilidad que tenían para esquivar los objetos lanzados con el movimiento lateral de sus cuerpos. Por tanto, ni la palabra guanche es de origen guanche ni los guanches fueron solo los de Tenerife.

Está extendida la idea de que los guanches de Gran Canaria llamaron Tamarán a su isla, pero nada que ver con la realidad, como explica usted en el mismo diccionario.

Este es otro de los topónimos que se ha convertido en un tópico asumido por todos como si fuera verdad. Pero no, es falso. Nunca Gran Canaria se llamó Tamarán. Ese nombre no aparece en ningún texto antiguo ni estuvo nunca en la toponimia oral. Fue un “invento” propuesto por el tinerfeño Manuel Osuna Saviñón en la segunda mitad del siglo XIX, y que fue aceptado por Millares Torres, por Chil y Naranjo y otros intelectuales finiseculares. Osuna dice que el nombre aparece en la Historia de Abreu Galindo, pero es falso, ni aparece en Abreu ni en ninguno de los cronistas e historiadores de la primera época tras la conquista. Yo he metido este término en mi Diccionario de guanchismos, pero justamente para desmentirlo.

Más difícil todavía: un topónimo guanche en El Hierro que sin embargo no pertenece al legado de los bimbaches: Tagoror.

Este es otro de los topónimos “fantasma” que debemos criticar. Así se ha decidido llamar al último volcán surgido en El Hierro, que no llegó a sobresalir del agua, en las cercanías de La Restinga y en el Mar de las Calmas. El nombre lo “impusieron” desde fuera, desde el Instituto Español de Oceanografía, en contra de la opinión de los herreños y de las instituciones de la isla, y además con un nombre, Tagoror, que ni siquiera forma parte del léxico usado en El Hierro. ¿Cómo debió ser llamado, en caso de que mereciera un nombre, porque no se ve, es submarino? Pues por el lugar en que está: o “Volcán de La Restinga” o aún mejor “Volcán del Mar de las Calmas”.

Sigo con los guanchismos, centrales en este trabajo, Guiniguada, nombre de un barranco que, por sus sílabas finales y por referir a un barranco, da pie a la etimología recreativa a relacionarlo con el término árabe “guad” que da nombre a ríos como Guadalquivir o Guadiana.

Es verdad. Son muchos los topónimos guanches que tienen ese segmento “guad”, bien al principio o al final del nombre: Guiniguada, Tenteniguada, Aguadara, Guadeún, Guadá, Guadajume, Iguaden, etc. Y eso ha hecho pensar a muchos estudiosos que tuvieran relación con los nombres de los ríos españoles, de origen árabe. Pero el guanche procede del bereber, que nada tiene que ver con el árabe; además de que muchos de esos nombres guanches nada tienen que ver ni con los barrancos ni con el agua, como el Tenteniguada, que todos conocemos, o el Aguadara, que hoy es un poblado abandonado de El Hierro y está en un lugar ajeno por completo a la presencia del agua.

Con todo, pese a que Canarias nunca fue arabizada, hay en ella topónimos árabes como Almatriche, que recoge en el diccionario correspondiente al léxico de referencia histórico-socio-cultural.

En efecto. Pero esos topónimos de procedencia árabe, como Almatriche, Trapiche, Alberca, Albarrada o Atalaya, entraron en Canarias directamente desde el español peninsular, pues ya eran palabras totalmente hispanizadas en el tiempo de la conquista. Hay algunos canarismos que sí entraron directamente desde los territorios africanos ya arabizados, como siroco, hubara o zahorra, pero ninguno de ellos, o acaso alguno, ha llegado a convertirse en topónimo.

Por un decreto del gobierno canario, el antiguo islote de La Graciosa pasó a ser considerado isla, con lo que ahora tenemos una isla canaria sin cabildo, o bien dos islas, Lanzarote y La Graciosa, que tienen que compartir uno. Por el contrario, llamamos isla de Lobos a ese territorio que luego describimos como islote. ¿Le importa hacernos un esbozo cartográfico para orientarnos en este lío en el que no sé a quién correspondería la última palabra?

Lo ocurrido con La Graciosa fue un asunto político, y ya se sabe que la política puede hacer cualquier cosa. Tiene toda la razón en lo que dice: hay una isla sin cabildo, pero dependiente de un municipio ajeno a esa isla, el de Teguise. El primero que hizo una división nominal de los territorios insulares fue Viera y Clavijo: llamó “islas” a las pobladas, las siete de siempre; llamó “islotes” a los del norte de Lanzarote y a Lobos, que estaban deshabitados; “isleta” a la del norte de Gran Canaria, porque en pequeña isla se convertía en las grandes mareas; y “roques” a los grandes peñascos internos en el mar cercanos a la costa. Justo es que si La Graciosa está ya muy poblada se le llame “isla”, pero le queda esa “anomalía” de no tener autonomía administrativa propia. El cambio toponímico más importante ocurrido en Canarias en los últimos años es llamar Archipiélago Chinijo a lo que antes eran Los Islotes.

Un topónimo que Lanzarote comparte con la luna: Mar de la Tranquilidad. Cuéntenos.

La toponimia, como cualquier sector del léxico de una lengua, no es inmóvil, cambia: unos topónimos viejos se olvidan o se cambian por otros nuevos o nacen otros por la renovación del territorio. A estos nuevos los llamamos “neotopónimos”. Canarias es un ejemplo perfecto en esto de la renovación de la toponimia, y ahí están los nuevos nombres que se le ponen a las zonas turísticas: Bahía Feliz, Oasis de Maspalomas, Playa Paraíso o Archipiélago Chinijo, que buscan en un nombre exótico y feliz el atractivo turístico. Otro ejemplo es el Mar de la Tranquilidad, que cita, que es otro “neotopónimo” que se le puso a una zona de las Montañas del Fuego en Lanzarote, que contrasta en su aparente amabilidad de arenas finas con la tormenta de lavas encrespadas del resto del territorio del Timanfaya.

¿Por qué en este diccionario predominan los topónimos rurales sobre los urbanos si en las ciudades viven más humanos, esto es, más seres con capacidad de nombrar?

Hay una diferencia esencial entre la toponimia rural y la toponimia urbana. Los topónimos rurales son, por lo general, motivados; responden a lo que hay en la naturaleza: una montaña, un barranco, un roque, una fuente, una población, un monte, un camino, etc. Esos topónimos toman para ello los nombres de la lengua común que tienen ese significado. Por el contrario, los topónimos urbanos son muy mayoritariamente inmotivados, responden simplemente a la decisión de una comisión municipal, y pueden cambiar cuando la voluntad de esa u otra comisión lo decida. Los nombres de las calles, avenidas o plazas de los pueblos o de las ciudades nada tienen que ver con los nombres de los personajes, de los países o del motivo que sea que figuran en sus rótulos. Los únicos topónimos urbanos que si están motivados son los que nombran partes grandes de esas poblaciones y que suelen ser los más antiguos, como son en Las Palmas, por ejemplo, La Isleta, El Puerto, Vegueta, Arenales o Los Riscos.

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