El poder de la inspiración

Hace tres décadas el público de la Berlinale se estremecía ante lo que muchos críticos consideraron como un ejemplo perfecto de adaptación de una gran novela a la pantalla. ‘Sentido y sensibilidad’ supuso, además, el debut como guionista de Emma Thompson y una nueva incursión del cine en el cálido universo literario de Jane Austen

El poder de la inspiración

El poder de la inspiración / LP/DLP

Claudio Utrera

Claudio Utrera

El jurado del Festival de cine de Berlín le otorgó, por unanimidad, el León de Oro; la Academia de Hollywood la nominó para siete de sus apartados, incluido el de la Mejor Película y Mejor Director, y su estreno internacional en el verano de 1995 causó auténtico furor en los cines de todo el mundo. En países como España, Italia o el Reino Unido llegó a batir auténticos récords de permanencia en las listas de éxito, a pesar de competir aquel año con títulos de la enjundia de Pena de muerte (Dead Man Walking, 1995), Independence Day (Independence Day, 1995), Braveheart (Braveheart, 1995) o Apolo 13 (Apolo 13, 1995) y de carecer, teóricamente, de los estímulos convencionales que hacen que una producción cinematográfica resulte taquillera.

Pocos fueron los que apostaron en un principio por un filme que, pese a llevar la firma de Ang Lee, la del autor de éxitos tan memorables como El banquete de bodas (Hsi yen, 1992) o Comer, beber, amar (Eat, Drink Man Woman, 1994), cuyo guion mostraba el drama de una madre y sus tres hijas, que se ven abocadas a una difícil situación económica, tras la muerte del cabeza de familia, que ha de ceder su copiosa fortuna a un hijo de su primer matrimonio. Una historia de las que, por desgracia, dejaron de aparecer por las pantallas hace décadas eclipsadas por el peso de las nuevas modas que irrumpían, con avasalladora perseverancia, en las carteleras de medio mundo en un incontenible afán por banalizarlo todo y alejar del espectador la «nefasta» manía de pensar.

Sin embargo, Ang Lee asumió el reto que suponía adaptar al cine en los años noventa una novela sobre el siglo XVIII y, logrando, contra todo pronóstico, situar en una posición insospechadamente favorable una producción que actuaba, en todos los aspectos, contracorriente. Dotada de un enorme carga literaria, Sentido y sensibilidad revelaba, al paso de cada una de sus imágenes, una inquebrantable voluntad de estilo impulsada por el deseo de su director de trasladar fielmente a la pantalla los mil y un detalles ambientales y psicológicos que transpira la bellísima novela de Jane Austen.

En este sentido, qué duda cabe, la película es, en la acepción más natural de la palabra, premeditadamente literaria. Pero al mismo tiempo se trata de un trabajo cinematográfico construido meticulosamente, sin fisuras ni momentos muertos, un trabajo que busca continuamente su propia identidad visual a través de unas imágenes urdidas con evidente pasión y que ejercen sobre el espectador un irresistible poder de seducción como adecuado contrapunto a un texto que hunde sus raíces en la mejor tradición del viejo romanticismo inglés. Esta belleza, que se prodiga generosamente a todas las secuencias del filme, sirve de perfecto acomodo al ajustado cruce de diálogos que mantienen sus personajes, la mayor parte de los cuales han sido reproducidos por su director con absoluta fidelidad al libro original.

Justamente, en este resbaladizo terreno en el que confluyen imágenes y palabras para dar la nota estética adecuada es donde la película brilla con luz propia. Y lo hace sin titubeos, respetando siempre la torrencial agudeza de los diálogos de Austen, recorriendo cautelosamente sus abigarradas claves literarias e interpretándolas a través de la sofisticada caligrafía fílmica de un cineasta que sintoniza plenamente con los balbucientes dramas amorosos que se deslizan a lo largo y lo ancho de la película.

Revisada hoy, treinta años después de su estreno, en Sentido y sensibilidad no hay la menor afección, ni siquiera la más mínima inclinación hacia una lectura preciosista del texto, como sí sucedía, pongamos por caso, en otras adaptaciones literarias de la época como Jane Eyre (Jane Eyre, 1995) o La letra escarlata (The Scarlett Letter, 1995), perpetradas, respectivamente, por Franco Zeffirelli y Roland Joffe, a pesar de las densas y a ratos abrumadoras páginas escritas por la legendaria escritora británica hace más de doscientos años, sugieren a menudo hacer todo lo opuesto. La de Ang Lee es, por el contrario, una interpretación que se esmera en buscar el justo correlato cinematográfico de un libro impregnado de melancolía, idealismo y ardor romántico, intentando comprenderlo hasta en sus más secretos rincones, de ahí esa sensación de absoluto recogimiento, de respeto, de calor y comprensión hacia un puñado de personajes de corte victoriano víctimas de la intransigencia moral de una época felizmente olvidada en la mayor parte del planeta, y de ahí también los esfuerzos desplegados por Lee para extraer de sus actores y actrices matices interpretativos de un gran calado emocional.

Emma Thompson en el papel de la resignada Elinor; el difunto Alan Rickman encarnando al heroico coronel Brando; M. Dashwood como la atormentada Marianne y el siempre solvente Hugh Grant en la piel del joven y aprensivo Edward Ferras, componen un reparto de enorme eficacia dramática gracias, en gran medida, a la endiablada capacidad de observación que demuestra Lee a la hora de elegir los rostros más adecuados al perfil de sus protagonistas, imprimiéndoles la necesaria capacidad de persuasión. Pero no sería justo obviar, como en su día hicimos tras el estreno de la película, la cuota de responsabilidad que en éstos y otros aspectos tuvo el soberbio trabajo fotográfico de Michael Coultier, aportando a cada plano la luz necesaria para reflejar ese mundo de sentimientos a flor de piel que refleja esta inclasificable obra maestra.

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